El problema del arte y de la estética parece, bien sencillo. Tiene todas las apariencias de condensarse en un único problema.

 

Se trataría, al parecer, de una única pregunta: ¿Qué es lo que confiere a un objeto o a una obra el distintivo de obra de arte? ¿Qué es lo que hace que algo producido, creado constituya un hecho o un acontecimiento artístico?.

 

Lo cierto es que el problema estético insiste a pesar de toda voluntad movilizada en suprimirlo, y la obra de arte reaparece, con insistente terquedad, a pesar de que quisiéramos evitarnos su sola mención; lastrada, por lo demás, de excesivas connotaciones añejas, propias y específicas de estéticas y de filosofías del arte hoy cuestionados o ya periclitadas. Pero la irritante e inoportuna aparición de una obra de arte, por su simple presencia, resucita la muy vetusta cuestión. Y esto sucede tánto en relación a objetos de la más cercana actualidad como con otros que, procedentes de la tradición, se implantan majestuosamente en nuestro mundo presente, en soberbio desafío de las distancias espaciales y temporales.

 

En medio de la maraña y claroscuro de las obras y producciones que constituyen la cosecha propia de una determinada coyuntura musical, pictórica, arquitectónica o literaria resalta de pronto, en medio de toda suerte de trampas y de celadas que el tiempo presente lanza con el fin de oscurecerlo, el brillo y la refulgencia de la obra artística. Un brillo que, quizás, exige tiempo y paciencia para que resplandezca en el firmamento de manera estable, duradera. Un brillo que, con suma facilidad, se confunde con la mentida refulgencia del

 

«falso pretendiente» a la titularidad de obra de arte.

 

Del mismo modo como la filosofía se ve siempre acompañada de su sombra, la sofistiquería que pretende hacerse pasar por tal, así también el arte posee también un gemelo espúreo que le acompaña; no hay obra de arte sin su réplica falsificada, o sin aquel objeto que constituye el «falso pretendiente» a esta denominación; en ocasiones, en determinar que ese «monedero falso» constituye una verdadera obra de arte. En todas las épocas se ha producido esa confusión; sólo el paso del del tiempo permite alcanzar al respecto una, por lo demás, siempre percaria e inestable claridad.

 

Se podría, entonces, radicalizar la pregunta sencilla con que iniciábamos esta intervención. Se trataría de preguntar no tánto lo que distingue la obra de arte de la obra del común, sino lo que permite diferenciarla de su sombra, la obra que, sin ser obra de arte, pasa por serlo, es decir, aquélla que no siendo obra de arte, puede sin embargo parecerlo.

 

¿Qué es lo que impide distinguir entre la obra de arte y la que, no siéndolo, pudo pasar por tal porque parecía serlo? ¿qué es lo que explica que esa claridad no sea meridiana desde el principio, o sea incluso, con el paso del tiempo, un constante claroscuro amenazado siempre de negros nubarrones? ¿Qué es lo que hace que no sea posible con ninguna suerte de facilidad discriminar entre la verdadera obra de arte y su «falso pretendiente», la obra que parece ser obra de arte y no lo es?.

 

Podríamos preguntar, por tanto, si existe algún criterio que permita diferenciar la obra de arte de aquella (obra, objeto o lo que sea) que, no siéndolo, se

 

Filósofo Español participante en el Primer Congreso Dominicano de Filosofía. Autor de más de 25 libros. Tiene 30 años de reflexión filosófica.

presenta como si tal cosa fuese; aquella obra que no es obra de arte pero que lo parece. Nos situaríamos, en consecuencia, en un marco problemático semejante al que, en la búsqueda de un criterio diferenciante entre la filosofía y la sofistica, condujo la reflexión Platón en uno de sus diálogos más memorables, El sofista. Sólo que aquí se llevaría el mismo problema a otro ámbito problemático: el que nos exige diferenciar entre el objeto artístico y su falso pretendiente. O entre lo que verdaderamente es (obra de arte) y lo que no lo es pero parece serlo.

 

fa Se trata de lidiar con una dificultad de mucha enjundia; de la obra de arte y el acervo común de obras y objetos que, en general, pretendan o no pretendan presentarse como obras de arte, quieran o no quieran suscitar el juicio estético, no pueden acceder a esta denominación. Ahora se trata de hilar fino y de tematizar la distinción entre las obras de arte y aquéllas que, en su factura, en sus maneras, en su estilo, evidencian una expresa «voluntad» por «aparecer» como tales; o que se presentan «como si fueran» obras de arte, si bien a la larga deberán ser justamente expulsadas del Olimpo en el cual éstas habitan… «As.

