Francisco Jose Arnaiz

FRANCISCO JOSÉ ARNAIZ, S.J.

Soy consciente de que el lugar y el auditorio exigen rigor y precisión en un tema complejo y no tan fácil. Prometo esforzarme en ambos aspectos, siendo denso y sintético. Cualquiera de los temas parciales de la moralidad o ética humana sería suficiente para una conferencia. Sin embargo, hoy prefiero abordar el tema de manera global. Espero que al final de mi exposición, no me arrepienta.

Antes que nada, quiero expresar mi más sincera felicitación a esta Alma Máter por preocuparse por uno de los aspectos más destacados y esperanzadores de la posmodernidad: la recuperación de lo ético. La posmodernidad, que se ha ido forjando poco a poco hacia el final de un milenio tan ambiguo como el que estamos a punto de clausurar, no se entiende sin la modernidad.

En efecto, la posmodernidad es simplemente una negación frontal de la modernidad y surge de un profundo desencanto con su programa y proyecto. En el fondo, es una rebelión contra los pensadores modernos [Locke, Kant, Marx, etc.], contra la Ilustración, el positivismo y el racionalismo, contra el cientismo y el tecnicismo, y contra el fracaso humano y de la sociedad a la que hemos sido llevados.

Después de perder el brillo de las palabras «razón, ciencia, progreso, historicidad, libertad y emancipación» que la Modernidad proclamó con tanto entusiasmo, la Posmodernidad proclama ahora «individuo, experiencia, sensibilidad, identidad, particularidad, sacralidad, trascendentalidad y moralidad».

Moralidad, inmoralidad y amoralidad son temas y palabras que inquietan profundamente al ser humano pensante o intuitivo de hoy.

El hecho dantesco de haber resuelto un conflicto bélico con la eliminación de millones de ciudadanos en la retaguardia y la devastación de dos prósperas ciudades mediante dos apocalípticas bombas atómicas, el escalofriante genocidio de miles y miles de tutsis ante la indiferencia de la humanidad, la interminable caravana de millones de seres humanos desplazados y nómadas por el mundo, rechazados por todos, las hambrunas en África e India, el despilfarro millonario de naciones poderosas e individuos acaudalados ante la angustia de los que nada disfrutan ni poseen, los millones de vidas interrumpidas por intereses bastardos, la defensa de la eliminación de ancianos por considerarlos improductivos, el abandono de millones de niños, el acoso e incluso la eliminación de estos, la inversión escalofriante de talentos y genios humanos, así como cuantiosas erogaciones económicas en la fabricación de armas cada vez más sofisticadas y destructivas, la escalada mundial del tráfico de drogas, la corrupción rampante en la administración pública y privada, la banalización del sexo, fuente sagrada de la vida, el atropello descarado a los derechos fundamentales del ser humano, el crecimiento de la xenofobia, el recurso al terrorismo indiscriminado para conseguir objetivos discutibles o inadecuados, y la promoción de contravalores humanos como valores supremos de la humanidad, son todos ejemplos que hablan alto y claro de la crisis moral mundial a la que estamos asistiendo.

Les felicito, pues, por querer dedicar esta jornada a esta dimensión ineludible del ser humano y de la sociedad.

Sin más preámbulos, entro ya en el tema.

Etimológicamente, Ética y Moralidad se identifican, aunque en la práctica se hayan usado, no pocas veces, el primer término para denotar la Moral natural propia de todo ser humano en cuanto ser humano, y el segundo para connotar una moral específica, perfección o modulación de la Moral natural, la que corresponde, por ejemplo, a las exigencias de la fe y vocación cristianas. Ya Santo Tomás de Aquino, fundamentándose en las palabras de Cristo de que él no había venido a abolir la ley -la ley natural- ni a suprimirle una jota ni una tilde, planteaba agudamente la cuestión de reducir la Theologia Moralis a Ética, y de llamar a la Theologia Moralis específicamente cristiana Theologia Spiritualis.

Edos (Ethos), del verbo eioza, «soler», «tener costumbres», significa en griego carácter, índole, costumbre, hábito.

