Julio Minaya

Dr. Julio Minaya

Permítanme, señoras y señores, comenzar estas palabras refiriéndoles lo que me ocurrió con varias personas a las cuales les mostré, de pasada, el libro que a continuación me dispongo a presentar. Coincidían en señalar si acaso era la persona más indicada para hacerlo, dado que el título de «Los Secretos de la Argumentación Jurídica» sugiere que sea un abogado y no un profesional de la filosofía quien realice esta función. Pero yo les devolví un poco de tranquilidad al indicarles que un especialista de la jurisprudencia compartiría conmigo la honorable tarea de presentar al público la referida obra.

El autor, Alejandro Arvelo, antes que abogado es un filósofo, y ello explica el hecho de que en este texto converjan dos tratados, dos grandes perspectivas: una, la filosófica; otra, la jurídica. Y es que pueden religarse y convivir. Los estudiantes de Derecho cursan una asignatura llamada Filosofía del Derecho y, por lo menos, tendría sentido que hablásemos acerca del derecho desde la perspectiva de la filosofía. Aparte de todo esto, cabe señalar que dentro de la historia de la filosofía nos encontramos con grandes pensadores que también fueron abogados: Descartes, Hegel, Kant… Y por nuestra escuela han desfilado algunos que han compartido ambos quehaceres: Darío Solano, Andrés Avelino y Tomás Novas, entre otros.

Esta criatura intelectual cuenta con otras dos hermanas: «Si quieres Filosofar…» y «La Filosofía del Silencio». Tres hijos espirituales bellísimos, que nos llevan a exclamar, como lo hacen muchos dominicanos al contemplar vástagos hermosos y saludables: «Siga teniendo hijos, que usted los da bonitos».

Nuestra obra, en realidad, tiene su propia carta de presentación, comenzando por la portada: Sócrates en vivo diálogo con sus discípulos, minutos antes de tomar la cicuta. Luego, la introducción, donde tenemos cuatro páginas llenas de enjundia. Aquí el autor presenta mejor que nadie su propio trabajo. Creo, no obstante, que la presentación por otros de los libros tiene su razón de ser, máxime si nos encontramos -como es el caso presente- frente a autores que ante todo son personas modestas: en estos eventos, otra persona puede decir sobre el autor y su obra cosas que aquél quizá no esté ni en el ánimo ni en la capacidad de expresar.

De este libro me han llamado excepcionalmente la atención los capítulos IV y VI. Y escondido en un recodo del capítulo V, nos encontramos con el tema titulado: «La Condición Humana». Son cinco páginas de profundas reflexiones filosóficas, que bien podrían sentar los cimientos de una gran obra para catapultar el pensamiento dominicano hacia dimensiones universales.

El capítulo IV («¿Cómo afrontar los retos del pensar?») constituye un encomiable esfuerzo del autor por colocar al lector en una decisiva actitud reflexiva que implique un serio giro introspectivo. Concluye que no podemos hacer renuncia a la tarea del pensar, a menos que un proceso degenerante nos conduzca por senderos de preocupante despersonalización. En este capítulo advertimos subtítulos francamente osados, por ejemplo: «Pensar con el Inconsciente», «La reflexión y las razones del corazón».

El capítulo VI corona, a nuestro humilde entender, el deliberado propósito de nuestro pensador por llevarnos a la convicción de que no basta solo con pensar, sino que nos asiste el derecho y tenemos el deber de sacudirnos de ese fondo común de ideas, preconcepciones, creencias, normas y costumbres de todo tipo que llegan a colocar grilletes y atajos a la razón. Se trata de los ídolos, esos fantasmas que tantas veces dirigen nuestros pasos vitales. La filosofía, que no escapa a su esfera de influencia, es, sin embargo, el arma más efectiva para lidiar con ellos.