 

MOCHA THY En cierto modo toda obra de arte es un mundo. Y ese carácter va desvelándose en la recepción, y en las sucesivas interpretaciones que desencadena, a través de las cuales se va descubriendo, o reconociendo, la pauta interna que constituye tal obra en un «pequeño mundo». Es más: toda obra de arte refleja el mundo en el cual se implanta. Lo descubre, lo pone al descubierto.

 

409 Eso no sucede en la obra que mimetiza a la obra artística, o que pretende ser tal sin serlo, o que parece serlo pero no lo es. En ella no hay tal descubrimiento del mundo; ni puede ser determinada como microcosmo. No se ensancha genéricamente nuestro conocimiento (de nosotros mismos, de nuestra condición mundana) a través de ella, aunque en la coyuntura de su surgimiento puede quizás parecerlo. Tampoco el disfrute o el goce se consolida de tal modo que puede una y otra vez producirse, como sucede en la recepción de la verdadera obra de arte. ana

 

Las obras que parecen ser artísticas sin serlo suelen producir ese efecto, esa ilusión verdadera «ilusión trascendental» de toda estética y de todo arte, en las coyunturas de su implantación. Son obras coyunturales que saben, por lo general, responder de un modo inmediato a un determinado «espiritu del tiempo» (de época, de un determinado presente histórico). Pero

 

que no pueden resistir la erosión y la gran prueba del tiempo.

 

El falso pretendiente al rango de artisticidad no resiste esta prueba. Açaba siendo «falsada» (para decirlo en términos de Karl R. Popper) a través de esta prueba del tiempo, o prueba histórica, que constituye su verdadera reválida.

 

Las obras de teatro de Benavente o de Echegaray pudieron parecer, en su tiempo, verdaderas obras de arte. Pudieron incluso permitir que sus autores accedieran al rango máximo dentro de la meritocracia de la literatura (el premio Nóbel, en el caso de estos escritores). Pero la prueba histórica, la prueba del tiempo, ha demostrado de manera fidedigna el error de apreciación que pudo haber en determinada coyuntura literaria: la que permitió hacer pensar a cierto jurado literario que se trataba de dos grandes creadores de la literatura, o de dos aurtores de teatro de nivel verdaderamente artístico.es

 

De hecho se ha intentado, a veces, combatir esa perenne injusticia que tiene por causa lo he llamado que «efecto de coyuntura» mediante una radical inversión de ésta. Como si el verdadero artista, el genuino creador, precisamente porque trasciende ese efecto conyuntural, apuntando más hondo (las fuerzas ocultas de la propia historicidad, o de la época en que trabaja, que son las que a través de sus obras revela), fuese perpetuamente una víctima sacrificial de los juicios en curso en el tiempo de su presencia. 22

 

Los románticos, provistos de su teorizada ironía, combatían el desertizado presente en que habitaban, todo él en manos de los filisteos, o de los mercaderes del templo, o de los sacerdotes de la situación; y lo hacían en nombre de una trascendencia estética que en su obra debía plasmarse. El genio artístico no era, propiamente,» de este mundo», si bien era capaz;,, desde su excéntrico no-lugar, de denunciar las miserias del hic et nunc. El genio era, por consiguiente, un personaje que, como el «albatros» de Baudelaire, no podía elevar su vuelo en razón de la gran dimensión de sus propias alas.

En los tiempos modernos, en el siglo XX, esta ideología del genio ha tenido su desgarrada reválida en la concepción del artista maldito, expulsado de su sociedad como chivo expiatorio, condenado a transitar los bajos fondos o a los suburbios del imperio, o a buscar paraísos naturales o artificiales, siempre perdidos, en viajes exteriores a las más lejanas islas o en viajes interiores hacia las regiones del opio y del hachic.

 

En las vanguardias y neovanguardias esta figura del artista maldito, última floración del genio incomprendido romántico, ha vivido sus horas de máximo explendor; aunque también, quizás, unas horas ya de crepúsculo. La exclusión social y el silenciamiento general serían, así, síntomas fehacientes de la dignidad estética de una trayectoria artística o de una obra de arte.

 

Personajes como Antonin Artaud, Jean Genette o Fernando Pessoa, en sus diferentes estrategias por hacer frente a la mediocridad normalizada general, o a la mediocridad de los falsos sacerdotes del templo estético, o al dominio y predominio sobre las obras potencialmente artísticas de los mercaderes o de los poderes terrenales, son figuras de gran validez que ‘podrían dar alas al intento de convertir el «malditismo» en genuino criterio estético.