Aristóteles, el Estagirita, llamó en concreto ta ethika a las cuestiones filosóficas sobre la conducta humana, y de ahí quedó estereotipada la palabra «ética» como sinónimo de comportamiento bueno para vivirlo y malo para rechazarlo.

Del griego, sin variación alguna, pasó al latín y del latín al español.

Más autóctonamente, los latinos, del vocablo mos moris [costumbre, hábito, comportamiento], crearon también el término Moralis, «moral», para significar el comportamiento humano adecuado, término sinónimo y paralelo al de Ética en griego.

El castellano, derivado del latín, también lo asumió.

Se trata, pues, de dos términos etimológicamente sinónimos.

Conviene señalar que ambos vocablos tienen dos formas: una sustantiva y otra adjetiva.

En su forma sustantiva [la Moral, la Ética] expresan un saber específico y concreto, objetivo, sobre lo que es correcto o incorrecto respecto al actuar humano y sobre el modo en que actúa el ser humano en esa dimensión.

En su forma adjetiva [moral, ético] apuntan a una dimensión ineludible de la dinámica humana en relación con la responsabilidad del ser humano.

Ambas formas son interdependientes y correlativas, y presuponen la existencia real de valores morales humanos.

La forma adjetiva expresa la encarnación vital de ellos en el ser humano.

La primera es la Ética conceptualizada y formulada, y la segunda es la Ética hecha vida.

Sería un grave error, en primer lugar, confundir lo ético con lo sociológico o lo jurídico. Lo ético tiene entidad y valor propio. Por eso es necesario distinguir claramente estos tres órdenes para descubrir lo verdaderamente ético. El nivel sociológico se manifiesta primaria y visiblemente en el conjunto de costumbres aceptadas por un grupo humano. La constatación de este conjunto de costumbres es punto de partida ineludible para detectar el nivel sociológico. Para lograr esto, es necesario traspasar el nivel sociológico y detectar el esquema y escala de valores que justifican esas costumbres, las pautas de comportamiento que estructuran sus manifestaciones y el conjunto de aspiraciones que alienta el grupo. La moralización de la sociedad y de todo grupo humano pasa por el análisis, revisión y transformación de estas tres realidades, y en modo alguno solo por la lírica verbal de la moralidad o por la patética apocalíptica de la inmoralidad, a las que somos tan dados los seres humanos.

El orden jurídico es ciertamente un factor muy importante en la configuración moral de una sociedad, que percibe siempre la ley como regularización del buen comportarse y constricción o amenaza penalizadora del actuar inadecuado.

En virtud de este orden, surge lo lícito y lo ilícito, lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer.

Las sociedades occidentales, desde los tiempos de Roma, han sentido y sienten una especial fascinación por el orden jurídico y sueñan con una comprensión exclusivamente jurídica de la vida y de la sociedad. Lo lícito o ilícito, sin embargo, no es lo mismo que lo justo o lo injusto, y pueden de hecho coincidir, diferenciarse o incluso oponerse.

Ante el orden jurídico, la instancia ética tiene un doble deber y función: desmitificar la ley y cuestionar constantemente el orden jurídico.

La desmitificación implica impedir que el orden jurídico se arrogue el derecho de ser la única instancia ética de la sociedad; revisar a fondo el concepto de moralidad pública; y evitar que se confunda lo lícito-jurídico con lo bueno-moral. Este último fenómeno es aún más necesario hoy, debido a la permisividad de la sociedad actual.

Es claro que en el orden moral es donde precisamente adquieren sentido el orden sociológico y el orden jurídico.

Adentrándonos ahora más profundamente en el fenómeno moral, debemos proclamar que la persona es la realidad fundamental de la Ética.

Esto quiere decir que la moralidad reside en la persona y que la fundamentación de la moral es la persona. La persona en su doble dimensión de mismidad o intimidad y de alteridad o apertura a cuanto le rodea, a cuantos le rodean y a lo trascendente.

Sin la alteridad, el ser humano ni viene a la existencia ni permanece en ella, ni se perfecciona. Sin el concurso ajeno, el ser humano no es posible ni viable.