Tres importantes rasgos distinguen nuestra obra: la erudición, la sapiencia y el depurado estilo. Nuestro joven filósofo acusa una sólida formación, especialmente si reparamos en que estamos frente a un hombre que aún no rebasa las cuatro décadas. Echase claramente de ver que sus conocimientos no se circunscriben exclusivamente a los ámbitos de los saberes que ha cultivado por imperativo académico o por exigencia profesional.

En segundo lugar, estamos ante una persona amante de la sabiduría, que ha sido consecuente con el objeto de su amor. Ha sabido extraer de sus experiencias vitales, y de las ajenas, enseñanzas que a todo humano pueden edificar. Así, tantas lecciones obtiene de una experiencia cotidiana, surgida junto a su hermano Genaro, así como de una conversación rigurosa con el pensador Fernández Spencer, como también de un tierno cuento que de niño escuchó a su abuela.

Y, en tercer lugar, su estilo. Su español es bien depurado, castizo. Por momentos rememora autores clásicos de nuestra lengua. Es notable el buen provecho que saca del uso de aforismos, lo cual impregna de vida gran parte del libro. Ha de ser resaltado, además, la forma suave en que se desliza su pensamiento, mediante locuciones breves. Un lenguaje sentencioso favorece a nuestro autor, sin duda el más apropiado para la captura del sentido filosófico que, en no pocos autores, se esfuma tras el empleo excesivo de palabras.

Sentencias llenas de sabiduría dejan paralizada a cualquier persona: «La cerrazón es mucho más cómoda que la apertura, pero menos afín a la verdad.» «La voluntad sin razón y sin sensibilidad es un azote.» «El que marcha en todas las direcciones (…) no avanza en ningún sentido ni ha de llegar a ningún lado.» Y así por el estilo.

En estas páginas, huelga decir, el alma se apresta al regocijo, remontándose por momentos a altos vuelos, prendida unas veces de las alas de la lechuza de Minerva, y otras, de cierto ángel poético que revolotea por doquier.

Discrepa nuestro filósofo respecto de ciertas concepciones que en torno a la naturaleza humana han enarbolado doctrinas como el marxismo, el vitalismo o el existencialismo. Postula la existencia de un núcleo vital en todo ser humano, el cual sobrevive a todo tipo de tragedia o peripecia.

¿Cuál es el personaje central, el protagonista -si es que puede encontrárselo- en «Los Secretos de la Argumentación Jurídica»? Con la venia del autor, me atrevo a declarar que el protagonismo lo ostenta aquí la Naturaleza Humana. Es el alma humana la siempre presente y la que tiende el hilo dador de sentido a la obra. En nada resulta casual que el autor optara por escribir en primera persona. Todo ser humano al leer estas páginas tendrá irremediablemente que mirarse y medirse, que contemplarse y criticarse. Vanagloriarse por momentos de sí mismo, y en ocasiones, lamentar su desnuda condición.

Este trabajo, señoras y señores, valorado desde una visión histórico-intelectual amplia, está revestido de un carácter crucialmente promisorio: en él, tímido cual una sombra, es posible captar un ente colectivo, un cierto aliento de orden generacional. Me refiero a que nuestro joven pensador se debe y se mueve alrededor y dentro de una pléyade de nuevos intelectuales que han hecho de su amor por el saber y el culto hacia los valores humanísticos, un hermoso modo de vivir.

Teniendo como asiento la Universidad Autónoma de Santo Domingo, esta fresca generación de pensadores, que ahora tiene sus ojos centrados en Alejandro Arvelo, tiene como tarea ineludible emular el esfuerzo de Pedro Henríquez Ureña y Andrés Avelino, e imprimir al pensamiento dominicano el dinamismo que ha carecido en las últimas décadas. Vista en este sentido, la obra de Alejandro Arvelo es tan solo un temprano anuncio, un arriesgado anticipo, cuando no un solemne atrevimiento anidado en un espíritu inquieto que deambula por los caminos del presente apostando al escándalo, al sacudimiento de los espíritus dormidos. (Santo Domingo, 4 de febrero de 1999).