 

Lo mismo podría decirse de humoristas insignes, o grandes perezosos activos como Marcel Duchamp. O de personajes víctimas de sus propios descalabros políticos, como Celine. de aventuras artísticas que, al producirse en los extrarradios o en dominios periféricos y provincianos de los grandes centros de decisión política, cultural y estética, han retardado más de lo justo y de lo conveniente su presencia en el mundo artístico y literario.

 

La resaca postmoderna respecto a estos criterios implícitos, la desazón que esta erección del «malditismo» en criterio estético, con toda su avalancha de «falsos malditos», últimas versiones del eterno ‘falso pretendiente» al rango estético, pueden conducir a una desgarrada inversión de este criterio. Artistas, escritores y críticos, sobre todo en la fenecida década de los ochenta, la década «postmoderna» por antonomasia, han estado tentados de promever esa inversión.

 

Conscientes de que el malditismo constituía la última versión de la estética postromántica, o del último frente «neovanguardista» de las estéticas modernas, propendían a cuestionar no sólo ese criterio concreto sino, con él, todo posible criterio estético. Del victimismo inherente a la ideología estética del maldito, con toda su retórica de subversión revolucionaria y underground, fueron tentados por una cínica asunción de los criterios fijados por el “sistema” (económico, político, meritocrático), defendiendo a viva voz la muerte definitiva de todo criterio estético (y del arte como tal; o de lo que con esta noción se entende desde

 

mediados del siglo XVIII).

 

Del victimismo pasaron, pues, al cinimo, en una doble estrategia: aceptar desgarradamente que el «sistema», en su omnipotencia, no permite otro criterio que cl que establece desde sus propios intereses políticos, económicos y/o sociales; y cuestionar radicalmente, desde postulados nihilistas, la posibilidad misma de crigir algún criterio estético, o alguna suerte de diferenciación entre la obra artística y la chapuza, o entre el arte y su falso pretendiente.

 

Lo cual durante la «postmoderna» década de los ochenta fue particualrmente difícil. La «adulteración» era la regla; y la propia excepción que pretendía denunciarla podía quedar también contaminada por una general reconversión de todo objeto, estético o no, en objeto de masivo consumo. Esto afectó particularmente a zonas sensibles de la creación, como la pintura, la música popular o más recientemente la arqitectura o la novela.

 

El apasionamiento «estético» de los poderes terrenales, el poder político (con su necesidad de generarse escenarios para su propia exhibición) y el poder económico (en una fase de mercado mundial muy avanzada), llevó consigo una general y masiva aceptación de todo arte, tradicional o de vanguardia; y a una correlativa «estetización» general de la existencia, en lo que han tenido su papel preponderante los medios de comunicación masiva.

 

La estética ha corrido el alto riesgo de «morir de éxito», o de encontrar su calvario en su propio Domingo de Ramos. Exaltada hasta el paraxismo por todos, celebrada la obra de arte» como fetiche de una sociedad plenamente secularizada, sacralizado el artista genial, del pasado y del mundo moderno, como auténtico sacerdote, esta sociedad de masas ha encontrado en el consumo masivo de objetos estéticos su más adecuado sacramento.

 

Fue en esos tiempos próximos cuando se planteó, seriamente, en razón de las circunstancias saladas, la necesidad de revisar radicalmente la noción de arte acuñada por la estética; incluso la posibilidad de desprenderse de la noción y de su correspondiente teoría. Planeó, por tanto, la cuestión relativa a la «muerte del arte», que en cierto modo había sido ya anticipado por Hegel, y que la neovanguardia radical, así Marcel Duchamp, parecía haber reavivado.

 

A ello se añadió, además, el inmenso poder»mediato», que en esa década comenzó a incidir en los más escondidos recintos de la cultura, hasta el punto que se llegó a pensar que el ser o el existir mismo de toda producción cultural era una simple función de su comparecencia en los media (particularmente en los medios televisivos). Eso mismo determinó la paulatina sistemática absorción de todo objeto potencialmente y artístico en un objeto de inmediato consumo a través de los poderosos medios difusores de ese «cuarto poder» que algunos concebían ya como primero y preponderante.

