EDITORIAL

La referencia a la modernización del país se ha convertido en el ingrediente fundamental de los recetarios ideológicos en uso en la República Dominicana durante los últimos veinte años. Palabras, optimismo, planes decenales y afanes de informatización han sucedido con pasmosa celeridad. Pero ha faltado la visión, la conciencia del horizonte y el sentido de la totalidad indispensables para pasar del ensueño a la promesa. Y mientras unos van y otros vienen, la nación deja de ser lo que debería ser.

En el escenario internacional, cada país juega sus cartas, y algunos juegan con cartas marcadas. Pero nosotros, como Tántalo, nos empeñamos en intentar lo imposible una vez tras otra. Cada grupo que toma las riendas del Estado hipoteca, delega y enajena los bienes, la capacidad de decisión y parte de los restos de patria que aún nos quedan, los cuales se supone que ellos deberían preservar y acrecer, para no maniatar a las generaciones futuras y mostrarse dignos ante el tribunal sereno e implacable de la Historia. ¿Es que esto no cuenta? ¿Es que no se tiene sentido del porvenir? ¿Acaso su optimismo sin freno los lleva a sospechar que también en ese ámbito es posible burlarse de todo y de todos?

No es subiéndose al tranvía de la hueca fraseología con la que se pretende entontecernos como nuestra nación hallará su voz y encontrará su destino en el siglo que recién se inicia. No es adormeciendo el alma con los cantos de sirena que llegan de otras latitudes como alcanzaremos el mentado desarrollo. No es disolviéndonos en una universalidad indiferenciada, en la que todo se puede hacer entrar y todo se puede hacer salir, como preservaremos el legado de nuestros padres fundadores. No es globalizándonos, ni capitalizándonos, ni mendigando dádivas, ni procurando a puro ruego y sin criterios patrióticos la inversión extranjera, ni eliminando trabas aduanales como se moderniza el país. Informatizar tugurios tampoco asegura el progreso de la República, y ni siquiera su permanencia en el tiempo. La apertura sin criterio de sus fronteras—físicas, espirituales y geopolíticas—no aporta nada a su modernización ni a su grandeza. La verdadera modernización comienza por aquello que Immanuel Kant denominó la liberación del hombre de su culpable incapacidad, es decir, la ilustración.

El cultivo de los bienes propios del entendimiento es lo único que puede devolverle la salud a nuestra nación. La preeminencia de la racionalidad occidental, debidamente orientada hacia el propio fortalecimiento, puede aportar múltiples recursos y paradigmas de todo tipo que, canalizados de la manera adecuada, podrían, por ejemplo, convertirnos en una potencia agrícola, cibernética o intelectual capaz de exportar rubros, piezas, productos terminados, libros y servicios. De esta forma, pasaríamos de ser consumidores a productores y contribuiríamos de manera decisiva a la autonomía financiera indispensable para seguir formando parte del concierto de las patrias libres y soberanas del planeta. Pero antes de eso es necesario levantar un poco la mirada y aprender a pensar en grande, lo cual supone: a) renunciar al inmediatismo que nos lleva a reinventar el país cada cuatro años, b) dejar las bravuconadas de lado, c) evitar el particularismo que reclama dar prioridad a las capillas, grupos y partidos de los que se es parte, y d) proceder con pleno sentido de la historia y asumir que los dominicanos del presente no somos los herederos de la República Dominicana, sino, simplemente, sus guardianes y sus detentadores momentáneos.

La planificación a gran escala, la revolución tecnológica y los elevados niveles de complejidad y depuración del espíritu que exhibe el hemisferio occidental son, a la postre, resultados mediatos de la cultura de la razón. Se puede operar a la perfección un coche, una computadora o una central termoeléctrica y ser, al mismo tiempo, un perfecto primitivo. La sola técnica no humaniza ni constituye un valor en sí misma. Lo que engrandece a pueblos e individuos no es la posibilidad de uso o abuso de las máquinas, sino su capacidad para crearlas y mejorarlas, y aquí es donde la creatividad y la innovación son facultades que pueden adiestrarse mediante una práctica inteligentemente orientada. Pero para que eso acontezca, es preciso hacer de la investigación y del aprecio por los bienes del entendimiento una de las actividades centrales del Estado. Hay que invertir mucho dinero, y sin la esperanza de resultados inmediatos y altisonantes; hay que hacer proliferar los laboratorios de ciencias aplicadas; propiciar el encuentro de las masas con los secretos de la Lógica y de la Metodología; instituir premios nacionales al diseño industrial, la invención y la investigación científico-técnica; organizar congresos anuales o bianuales, ferias y equipos multidisciplinarios en cada uno de estos ramos, así como tomar las previsiones pertinentes para que el descubrimiento, la creatividad y la investigación se conviertan en medios de movilidad social y de reconocimiento.

Es posible, pues. Cuando hay voluntad siempre hay un camino. Nuestra nación ha demostrado estar dotada de un extraordinario potencial que abarca los más variados ámbitos de lo humano (deportes, pensamiento, literatura, determinación, producción científico-tecnológica) con escasísimos medios y casi ninguna fuente de estímulo. Los miembros de la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo creemos firmemente en la nación y sus posibilidades, y en la viabilidad de estas propuestas. De ahí la decisión de presentar a la República este número monográfico en torno a un puñado de tópicos relativos a los modos en que ha de abordarse la cuestión y que, de paso, constituye una manera sutil de mover su atención hacia los frutos maduros de la Maestría en Epistemología y Metodología de la Ciencia que desde hace algún tiempo venimos ofreciendo.

Para llegar a ser lo que tenemos que ser y preservar lo que queda del legado de nuestros patricios de ayer y de hoy, es necesario prestar atención a la investigación, la creación y la innovación tecnológica, sin descuidar incluso el desarrollo de tecnología altamente avanzada. En un mundo que parece haber perdido todo sentido de respeto por la dignidad humana y por el derecho de las naciones militarmente débiles a determinar su futuro al margen de tutela ajena, es justo que la dirigencia política de la nación y los intelectuales orgánicos de la República asuman de una vez y para siempre que ni la razón ni la virtud mandan en el mundo.

Vivimos el reinado de la mera fuerza, en el que el poder de muerte parece ser el criterio por excelencia a la hora de determinar qué es lo justo, lo bueno o lo útil. Con poemas no se detiene un regimiento, ni orquestando piezas lógicamente irreprochables se detiene el avance de los adversarios naturales de nuestro país. La historia es maestra de la vida.