La persona, en este sentido, con estas características, es indiscutiblemente el lugar adecuado de la moralidad. Y lo es como contenido y como estructura funcional.

Veamos el contenido.

El supremo valor que rige los comportamientos de los seres humanos es la persona. La persona es un fin en sí misma y dentro de este reino de los fines es donde es posible la moralidad y la realización humana. Solo un ser que es un fin en sí mismo puede ser amado por los demás como tal, y ese ser es únicamente la persona.

Sobre esto ha escrito admirables páginas Erich Fromm.

La base estructural de la moralidad se identifica con la persona. Basta compararla con la estructura puramente animal. «Al animal -escribe Aranguren- le está dado el ajustamiento. El hombre tiene que hacer ese ajustamiento. Tiene que justificar sus actos. El animal es un ser de estímulos, mientras que el hombre es un ser de realizaciones». «La justificación -el ajustamiento- es, pues, la estructura interna del acto humano. Por eso, en lugar de decir que las acciones humanas tienen una justificación, debe decirse que tienen que tenerla para ser verdaderamente humanas».

Muy significativamente, la palabra iustitia en latín dio en español dos palabras: «justicia» y «justeza», de las que se derivan dos adjetivos distintos, aunque vinculados: «justo» y «ajustado».

Es ajustado aquel que es en todo momento lo que debe ser y actúa como debe actuar, lo cual es la raíz y el fondo de la moralidad.

Así, la moralidad se enraíza y hasta se identifica con la persona.

Con su aristocrático estilo, José Ortega y Gasset lo ha expresado agudamente: «Me irrita este vocablo ‘moral’. Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende ‘moral’ como un añadido ornamental a la vida y el ser de un hombre o de un pueblo. Por eso, prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en contraposición de moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando alguien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una actuación suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está fuera de su autenticidad radical, y por eso no vive su vida ni crea, fecunda o hincha su destino».

En esta línea, resulta interesante que los latinos llamaran «pecatum» al acto inmoral.

«Pecatum», participio pasivo del verbo «pecare» o «pecuare», proviene de «pecus, pecudis», que en latín significa «animal». Pecar, según esto, es olvidarse de obrar como una persona inteligente y responsable y obrar como un animal, degradarse, animalizarse.

Situada la moralidad en la persona, vamos a exponer ahora cómo se concreta objetivamente la moral en un valor específico que es llamado por eso valor moral.

Los valores morales no son otra cosa que la concreción de la moralidad, objetiva o personalizada en el ser humano.

Todo valor es el resultado de una síntesis entre una realidad objetiva y una realidad subjetiva: «Los valores -dice Ortega y Gasset- no son un don que nuestra subjetividad hace a las cosas, sino una extraña y sutil casta de objetividad que nuestra consciencia encuentra fuera de sí, como encuentra los árboles y los hombres». La encuentra y la asume e integra en su actuar.

Es típico también de los valores poseer bipolaridad, rango y materia. Veamos rápidamente cada una de estas tres realidades.

La bipolaridad consiste en que mientras las cosas son lo que son, los valores se desdoblan en un polo positivo y un polo negativo, valor y contravalor.

El rango significa que pueden ser inferiores, superiores o equivalentes y que, por lo tanto, demandan jerarquización.

La materia es el bien que encarnan. Y el bien que encarnan es la primacía y dignidad de la persona, siendo bueno, justo y ajustado aquello que la respeta, favorece y perfecciona. Y malo, desajustado y perverso aquello que la maltrata, envilece o destruye.

Supuesto su carácter objetivo, el valor moral tiene también su dimensión subjetiva.

Esta dimensión subjetiva incluye y exige en el ser humano intencionalidad, libertad y compromiso interno.

Otra característica del valor moral es su imposición y urgencia. Urge, en efecto, porque el valor moral se autojustifica por sí mismo.

Otra característica muy especial suya es su relación ineludible con todos los demás valores.

Todos los órdenes de valores (Scheler nos habla de valores sensoriales, vitales, estéticos, teóricos y éticos, valores de lo santo y lo profano) están interrelacionados. El valor moral, sin embargo, tiene la peculiaridad de estar presente en todos los demás valores, aunque no los prive de su autonomía y peculiaridad.