 

Sólo que, también en este universo telemático, resurge de forma espontánca e inesperada el criterio estético. Basta, para ello, contemplara en video en la pequeña pantalla los magníficos spots publicitarios de Ridley Scott (el realizador de obras cinematográficas insignes, como Blade Runner) para que ese criterio, por mucho que lo queramos suprimir, no hace sino reaparecer cada vez que emerge la obra artística, haciendo enmudecer siempre, con su sóla presencia, a los mentidos pretendientes a ese rango.

 

Pues la obra de arte tiene esta virtud: su sóla presentación es, virtualmente, el argumento único y concluyente en relación a su posible confusión con su mistificado pretendiente. He dicho «virtualmente’ con intención. Pues la tremenda desventaja que puede poseer es, a veces, el mismo discreto modo en que se presenta, lo que no facilita precisamente su advertencia en la recepción que la confirma y convalida.

 

Esa discreción de la obra artística, su presentación como obra común, como objeto que «no desentona» radicalmente en relación a su propio entorno, es bastantes veces, un rasgo de su carácter. Frente al estridente modo de «aparecer» del falso pretendiente, que en nuestra sociedad telemática y y masificada asume por lo general una gesticulante forma de hipnótica inmediatez, o de sobredosis de la cultura que Benjamin caracterizó como cultura del shock, la verdadera obra de arte de nuestra época, de la época de masiva reproducción tecnotelemática y tecno-estética de las obras, puede correr el riesgo de pasar «desapercibida».

 

Hasta podría decirse que entre la obra artística y la que parece serlo se produce una irónica inversión; la llamaré la «ironía estética» inherente al hecho artístico. La verdadera obra de arte no suele presentarse como tal, no tiende a expresar en su presentación, sino que suele hacer su aparición como obra del común; en cambio su falsificación rival, la obra que parece ser

 

en sus artística sin serlo, tiende siempre a exhibir, maneras, en sus formas de aparecer, en los procesos creadores plasmados en ella y en el resultado final, esa pretensión de ser justamente aquello que bajo ningún concepto es, pero que puede parecerlo.

 

Y la recepción, a la corta o a la larga, acaba por sacar sus conclusiones de ello; pues siente al final como una estafa lo que se le ofreció inicialmente com una promesa. Puede que, empujada por la misma dinámica, acabe hallando al fin, aunque tardíamente, aquella obra que, en el ruido ensordecedor de la recepción coyuntural, pudo acaso presentarse de manera discreta y sin amplificadores mediáticos. Y es que esta última tiene calado para su propia sobrevivencia, mientras que la primera cae fulminada ante la primera y definitiva decepción generalizada que pueda provocar.

 

En este sentido la verdadera obra de arte posee una fragilidad muy grande, pero cualitativamente distinta de la propia del sucedáneo. Este se consume en su propia finalidad, que es el consumo. En nuestra sociedad ese consumo es masivo, generalizado. La gragilidad de la obra artística, su «mala salud de hierro», deriva de su propia instalación, a la vez plenaria y precaria, en la coyuntura del presente.

 

De hecho siempre trasciende, virtualmente, la coyuntura de su propia implantación, sacando a luz fuerzas oscuras, y ocultas, que sostienen tal coyuntura, pero que hacen de ésta siempre la punta emergente de un iceberg que, a primera percepción, puede confundirse con una isla apacible. La obra artística se revela en su capacidad de sacar a luz algunas de estas fuerzas decisivas. Es, siempre, desveladora, o «desocultadora» (como diría Heidegger). Implanta esa «desocultación» (de la alétheia, verdad en griego) en nuestro mundo, mostrando la realidad profunda de éste. O como dice Heidegger, «pone en obra, La Verdad».

 

Y eso sucede con el sucedáneo, cuyo apego a la coyuntura de su surgimiento es radical, de tal suerte que vive y se consume en ella. De hecho es, de nuevo, la «prueba del tiempo» la comprobación decisiva en la discriminación entre la obra artística y su falsificado pretendiente.

 

En la obra artística se asume un pasado que en ella cuaja y cristaliza y se postula un futuro que trasciende su propia presentación. Y ello está inscrito en la naturaleza misma de la obra, de manera que la prueba de convalidación en la recepción es, tán sólo, una prueba indirecta, a posteriori. Toda verdadera obra de arte

revela la unidad latente en los tres «éxtasis» temporales; echa lazos con el pasado, con la tradición en que se inscribe, que en ella es siempre, convenientemente, recreada. Pero está, así mismo, o por lo mismo, «preñada» de futuro. Un futuro que la recepción termanará convalidando.

 

Ello explica su siempre condicional «inmortalidad», o su capacidad, o poder, de resurgir, re-suscitarse. La verdadera obra de arte, precisamente porque asume toda ella su naturaleza y condición mortal, se abre a la posibilidad de una resurrección que en la recepción activa termina casi siempre produciéndose.

