Prof. Ramón Leonardo Díaz

A Rolando Tabar,

Cuando abandonamos nuestra propia razón y nos contentamos con confiar en la autoridad, nuestras dificultades no tienen fin. ¿La autoridad de quién? -Bertrand Russell (11)

Sin embargo, la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y adhesión de la razón, sino en un acto de reconocimiento y conocimiento. -Hans-Georg Gadamer (2)

Con el surgimiento de la modernidad, una nueva idea del mundo comenzó a gestarse en la cultura occidental. Mientras el paradigma medieval se resquebrajaba, los supuestos filosóficos del quehacer intelectual eran seriamente cuestionados. Esto no tanto por ser las bases de una cultura en crisis, sino por la posibilidad de ser sustentadores de una nueva cultura, de un nuevo horizonte conceptual para nuevos sujetos históricos.

Los criterios de validación relacionados con esa comprensión del mundo también entraron en crisis, incluyendo el que sirvió como raíz de toda una actitud epistemológica en la Edad Media: el criterio de autoridad.

La percepción de que la autoridad formara parte de las medidas de validación del proceso de conocimiento fue una consecuencia lógica de la inserción del cristianismo en la memoria de Occidente. El bosquejo cristiano del mundo, entendido como sistema teológico o cuerpo doctrinal perpendicular al catolicismo romano, sustentó la noción de poseer una verdad revelada por el orden divino. Esto condujo, en la práctica terrenal, a que el propio clero se constituyera como receptor directo de esta verdad, erigiéndose como autoridad por excelencia; el arquetipo proyectado tanto a nivel epistemológico (logos) como a nivel moral (ethos). La marcada preocupación por la relación entre la fe y la razón, y por la relación del sujeto y el objeto de conocimiento por una mediación que los trascendía a ambos, fue la consecuencia directa de introducir en el hemisferio tal criterio.

En la medida que se concretizó el tránsito de la idea medieval a la idea moderna del mundo, el cisma provocado por la reforma hundió la legitimidad eclesial, creando apertura a interpretaciones del devenir que se sumaron al redescubrimiento del pensamiento helénico. Un proceso de disputas interminables se inició, disputas sin conclusiones definitivas que, unidas a la carencia de procedimientos conducentes a solucionarlas, condicionaron un ambiente de duda y escepticismo en la intelectualidad naciente.

En este contexto, el espíritu moderno desarrolló un sentido de apatía hacia todo tipo de tradición y autoridad. Este carácter negativo concedido a la autoridad, que posteriormente alcanzó una mayor expresión en el espíritu ilustrado del siglo XVIII, fue inaugurado por quien suele ser denominado como el padre de la filosofía moderna: René Descartes.

La concepción despectiva de la autoridad se sustenta, como ha señalado Hans-Georg Gadamer, «en una oposición excluyente de autoridad y razón» (3). La primera se concibe como sustentadora de preconcepciones o ideas prefijadas, y por lo tanto se opone a la razón, que exige el cimiento de cualquier juicio o argumento. Es, por tanto, sustentadora del error, porque es el efecto de juicios y argumentos infundados. Así lo entiende Descartes: «Todo error que puede alcanzar a los hombres (…) jamás se origina de una mala inferencia, sino sólo de que se admiten ciertas experiencias poco comprendidas, o de que se emiten juicios precipitadamente y sin fundamento» (*).

Para el discurso cartesiano, todo prejuicio -préjugé- es un obstáculo para la comprensión, pues es el engendro de un entendimiento no sometido al método. Por ello, propone como punto de partida del proceso de producción del conocimiento la duda frente a ideas que no tengan sustento en el principio de evidencia como criterio de validación (5). Donde existe prejuicio, hay tradición y esta se apuntala en el criterio de autoridad. Con ésta no se garantiza certeza, por lo que se rechaza, porque la aptitud epistemológica de Descartes solo admite la certeza y la evidencia como características de la ciencia. 

Han transcurrido cuatro centurias desde el nacimiento de René Descartes y los supuestos con los cuales él fundamentó la ciencia moderna se ahogan en un océano de probabilidades e incertidumbres (*). Podría pensarse que la duda metódica hoy en día no constituye el poderoso determinante epistemológico de su origen, ya que la misma constituía un acto de cautela -vorsicht- garante del método hacia la consecución de una certeza y evidencia absolutas, criterios que han sido erradicados como supuestos de la ciencia contemporánea.