Otra característica, en fin, peculiarísima es que el valor moral es el que condiciona a la persona en su realización. Por ello, es un valor constante en la vida del ser humano.

Los valores morales, al igual que el orden general del valor, se organizan siempre dentro de una tabla jerárquica de valoración. Nunca se debe olvidar esto.

El valor moral está profundamente vinculado a la norma. La norma no debe ser otra cosa que la expresión de un valor moral. Puede formularse de modo negativo o de modo positivo, por ejemplo, «no mentirás» o «dirás siempre la verdad».

Una norma, según esto, no es una restricción arbitraria de la libertad humana. Es un llamamiento a la libertad responsable para moverla a salvaguardar y cultivar el valor que encierra.

Una norma que no incluya un valor o un «deber valioso» estaría consecuentemente privada de toda fuerza moral obligatoria.

Toda norma, sin embargo, por muy clara que parezca, encierra siempre la realidad objetiva de un valor, pero al mismo tiempo un grave ocultamiento de él. Al no poder recoger toda la riqueza del valor, la norma lo desvirtúa un tanto e incluso puede traicionarlo. El célebre moralista Haring advierte algo muy importante: «En las normas se encierra un grave peligro: el de no prestar atención a los valores que en ellas se traducen y tomarlas de un modo puramente formal, es decir, como fórmulas y sin vida […]. Quien solo se fija en las fórmulas rígidas normativas, sin atender al valor que las fundamenta, llegará a una moral muerta, caerá en un puro legalismo».

La norma o ley de la que estamos hablando puede ser natural o positiva.

La norma o ley natural no es otra cosa que la naturaleza humana y racional del ser humano, la razón en cuanto descubre lo que es bueno o malo en sí y para el ser humano.

La razón, sin embargo, no crea la ley natural, sino que la descubre progresivamente haciéndola suya. Descubre pronto que hay un principio ineludible que debe formularse así: siempre se debe hacer el bien y evitar el mal.

De este principio frontal brotan inmediatamente una serie de preceptos que han sido llamados primarios y que corresponden a las tendencias fundamentales de la naturaleza humana: respeto a la vida, respeto a la verdad, respeto a los derechos fundamentales del ser humano, etc. También existen principios secundarios que no son otra cosa que conclusiones lógicas y coherentes de los primarios.

Las características de la ley natural se enumeran como las siguientes: inmutabilidad, obligatoriedad y cognoscibilidad universal.

La ley o norma positiva es la promulgada exteriormente por medio de signos sensibles, es decir, es la manifestación oral o escrita de una exigencia que proviene de su coherencia con la norma general.

Tiene evidentemente un carácter secundario. Ilumina la ley interior y dispone a ella. No está inscrita en el corazón sino escrita.

Es revelación y explicitación de valores morales e invitación a ellos. Debe ser cumplida desde el interior de la persona so pena de caer en el mero legalismo, como advertía Haring, o en el fingimiento o inautenticidad.

El fenómeno de la norma nos impone tocar ahora el fundamental y complejo tema de la conciencia moral en el ser humano, en la que radica su genuina libertad y responsabilidad.

Erich Fromm escribió acertadamente: «No hay afirmación más arrogante que un hombre pueda hacer que decir: ‘actuaré según mi conciencia’. Sin la existencia de la conciencia, la raza humana se habría estancado hace mucho tiempo en su azarosa carrera».

Es interesante, antes de un análisis más riguroso, rastrear ciertas expresiones literarias que aluden a la naturaleza y complejidad del fenómeno de la conciencia.

Orestes en la mitología griega la llama «genio» o «furia» que persigue al criminal, llevándolo a un remordimiento que roza el delirio y la locura.

La tradición cristiana la llama voz de Dios, y la literatura patrística: «juez, testigo y acusador».

Calderón de la Barca, en el gran teatro del mundo, la llama «apuntador».

En todas estas expresiones y similares se intuye una triple tensión que constituye el entramado dinámico de la conciencia:

• tensión entre antecedencia y consecuencia, • tensión entre bondad y maldad, y • tensión entre excusa y acusación.