 

En este sentido toda verdadera obra artística es siempre arte povere. Asume un minimalismo que no necesita soflamas estéticas para mostrarse. Hace acto de presentación en el mundo bajo mínimos con el fin de sugerir una recámara de máximos. No se ofrece ni se entrega al primer golpe de vista, por mucho que sucle a veces generar, en la recepción, amores de esa naturaleza.

 

Posee siempre una infinita capacidad de seducción. Pero obliga siempre a repensar y redefinir lo que por tal expresión, hoy muy en boga, entendemos. También en las artes de la seducción es preciso llevar a cabo la criba entre la que asume la obra artística y el sucedáneo. En éste la capacidad seductorea está prendida e hipotecada a la naturaleza hipnótica y paralizante que toda actualidad ofrece.

 

La magia y el hechizo de la obra artística, su particular capacidad de encantamiento, se hallan en estrecha trabazón con su propia capacidad crítica. Ya que la obra artística, a la vez que ofrece provoca hechizo, parece también el conjuro respecto a éste. Es, a la vez, mitificante y desmitologizadora. Encierra dentro de sí los elementos suficientes para su propio autocontrol, que la recepción testimonia.

 

Hoy día se habla mucho de corrección, de lo «políticamente correcto». También podría hablarse, a este respecto, de lo «estéticamente correcto». Quisiera, pues, promover aquí otra importante distinción que nos permita ahondar en este método de ir cercando hasta localizar la caza que constituye nuestro objetivo (la obra artística); y ello mediante la sucesiva eliminación de los falsos pretendientes.

 

Ahora se trata de distinguir, entre la multitud indefinida de obras del común, aquéllas que pueden, de derecho, pretender a la denominación de obra de arte de aquéllas que nos asaltan de otro modo que el

sucedánco o el producto adulterado. En este caso sc trata de obras que sobresalen del conjunto por su extremada correción.

 

Se ha observado con frecuencia que las verdaderas obras de arte no son, en muchas ocasiones, un dechado de ‘perfecciones». O que no pueden ser conceptuadas, ante y sobre todo, por el atributo de la «perfección». Obras verdaderamente culminantes como el Quijote o Hamlet pueden, incluso, revelar manifiestas «imperfecciones». En mi análisis de la película Vértigo de Alfred Hitchcock, película insignc a la que tengo por una de las cumbres de la producción cinemategráfica de Hollywood, he insistido en el carácter «imperfecto» de la obra; en decisiones de guión y de estructura del film altamente discutibles.

 

Pienso que en toda gran obra de arte existe, junto a su principio interno de organización, un principio, también interno, que se le opone. La pauta artística a la que voy refiriéndome es algo en nada unívoco. Y los hechos vivos tampoco los son. La vida está hermanada a la muerte; eros a thanatos. Freud habla, con razón y profundidad de una lucha entre el principio de sobrevivencia y las oscuras tendencias de desintegración que opcran en todos los seres vivientes. Y no es necesario apelar al sombrío segundo principio de la termodinámica para refrendar estas observaciones.

 

En toda verdadera obra de arte se da exposición sensible a esta lucha. Y se hace a través de la forma en la cual tal exposición se produce. Ha de mostrarse el combate por el predominio en la obra, de estas dos grandes potencias. Esas potencias ontológicas que en un libro que acabo de publicar, titulado La Razón Fronteriza, llamo potencias conjuntivas y disyuntivas; que por supuesto operan en el ámbito de la estética, proporcionándole la sugerencia de su propio, y postulado, criterio de artisticidad.

 

Una obra que deje en radical ocultación uno de estos poderes, rompiendo así su tensa y necesaria relación (de naturaleza heraclítica), difícilmente puede acceder al rango de obra artística. Y en las obras perfectas, o de extremada corrección, sucede que todo parece decantarse hacia uno de los polos (el conjuntivo). Creo que al fin tocamos fondo en la cuestión relativa al criterio estético. Creo que en este punto es importante detenerse.

 

La verdadera obra de arte debe revelar en su propia forma expositiva la lucha entre esas dos potencias, conjuntiva y disyuntiva, cuyo carácter es, en última

instancia, ontológico. En toda verdadera obra artística esa lucha ha de estar presente en su propia forma de exposición: en la disposición que propone, en el complejo mensaje que emite; o en la articulación de signos que, con este fin, pone en juego.