Ahora bien, la erradicación de los valores absolutos de la ciencia no implica necesariamente un abandono de la antigua pretensión humana de conocer o comprender, aunque esta empresa apunte no tanto a la obtención de un conocimiento cierto infaliblemente adquirido, como a uno «conjetural objetivamente contrastable» (*). Tratamos de conocer ensanchando nuestras limitaciones cognitivas, integrando experiencias no científicas, buscando la lógica y su aplicación, con un proyecto de entender nuestro propio sentido como sujetos que, al mismo tiempo que requerimos la apropiación de la realidad técnica, necesitamos reconciliarnos con ella como ecosistema.

En esta situación, siguen existiendo obstáculos a la empresa de la comprensión, porque está condicionada por la historia y la tradición. Ambas constituyen la estructura de lo que José Ortega y Gasset denominó la «esencia preexistente» de la condición humana. El conjunto de nociones y valores conformados en la colectividad anterior a la existencia misma del sujeto que emprende el conocimiento condiciona tanto sus aptitudes y modelos como su ser y su proyectabilidad en el devenir.

Así, la investigación científica y el acto mismo de la comprensión en sentido general implican memoria y proyecto (10), y todo un conjunto de condiciones no racionales: autoridad, tradición, experiencias vitales, conjeturas inconscientes (11), entre otras. Implican actos de racionalización y, al mismo tiempo, actos de creencias.

El sujeto conoce y reconoce. Crea y cree. Conoce en la medida en que se relaciona con un entorno que lo informa y sobre el cual elabora -condicionado por su historia- un cuerpo orgánico de proposiciones con una lógica interna. Reconoce, porque muchas veces el acto de producción y reproducción del conocimiento es un acto de concesión y delegación a una autoridad -especialistas, comunidad científica, escuela de pensamiento, etc. Crea porque, en el proceso de interrelación con la realidad, el sujeto no recibe pasivamente lo que esta informa, sino que procesa y reelabora dicha información. Finalmente, cree, puesto que los supuestos mismos que son aceptados como principios guía en el proceso de producción del conocimiento jamás pueden ser contrastados, solo pueden ser asumidos.

Es importante señalar que un acto de conocimiento, originalmente sustentado sobre bases racionales, puede derivar en un acto de creencia irracional epistemológica o de filosofía dogmática. Por lo tanto, la revisión del objetivo cartesiano no anula necesariamente el supuesto que lo guió. En el presente caso, más bien parece que este supuesto debe ser reorientado, dotado de un sentido que integre al espíritu crítico que le es inherente, y el reconocimiento de las limitaciones y los condicionantes epistemológicos que conforman la realidad del ser.

Por tanto, la autoconciencia de este proceso nos coloca ante los siguientes problemas: ¿Se mantiene vigente la aptitud cartesiana? ¿La duda metódica específicamente? ¿Acaso la contemporaneidad ha roto radicalmente con Descartes?, o más bien: ¿Ha ensanchado su actitud?

Si bien es cierto que Descartes concibió su duda metódica como la raison d’être de un quehacer llamado a «preservarnos» de los condicionantes anteriormente señalados, el reconocimiento de la imposibilidad de este «preservar» no erradica la necesidad de la cautela -vorsicht- epistemológica que evite nuestra «caída» inconsciente en estas situaciones límites.

Por tanto, aunque somos hijos de una tradición constructora de los prejuicios que guían nuestra lectura de la realidad, y delimitados por la realidad histórica del ser, ante la que es imposible cualquier fuga, nos permite situarnos en una posición de alerta -jamás de erradicación ante la tradición, la autoridad y los mismos prejuicios.

Como Ulises atravesó el mar, en el que las sirenas alienaban la razón sin eliminarlas, creando la aptitud y el instrumento que le permitió quedar libre de sus influjos, podemos navegar por el océano de la tradición y las corrientes tumultuosas de los prejuicios, armados de esa aptitud cartesiana que, si bien no puede erradicar nuestros factores condicionantes, nos permite avanzar en ellos hacia la tierra infinita de la comprensión, de la existencia.

El 31 de mayo de 1596 nace en La Haye [Turena, Francia] René Descartes. Su obra «El Discurso del Método» es considerada como el manifiesto de la ciencia clásica. Han pasado cuatro siglos desde su nacimiento y tres desde la empresa humana que él fundamentó. Aunque muchos de sus supuestos han sido seriamente cuestionados y erradicados, ¿permanece vigente la actitud epistemológica que guió su método y un paradigma del mundo que no es el nuestro?