Sin embargo, hagamos un análisis más riguroso.

Ante todo, es necesario distinguir claramente entre conciencia psíquica y conciencia moral. Es muy importante e iluminador.

Conciencia (de Cum scire) es un saber desdoblado o reduplicativo, un saber reflejo, exclusivo del ser humano. El ser humano no solo sabe hacer algo, sino que «sabe»

Erich Fromm ha escrito sagazmente: «No existe aseveración más soberbia que la de decir: «obraré de acuerdo a mi consciencia». Sin la existencia de la consciencia, la raza humana se hubiera quedado estancada hace mucho tiempo en su azarosa carrera».

Es interesante, previamente a un análisis más riguroso, rastrear ciertas expresiones literarias que apuntan a la naturaleza y complejidad del fenómeno de la consciencia. En Orestes o Grecia, se la llama «genio» o «furia» que persigue al criminal llevándolo a un remordimiento que linda con el delirio y la locura. La tradición cristiana la llama voz de Dios y la literatura patrística: «Juez, testigo y acusador». Calderón de la Barca, en el gran teatro del mundo, la llama «apuntador».

En todas estas expresiones y similares, se intuye una triple tensión que constituye el entresijo dinámico de la consciencia: la tensión entre antecedencia y consecuencia, la tensión entre bondad y maldad y la tensión entre excusa y acusación.

Hagamos, sin embargo, un análisis más riguroso. Ante todo, hay que distinguir claramente entre consciencia psíquica y consciencia moral. Es muy importante e iluminador.

Consciencia (de «cum scire») es un saber desdoblado o reduplicativo, un saber reflejo exclusivo del ser humano. El ser humano no solamente sabe hacer algo sino que también «sabe» que sabe hacerlo. Uno sabe hacer algo, pero al mismo tiempo sabe qué es lo que está haciendo, por qué y para qué lo está haciendo.

Por eso, la palabra «consciencia», típicamente humana, implica dos conceptos y realidades diferentes, aunque vinculadas: el hecho de ser conscientes y el hecho de ser responsables.

Lo primero se refiere a la consciencia psíquica y lo segundo, a la consciencia moral. La segunda presupone la primera, pero ésta jamás se desvincula de la segunda. La consciencia psíquica es ser consciente, lo cual implica la complejidad del existir humano. No es, sin embargo, una mera función del ser, sino su misma estructura. Una estructura consciente que comprende, a la vez, ser objeto y sujeto de la propia vivencia.

Por otro lado, no existe una consciencia pura y neutral.

Solo tenemos consciencia si poseemos contenidos conscientes. Esto indica el campo de acción de la consciencia. Sin embargo, de la gran variedad de factores que estimulan nuestros órganos sensoriales, solo nos damos cuenta de un número limitado de experiencias actuales, dependiendo esto del fenómeno limitado de experiencias actuales, la atención y la selectividad espontánea o deliberada.

Pero la consciencia no se detiene ahí, también configura los contenidos. Una vez recibidos, los refleja, los baraja, los entrelaza o separa, los formaliza y los hace propios de su Yo profundo, integrándolos a su síntesis existencial y dinámica o unidad personal.

Jamás debemos olvidar que la consciencia tiene vitalmente tres tiempos:

• Vivencia elemental,

• Consciencia, y

• Consciencia refleja en la que se toma posición.

Irreducible únicamente al sistema nervioso, su actuar está profundamente vinculado al sistema nervioso central, y en él pueden encontrarse fallas parciales e incluso su quiebra total.

Como hemos mencionado, la consciencia moral presupone la consciencia-testimonio, que solamente atestigua la presencia de las funciones del Yo. La consciencia moral es una consciencia-juez que analiza y discierne, testifica y valora, aprueba y condena.

Ambas se distinguen también por el carácter imperativo de la consciencia moral. En virtud de este carácter, ella orienta e impulsa al individuo hacia la realización del Yo y lo compromete ineludiblemente en esa tarea.