 

Ya en su aspecto puramente sensible y formal, el que se da de un modo inmediato a continuación al receptor, tal conflicto inherente a «la cosa misma» debe estar presente.

 

En esc libro La Razón Fronteriza, señalo que esa lucha entre esos dos poderes constituye lo característico de la esencia misma, de un esencia que concibo como la propia de lo que desde los griegos llamamos «ser», y que yo pienso como ser del límite. Aquí se descubre la pertinencia de esa reflexión en el ámbito de lo que estoy proponiendo com debate y discución: la difícil tarca de despejar el interrogante relativo a la necesidad de postular un criterio estético.

 

La sóla potencia conjuntiva es insuficiente. Esta es, quizás la únca que fue contemplada por las estéticas tradicionales. No así por las verdaderas obras de arte del período, que revelan siempre, estilizada, sublimada, la potencia de la disyunción. En la modernidad se advierte la completa inversión del predominio de una y otra potencia. Hasta el punto de que muchas teorías estéticas entronizan, a través de categorías negativas (deformación, desintegración de la forma, desfiguración, desorganización y caos), la potencia disyuntiva como aquélla que permite que una obra sea artística en el mundo de la modernidad.

 

En el supuesto de que sólo si asume su «condición moderna» puede ser artística una obra que se implanta en el mundo propio de la modernidad. Y en esa condición moderna prevalece cierto culto relativo a una potencia disyuntiva elevada al rango de fetiche; o de verdadero criterio estético. Sólo que esta generalización y abuso de criterios de negación ha ido generando, a la larga, una tradición y un arsenal de formas y de signos que, independientemente de las pretensiones estéticas de creadores o críticos, han actuado como potencias conjuntivas; de modo irónico y paradójico pero enormemente efectivo.

 

Como se dice a veces, hoy el gesto de Marcel Duchamp relativo a la desacralización del objet d’art, (bigotes de la Gioconda), o la presentación del ready made, lejos de ser un gesto disruptivo y revolucionario que hace emerger una inmensa potencia de disyunción, constituye más bien la norma general: el billete y el peaje

 

para arribar al mundo de lo «estéticamente correcto» En cambio puede tener, en ocasiones, cierto carácter disruptivo e intempestivo alguna suerte de neofigurativismo perverso, comoel que desencadenó en su día el movimiento «hiperrealista».

 

En las estéticas modernas y postmodernas se ha tendido siempre a promocionar la potencia disyuntiva como auténtica pauta estética. Y ello en detrimento de una elaboración. Esto ha sido contradicho por las verdaderas obras de arte del período, en las cuales, a pesar de los propios postulados estéticos que decían seguir, han mostrado siempre a través de la forma, o de la implantación en el contexto, o en el mundo, del acontecimiento artístico, esa conflictividad originaria, de carácter ontológico, entre la potencia disyuntiva y la conjuntiva.

 

En este sentido contrastan las estéticas de las vanguardias y las neovanguardias, todas ellas cifradas en resaltar los elementos de disrupción en ralación a cualquier forma de ordenación conjuntiva, y las verdaderas obras de arte que surgieron a través de esos postulados estéticos. No así en lo que se refiere a obras epigonales, puras consecuencias de las premias estéticas. Pero las obras de arte tienen siempre capacidad de transgredir, sea por la vía perversa, irónica o metonímica, a través de su dominio de las figuras retóricas, sus propios postulados estético.

 

Y así obras como «El Gran Vidrio» o «Etant données» de Marcel Duchamp se hallan a años luz de las propias humoradas más o menos dadaístas de su autor, como su boutade relativa a los ready made. Como mostró Octavio Paz en Apariencia desnuda, o yo mismo en la última parte de Los Límites del mundo, la dimensión simbólica de esas obras trasciende por entero el marco limitado de los postulados estéticos que asume; una dimensión simbólica que sabe articularse sabiamente con una ironía y un humor de alta comedia.

 

En general un buen modo de calibrar la valencia estética de una obra, sobre todo en el episodio moderno, tán poblado de programas y manifiestos, consiste en advertir la capacidad que la obra tienen de subvertir y pervertir, por su sóla presencia, los propios postulados conscientes que su autor haya querido desarrollar a través de ella.

