EDITORIAL

El quehacer filosófico es una de las ocupaciones más antiguas de los humanos. Así como la Universidad Primada de América, y al igual que cualquiera de las religiones históricas conocidas, puede mantener una posición de preeminencia en el ambiente espiritual de nuestro tiempo, simplemente dedicándose o rememorando para recrear su pasado.

Sin embargo, ninguna otra área del saber humano ofrece un panorama tan dinámico, variado y multilateral como la Filosofía. Oleadas de escuelas y filósofos se han sucedido a través de los siglos, con sus inseparables secuelas y subsistemas de pensamiento, la formación de nuevos conceptos o categorías, su relicario de cuestionamientos e incertidumbres, y su cúmulo de intuiciones políticas y científicas. El pensamiento creativo es inseparable de la forma filosófica de conocer el mundo. La naturaleza humana, estructuralmente cambiante e incontenible, acaba por derruir o desvanecer los sucesivos intentos de explicación del cosmos (orden de cualquier tipo) y de la realidad interior de los seres humanos. El hombre, en su radical transformación, impregna todo lo que toca.

Ak’ademia pretende ser un retrato dinámico de la Filosofía. La tolerancia es su norte; la criticidad y el sentido de la totalidad, el anverso y el reverso de su rosa de los vientos. Como medio de difusión del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Ak’ademia busca ser un espacio abierto donde confluyan el pensamiento clásico y la reflexión contemporánea, las convicciones de los fundadores de la escuela filosófica post-trujillista (Andrés Avelino hijo, Tulio H. Arvelo, Lusitania Martínez, Darío Solano, Ángel Moreta, entre otros) y la nueva promoción de filósofos que ellos apadrinaron, el vuelo inmarcesible de la cualidad conceptual y la preocupación por los avatares típicos de la propia circunstancia. El absurdo no constituye bandera ni confiere derechos, salvo los que se expresan mediante el silencio.

Ak’ademia, nacida en el centro mismo de una realidad híbrida como la americana, es un producto heterogéneo. Un centauro ontológico, un junco metafísico, un maguey axiológico, que, como los zigurats babilonios, enriquecidos por la imaginación judaica, se adentran en el universo infinito, sin renunciar ni un instante a la burda riqueza del agua, a la caricia tosca de la tierra, sin menguar la búsqueda constante de aliviar el hambre de eternidad inherente a las almas sensibles. La tendencia hacia lo incondicional es la enfermedad irremediable de las almas grandes; la amplitud de su relación con el más acá de la verdad, la expresión quintaesenciada de su fortaleza interior.

Esta peculiar forma de conocer la realidad va a la reconquista de sus espacios y de sus escenarios, y no precisamente sobre los corceles de la intemperancia, del tremendismo o de las sutilezas retóricas, sino de la mano del tacto, del buen sentido o razón, y de la respuesta práctica al problema concreto. Tal como ya trazó sobre el frío mármol con su espada ardiente el patricio Juan Pablo Duarte, «la Filosofía no es una especulación; es, después de la Política, la ciencia más pura y más digna de ocupar las mentes humanas».

La Filosofía carece de color local, y aunque se redujera a su componente especulativo, nadie es filósofo de tiempo entero. Por ser, precisamente, el más incierto de los caminos inciertos -como creía Kant-, es la segura y la más breve senda de las personas hacia el único absoluto posible de la libertad: la libertad de conciencia. Si la historia es la hazaña del hombre en busca de la libertad, queda sobreentendido por qué la Filosofía ha sobrevivido a las preeminencias históricas de la Política y del Derecho en Roma, de la Religión y la Teología durante la Edad Media, de la ciencia y la revolución industrial en el Renacimiento y la época moderna, y de la sociedad unidimensional, el guerrerismo y la cibernética.

La Filosofía y la condición humana son inseparables.