No es fácil, sin embargo, desentrañar completamente la complejidad de ese curioso fenómeno humano llamado consciencia moral. Son muchos y diversos los elementos que hay que ensamblar.

A veces, se la identifica con la responsabilidad moral. En este caso, significaría el sentido y la sensibilidad moral del ser humano.

En otras ocasiones, el término y concepto de consciencia se refiere al núcleo de principios fundamentales que constituyen el mundo de la moral o de la ética.

Finalmente, se emplea el término para expresar la llamada «sede de la moralidad», queriendo resaltar que ella es el instrumento fundamental mediante el cual se realiza la responsabilidad moral.

Todas estas concepciones tienen su verdad parcial y explican significativamente que cada escuela filosófica, como la aristotélica, la cartesiana, la kantiana, la existencialista y la fenomenológica, entre otras, haya elaborado su propia definición de consciencia moral. Todas tienen su cuota de verdad.

Lo importante de ellas, sin embargo, es la aportación que han hecho a la complejidad de la consciencia moral.

Es evidente que la consciencia moral es la dimensión valorativa que acompaña a la persona cuando ésta se abre a los valores morales.

Surge, por otro lado, en ella a través del mecanismo de identificación, de rechazo u oposición, y de idealización del Yo, y sobre todo a través de la interiorización de todo proceso.

Sería muy ingenuo concebir la consciencia como algo simple. Su complejidad radica precisamente en su origen personal. Nada más misterioso, complejo e impredecible que el ser humano.

Se ha escrito que la consciencia es la norma interiorizada de moralidad.

Con ello se quiere decir que la consciencia es la norma de moralidad por donde pasan todas las valoraciones morales de las acciones humanas y que no es ella la que hace lo bueno y lo malo, sino que lo manifiesta y lo urge, realizando una función de mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona.

Para que la actuación de la consciencia sea perfecta, se requiere que la persona obre con rectitud, verdad y certeza.

La rectitud de consciencia es la cualidad fundamental.

Se produce la verdad de consciencia cuando la verdad subjetiva se adecúa a la verdad objetiva. Lo cual crea la necesidad y el deber de buscar la verdad objetiva para poder actuar con consciencia recta.

Hay que actuar, finalmente, con certeza. Si existe la duda, hay que disiparla previamente mediante el recurso a los llamados principios reflejos o principios de acción. Se trata de principios prudenciales que sean válidos y que iluminen de manera indirecta.

Es evidente que el ejercicio de la consciencia puede presentar desviaciones o quiebras. Las hay que no suponen una enfermedad psíquica y son simplemente desviaciones morales, y las hay que se derivan de perturbaciones de la consciencia psíquica o de la personalidad.

Enumero solamente las primeras: tendencia al maximalismo exagerado [consciencia rigorista]; tendencia al minimalismo exagerado [consciencia laxa]; tendencia al ocultamiento [consciencia farisaica]; tendencia a la perplejidad [consciencia perpleja] y tendencia al escrúpulo [consciencia escrupulosa].

Algo que ya está dicho implícitamente a lo largo de lo expuesto, pero deseo hacerlo ahora de modo más explícito, es que el sujeto del comportamiento moral no es ni la buena voluntad, ni la voluntad deliberada, ni ninguna de las otras potencias humanas, sino el ser humano integral, unidad totalizante, que manifiesta siempre su totalidad y unicidad en una de sus expresiones.

Nos sentiríamos incómodos si no dijéramos algo explícito, aunque sea breve, sobre la dignidad de la persona humana como lugar de apelación ética. Históricamente, esto ha sido una realidad indiscutible.

La regla de oro de la ética fue y sigue siendo la dignidad humana, de acuerdo con aquella afirmación radical de Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas.

La escuela estoica repetía que el hombre era una cosa sagrada para el hombre. Marco Aurelio enfatizó: «En cuanto yo soy Antonio, mi patria es Roma, pero, en cuanto soy hombre, mi patria es el mundo».

Immanuel Kant no dudó en formular su imperativo categórico en estos términos: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio». Para él, la persona humana es el centro de los valores morales.