 

Como dijo Schelling, la obra de arte, aunque procede del proyecto consciente de un sujeto creador, es en sus resultados un producto que rebasa la consciencia, o que posee efectos reales que trascienden

 

toda previsión y pronóstico consciente en sus resultados; siempre y cuando la obra sca, ciertamente, artística. Eso significa que, en cierto modo, la obra de arte «se escapa de las manos» de su propio progenitor; plasma, en todo caso, fuerzas y dinamismos de éste sepultados en lo el romanticismo, y luego el psicoanálisis, definieron como «lo inconsciente». que

 

En ello se distingue de la obra simplemente correcta, de la obra epigonal, o de aquélla que se limita a seguir de forma escolástica un programa formulado o implícito (sea el programa implícito del barroco o del manierismo, o el más explícito del romanticismo, del realismo, del naturalismo, del modernismo, o de las grandes vanguardias del siglo XX).

 

Esa erección de la potencia disyuntiva en pauta estética es, quizás, la gran inversión de valores que constituye la auténtica novedad del arte del siglo XX, el que asociamos a términos como «movimiento moderno» y «modernismo». Si el arte tradicional hasta esas fechas había buscado siempre una pauta estética de naturaleza conjuntiva (fuese en última instancia Dios o la subjetividad genial romántica), una pauta cifrada en categorías como lo bello o lo sublime, puede decirse que en el modernismo contemporáneo esa pauta es dislocada y des-construída, al menos en intención consciente.

 

Se crige, con suma frecuencia, como pauta un anticriterio erigido como verdadero criterio: la desintegración formal, la vuelta al caos, el desquiciamiento, la deformación o lo siniestro convertidos en pautas cstéticas dia-bólicas. Pero esa inversión, como tantas veces señala Heidegger, no hace sino insistir en la propia estructura de términos y conceptos de aquello que se quiere y pretende girar al revés.

 

Importa, por esto, de cara al próximo siglo y milenio, aventurar un paso más en relación a esta tónica general, común a modernismos y postmodernismos. Hoy estamos en condiciones de dar ese paso adelante, que en principio debe consistir en una reasumción de ambos principios, el conjuntivo tradicional y el disyuntivo moderno y postmoderno, a partir de una teorización más potente que eleve ambos a un plano diferente, destacando aquello que esos principios, ya tradicionales, tienden a ocultar: la tensión y la lucha inherente a esos dos principios, como lugar a la vez de encuentro y diferenciación.

 

Tal tensión y lucha es, de hecho, el auténtico criterio estético que aquí se propone. Un criterio que tiene

 

validez, a mi modo de ver, tánto para reconocer el diferencial artístico de obras de la tradición como para advertirlo en las obras o antiobras del modernismo y del postmodernismo. En toda gran obra artística, sea ésta del campo artístico que sea, musical, pictórica, arquitectónica o literaria, esa pauta se destaca como aquélla que puede dar cuenta de la artisticidad de la misma. Y esto es independiente en relación al nivel de consciencia respecto a lo estético que pudiese existir en su configuración como obra.

 

De hecho la conciencia estética es algo muy nuevo: algo que se insinúa en la tratadística renacentista, manierista y barroca y que estalla plenamente hacia mediados del siglo XVIII. Pero eso no es obstáculo para que, una vez alcanzada esa forma de consciencia, pueda usarse, con todas las precauciones del caso, para proyectarse sobre toda obra, del pasado o del presente, en el que la artisticidad esté presente.

 

Al principio tal proyección dio lugar a la creación de ese «mundo aparte» en el que funciona el sujeto y la conciencia estética, y que tiene su plasmación en un espacio peculiar, el museo imaginario o real del fruidor estético. Gadamer ha dedicado páginas reveladoras a la explicitación de esa conciencia en su libro Verdad y método.

 

Pero hoy empezamos a estar curados de esa enfermedad infantil consistente en la configuración de la conciencia estética como una conciencia separada de las condiciones mundanas; o empezamos a estar avisados por la advertencia vigilante, relativa a la fenomenología existencial heideeggeriana o a la hermenéutica gadameriana, sobre la exigencia de concebir siempre la obra artística implantada en su propio mundo.

 

Y sin embargo el criterio estético mantiene, de forma renovada, su necesidad de ser y de existir, más allá incluso de esas primeras formas de presentarse la conciencia estética o estetizante. Hoy como ayer algo (-x) sigue distinguiendo y diferenciando la obra de arte de la obra del común; la obra de arte de su adulterado pretendiente; la obra verdaderamente artística de la simplemente correcta o epigonal; o la verdadera obra de creación de la chapuza, o de la obra que sigue puntualmente los dictados de una moda, de una coyuntura estética o de un programa estético que pueda parecer novedoso. Y ese algo (-x) es lo que hace plantear de nuevo la pregunta por el criterio distintivo de la obra artística.

