Gnomos Rafael Hilario Medina

Entre los principales lugares comunes o tópicos que aparecen continuamente en la obra de Jorge Luis Borges (1899-1986), el laberinto —esa sórdida y falaz construcción que prefigura el mundo antinatural y que solo puede existir como desorden o caos— es, sin duda, el más trascendental e importante de todos. Esto no solo se debe a que es parte esencial de la temática de muchos de sus cuentos, sino también porque se percibe en la invisibilidad del estilo de su segunda etapa a través de la compleja estructura narrativa. De ahí que su obra —juego de espejos, máscaras, recurrencias y simetrías— se defina como un laberinto infinito que recrea el tema del Laberinto con técnicas propiamente laberínticas.

Los laberintos que operan en el orden descriptivo son cuatro:

• Los laberintos cerrados, que pueden ser cuadrados o circulares, están representados por cámaras, galerías y corredores. El circular es el laberinto borgeano por excelencia, ya que la idea de la circularidad remite al lector a la teoría del Eterno Retorno.

• El laberinto abierto, cuya imagen es lo vasto e infinito, está representado por el desierto.

• Los laberintos ópticos, cuya función está basada en la idea de lo falso pero también en la multiplicidad de la imagen, están representados por los espejos.

• El laberinto onírico, que encierra y abarca a todos los anteriores («El sueño es una forma del laberinto y de la continua perplejidad de la existencia»).

Así pues, el laberinto —subraya Nicolás Rosa— es siempre infinito, puesto que es inconmensurable; su existencia contamina las probabilidades del pasado y del porvenir.