El propio Karl Marx sitúa el aliento ético de su pensamiento en el valor del ser humano. La desfiguración del hombre debido a la alienación es descrita por él como el reverso de la dignidad humana, la cual siempre debe ser reivindicada y alcanzada.

Asumiendo el giro antropológico de la cultura moderna, el Concilio Vaticano II proclamó: «Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en un punto: todos los bienes de la tierra deben ser ordenados en función del ser humano, centro y cima de todos ellos».

Contrarias a esta posición no han faltado, especialmente en nuestro mundo moderno, voces que expresan serias reservas a la formulación de una ética personal y social basada en el humanismo, el personalismo o la dignidad del ser humano.

Se trata más bien de una reacción histórica en contra del existencialismo, una reacción que consiste en presentar otro horizonte teórico desde el cual se piense y se viva la realidad humana.

Este horizonte fue el del pensamiento dialéctico, en el cual la importancia de las categorías existencialistas fue sucedida por el determinismo de las mediaciones sociales en la existencia histórica.

Aceptando los elementos positivos de estas perspectivas científico-culturales, que a modo de correctivos aportan una comprensión más amplia del ser humano, no hay dificultad en articular un discurso ético sobre el hombre que integre el valor de la persona y el valor de las mediaciones en una síntesis que supere tanto las desviaciones ideológicas del personalismo como las reducciones abusivas del horizonte dialéctico.

Habiendo hecho estas aclaraciones y yendo al fondo del tema, nunca se debe olvidar que la categoría moral de la dignidad humana se fundamenta en la realidad premoral u óntica del valor absoluto del ser humano.

Con su profundidad y penetración característica, Karl Rahner lo ha expresado de la siguiente manera: «El hombre es una persona que consciente y libremente se posee. Por lo tanto, está objetivamente referido a sí mismo y, por ello, no tiene ontológicamente carácter de medio sino de fin. Sin embargo, posee una orientación hacia otras personas. Por todo ello, le compete un valor absoluto y, por ende, una dignidad absoluta. Lo que nosotros consideramos como vigencia absoluta e incondicional de los valores morales se basa fundamentalmente en el valor absoluto y en la dignidad absoluta de la persona consciente y libre».

Perteneciendo, pues, ineludiblemente al ser humano la apertura a los demás y siendo la alteridad parte de su propia identidad, es evidente que su dignidad incluye necesariamente todo tipo de mediaciones sociales y políticas, así como la realidad de las estructuras existentes o posibles.

Entendida de este modo la dignidad humana como lugar ético primario y fuente de la moralidad, se comprende ahora perfectamente la función decisiva de esta en el proceso de humanización, sentido y meta del auténtico dinamismo ético.

Mientras la moralidad consolida y perfecciona cada vez más al ser humano, le ennoblece y dignifica, la inmoralidad lo degrada, envilece y hasta puede destruirlo.

Hasta aquí, el complicado y esotérico, huesudo y congelado mundo y lenguaje del saber científico. No sin razón se ha dicho de varias ciencias que lo que hacen es decir de manera incomprensible lo que todos sabemos.

Permítanme ahora reflexionar por un momento sobre el tema expuesto, de una manera más sencilla y fácil de comprender.

Ante una persona o sociedad moral e íntegra, se siente instintivamente satisfacción, paz y gozo. Si ocurre lo contrario, si es inmoral, lo que uno siente es defraudación, temor y pena.

El delincuente no es solamente un desajustado que actúa de manera indebida, sino que también perturba el entorno y la sociedad en la que está integrado. Una sociedad en la que se pierde la persona será siempre una sociedad de perdidos.

El gran drama del ser humano es su libertad, su autodeterminación, que al ser ejercida se convierte en responsabilidad. La moralidad es responsabilidad, y la inmoralidad es irresponsabilidad, tanto con uno mismo como con la sociedad.

Cuando las actitudes y los actos inmorales se generalizan, se convierten en cultura, afectando negativamente la forma en que un grupo humano enfrenta la vida y ejerce su influencia sobre los demás.

La corrupción de lo óptimo es una tragedia, donde valores incuestionables son percibidos y rechazados por muchos como contravalores, y donde los contravalores son aceptados y percibidos como valores.