En relación a lo cual he aventurado una respuesta, capaz quizás de despejar la incógnita: la exposición en la forma misma de una obra, en aquéllo que nos transmite y comunica, en los medios a través de los cuales se expresa, en su implantación en un contexto mundano, de esa lucha inherente a las dos potencias, estéticas y ontológicas, que constituyen la potencia conjuntiva y la potencia disyuntiva, sin privilegio hermenéutico alguno de ninguna de las dos.

 

A diferencia de las estéticas postmodernas inspiradas en las doctrinas des-constructivistas, que asumen el principio disyuntivo como principio vergonzante, con un énfasis menos ampuloso y sonoro que las vanguardias, y su recurso al instante de éxtasis de la ‘gran revolución» (marxista, dadaísta o surrealista), intento aquí erigir ambos principios disyuntivos y conjuntivos en su inherente tensión y conflictividad, como criterio estético general; en el convencimiento de que la vía disyuntiva (que señala siempre hacia lo desquiciado en el tiempo y el lugar) ha tocado fondo en su recorrido.

 

He esbozado, pues, un posible criterio estético, que es de hecho una definición, de lo que es una obra artística. Esta consiste en una obra (en el más amplio sentido del término) que exhibe, en la forma sensible misma en que se implanta en el mundo, esa lucha entre la potencia disyuntiva y la potencia conjuntiva que tiene, en última instancia, relevancia ontológica. Se expone y exhibe el ser, un ser que defino como ser del límite, y que se halla determinado esencialmente por esas dos potencias en lucha; y lo hace a través de una forma sensible.

 

Y ese conflicto o esa lucha, en tal contexto formal simbólico, adquiere una particular transfiguración. Se revela como un juego, tal como Schiller supo genialmente advertir en sus Cartas sobre la educación estética del hombre. Un juego, pues, de formas en el que se trans-figura la lucha ontológica entre las potencias conjuntiva y disyuntiva. Tal es, a mi modo de ver, la definición de lo que constituye la obra de arte.

 

Esa forma sensible, al estar mediatizada por el conflicto entre la potencia conjuntiva y la disyuntiva, es una forma nítidamente diferenciada de la simplemente correcta o incluso «perfecta». Se halla al borde mismo de su posible deformación, o de su desintegración como forma, ya que en ella opera un principio corruptor al

 

que he llamado disyunción. Este es el punto más profundo de la estética de T.W. Adorno: un punto que conviene retener de la Teoría estética de este pensador. Sólo que la potencia conjuntiva revela un dominio ulterior liminar de esa potencia, que sin embargo es, como tal dominio, precario y deficitario; y en el límite fracasado.

 

Esa forma debe revelar, por tanto, ese conflicto como tal conflicto. Y debe expresarlo a través de una forma capacitada para una comunicación sensible que opere de manera directa sobre el sensorio del receptor. Y que además, en la forma misma, sea capaz de transmitir de modo inmediato, aunque de manera «indirecta y analógica», un arsenal de significaciones que en la propia forma de la obra se hallan presentes y patentes.

 

Tal forma es, en suma, una forma simbólica preñada de significaciones múltiples, en la que la lucha entre las dos potencias, conjuntiva y disyuntivas, queda expuesta de modo sensible, y queda así mismo esa lucha tras-figurada en juego. Esas significaciones complejas, presentes en la obra de arte, son las que su forma simbólica revela y muestra.

 

Se trata, en suma, de una forma que pone de manifiesto, a través de símbolos,esa lucha ontológica entre la potencia conjuntiva y la disyuntiva, transfigurádola en juego.

 

En el símbolo, como dijo Kant, se exponen sensiblemente lo que este pensador llamó ideas estéticas. El lenguaje y la escritura en que la obra de arte se implanta en el mundo y en su época es, pues, un lenguaje y una escritura de naturaleza simbólica. Toda obra de arte, sea musical, arquitectónica, pictórica, escultórica o literaria, constituye un jeroglifo simbólico, sensiblemente expuesto, de ideas estéticas; las cuales, en última instancia, aluden, como referente de última instancia, a ese plano ontológico en el que operan las dos potencias, conjuntiva y disyuntiva, en relación de conflicto y lucha, sólo que esa lucha se halla, en la obra de arte, transfigurada en juego. Un juego ontológico como el que, en registro trágico, pensó por vez primera Heráclito en su referencia al Tiempo- niño (que juega a construír y destruir, como si fuesen castillos de arenas, los diferentes avatares o mundos que crea y que descrea.