Los grandes y pequeños valores morales tienen entidad propia y bondad intrínseca, como la sinceridad, la veracidad, la honestidad, la justicia, el respeto total a la vida, la laboriosidad, el rendimiento en el trabajo, la tenacidad, la fidelidad, la solidaridad y la atención preferencial a los necesitados y desposeídos. Sin embargo, no se convierten en valores morales hasta que el ser humano los valora y asume su bondad.

No es que algo sea malo porque está prohibido, sino que está prohibido porque es malo.

El valor moral es objetivo, por lo tanto, no es creado por el ser humano, sino descubierto, aceptado y puesto en práctica. Por eso, el comportamiento correcto siempre debe estar basado en la veracidad y el respeto a la verdad.

El ser humano, al ser racional, consciente y libre, tiene la obligación de no confiar en su percepción subjetiva, sino de descubrir la verdad objetiva y acatarla. Si actúa de esta manera, es responsable. De lo contrario, es irresponsable.

La grandeza y la dignidad humana radican en la función autodeterminativa del ser humano. La irresponsabilidad en su ejercicio lo envilece, mientras que la responsabilidad lo consolida. Actuar de manera inmoral es ser irresponsable.

El sujeto y objeto de la moralidad no es el ser humano abstracto, sino el ser humano concreto e histórico. Sin embargo, este ser humano no puede existir ni prosperar sin la participación de otros seres y del mundo material que lo rodea.

Por eso, los demás y el mundo que nos rodea, es decir, la alteridad, son partes constitutivas del ser humano. Debemos estar en deuda y responsabilizarnos de ellos. Sería una gran inmoralidad ignorarlos y encerrarnos en nosotros mismos. La ética social, política, económica y ecológica es un imperativo arraigado en nuestra subjetividad.

La dimensión histórica del ser humano concreto también conlleva exigencias y demandas que deben ser atendidas. El español Aranguren ha resaltado seriamente: «El hombre moral de nuestro tiempo debe tomar como su tarea principal la lucha por la justicia. Nadie puede permanecer neutral ante su demanda. El que no milita en favor de la justicia, en realidad ha elegido inhibirse, lo cual es la peor manera de elegir la injusticia. La conciencia y la asunción de todas nuestras responsabilidades son una de las virtudes más necesarias para el hombre de hoy».

La conciencia moral bien formada, (ya que existe la deformada), es una voz insobornable en lo más profundo de nuestro ser que nos reprueba el comportamiento indigno y nos elogia el comportamiento digno. De esta manera, facilita nuestra responsabilidad ante la vida.

La fe cristiana no exime de ninguna manera del cumplimiento de la ley natural, sino que la radicaliza, la amplía y la facilita con la luz y la fuerza que provienen de la presencia activa del Espíritu Santo que se nos infunde en el bautismo y cuyo despliegue es total gracias al sacramento de la confirmación.

Recuerdo una cita de San Pablo y un pasaje evangélico. El texto de San Pablo dice así: «No nos ha sido dado un Espíritu de pusilanimidad, sino de fortaleza, amor y valentía» (II Timoteo, I, 7). Y este es el pasaje evangélico relatado en Mateo, Marcos y Lucas. Elijo la versión de Mateo: «Se acercó a él un joven y le dijo: ‘Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?’ Él le respondió: ‘¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Sólo uno es bueno. Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos’. ‘¿Cuáles?’, le preguntó el joven. Jesús le respondió: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Le dijo el joven: ‘Todo eso lo he cumplido. ¿Qué más me falta?’. Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego ven y sígueme’. Al oír esto, el joven se fue triste porque tenía muchas riquezas. Ente

No me extenderé más, concluyo.

Fiodor Dostoievski escribió un admirable libro llamado Los Demonios. Uno de los personajes, Kirillov, le dice a su interlocutor, un monje: «Será una nueva vida. Vendrá un hombre nuevo y todo será nuevo. Entonces la Historia se dividirá en dos mitades: desde el gorila hasta la expulsión de Dios y desde la expulsión de Dios hasta…». Y el interlocutor le dijo: «… hasta el gorila otra vez».