Autor: Micaya Almanzar

Las proezas individuales se entrelazan en la gesta total, fusionándose en la obra maestra de la batalla, que momentáneamente levanta una nube de polvo y que, aunque perece rápidamente, perdura en la canción. Las armas son tan antiguas como la humanidad. Los fundamentos más generales de la técnica son eternos y han sido válidos desde el inicio. -Hans Freyer, Weltgeschichte Europas, 1954

[CANTO I]

La noche se desvanece en los múltiples misterios que engendra; pronto amanecerá. Dos cuerpos exhaustos y sin aliento buscan el letargo para recuperar su energía. Mujer exquisita de figura delicada, mirada suave y busto que despierta el deseo púrpura, «yaces a mi lado». Tantos caminos recorridos, innumerables encuentros de ternura, fugitivos del anhelo de forjar un sendero juntos. Y la niebla nos abruma, nos envuelve como el aliento de una mañana, viéndonos en diversos lugares, conspirando en el delirio de esta pasión, de convertirlo en un santuario. Deseo narrar nuestra historia. Relatar los acontecimientos ya inscritos en tantos rostros, en rostros cada vez más distantes. Registrar los sucesos desde el Pacto, desde el «ahora y por siempre», al acordar posibilidades: «de bondad, bienestar, belleza, la condición del éxtasis profundo, eterno, universal; porque solo así seríamos felices…». Quiero contar este canto, hablar de este pecado desde el comienzo de los tiempos, antes de regresar a esta isla, ahora de nuevo.

Ellos, los eternos e inseparables amantes, deambulan por lugares, maldiciones, dejando huellas tras huellas, desiertos, arena y ruinas, hasta llegar a esta isla. Ella, la de nombre arrullado por el viento, como el sonido de una multitud de arpas. La persistente y fresca mujer de mirada elástica, «mi amante perdida en un cuerpo extenso». Yo, el errante encantador de sueños, dulce como el almíbar, siguiendo a los guerreros a través del lodo.

«Éramos nosotros en aquella vigilia, ante los carros, hombres y bueyes, adentrándonos en el profundo Egipto con la rueda y el hierro. Éramos nosotros en aquella vigilia, llena de cedros, aromas y esparto, estruendo de multitudes, en el vacío azul de la aurora agreste, luchando en pos del palacio prometido en la noche tierna […] donde fusionarnos. Porción a porción, amplitud del deseo, ligereza del talle, olas múltiples de la arena húmeda, fragancia aromática dispersa en tu piel como una trama».

Ellos, afectuosos proscritos, tiernos amantes de la mañana en la densa selva del deseo profundo, del ansia carnal. «En aquel perdido templo donde nos condenaron, buscando lechos siempre». Efigies perfectas contorsionándose, envueltas en telas, entre sonrisas y lamentos. «Era tu cuerpo, gracioso y ligero, carne tibia, sedosa y firme, encanto de luna, tormenta y fango». El extenso jardín tornasolado de espumas. «Saboreando tus labios reconfortantes, satisfactorios, de tu cuerpo delicioso y nuestra imagen envuelta en una fina y sutil neblina. Tú, mujer: piel satinada de arena, cubre mis recónditos laberintos.

Curvas fascinantes, muslos firmes desde los pies hasta lo más profundo del éxtasis, de la agonía, el toque pecaminoso, la textura fresca como rocío nocturno, suave y dócil, estremeciendo nuestros tenaces cuerpos al compás de olas ascendentes en un infinito baile, mientras dos almas levitan entre algodones, hilos y lujuria. Lenguas lúcidas, maleables, acolchadas, unidas en un mar de caprichos. Y cada una de esas partes deseables, palpables, como se toca el dedo de Dios y de la serpiente, «aquel conducto labrado por el golpe de un punto, atrayéndome, llamándome, hasta conocerme en toda su extensión, las extremidades del deleite, desde la cúpula hasta el tronco y hacia atrás, con frecuencia, hasta caer en un abismo profundo, hermoso, muy hermoso, acuoso, del cual no regresar: como si naciéramos de nuevo».

Afuera, la llovizna persistía y una columna de gentes seguía otros caminos. Una multitud sobrecogedora entonando el canto agónico del camino en ese melancólico dialecto propio de los criollos de esta isla, similar a la miel derramada sobre una vasija de barro, brotando de labios como higos florecidos, cual flor de naranjo; armonía fugitiva de almas tristes y tiernas. «Nosotros, con ojos ambarinos, brillantes, secretos. Nosotros, los eternos e inseparables amantes deambulando por lugares, maldiciones, dejando huellas tras huellas, desiertos, arena y ruinas, hasta llegar a esta isla».

«Éramos nosotros en aquella jornada, barcos, veleros, mares y remos, azul sobre azul, viento y salitre, marineros rumbo a las Indias, entre esperanza y llanto». «Caímos en esta isla, en medio del mar, y vimos a los sabios académicos confabularse contra el poder imperial de la eterna España, mientras nos ocultábamos en una mansión envuelta en lianas y marañas, indecisa de polvos, empapados de placer en la víspera de un invierno, mientras Bolívar perseguía a su enigmática mujer por los laberintos del Orinoco y las laderas de los Andes. Aquel Alcázar, de nuevo, nos sirvió de lecho conyugal, mientras la sal se infiltraba a raudales entre los hechizos y encantos de dos cuerpos. Y luego…» Ellos, los eternos e inseparables amantes, deambulando por lugares, maldiciones, siguiendo huellas tras huellas, desiertos, arena y ruinas, hasta llegar a esta isla.

Ella, la de nombre susurrado por el viento, sonido de multitud de arpas. La persistente y fresca mujer de mirada elástica, «y te sentí, ansiando ser desde el extremo de la creación. Tu voz apoderándose de mi carne, de toda mi piel. No sé si entré en tu sueño o este entró en mí. A medida que un diálogo secreto expandía historias, las trascendencias se contraían hasta su origen, hasta su punto inicial, cuando se promulgó el Edicto, cuando nos condenaron, cuando se dibujaron las dos vías, la recta y la circular, al momento de erigir la vanidad para disimular lo modesto, con el fin de extraviar a los impíos del trazo de la sabiduría.

¡Levántate!, exclamaste. ¡Camina! Algo mágico sucedía, algo que las vastas informaciones no podían clasificar. El instante mismo, el momento que es todo momento, y tú me lo diste. Los sabios taumaturgos de las regiones orientales de una república de lágrimas, situada a orillas de un Caribe esparcido en el alcohol de la caña que hace perder a los buenos espíritus, habían determinado al principio de las evocaciones que lo conocido llega en un solo instante y para siempre, y fueron catalogando los procedimientos y las instrucciones para alcanzarlo. Un golpe. Un esplendor. Un destello. Se abre el puente. La curva afina el diámetro. Volúmenes de hojas resecas ondulan en la atmósfera incierta de fulgores, escritas por ambos lados y observadas por muchas caras de un público indefinido. Más allá, los jardines de hojas septagonales, donde cierta leyenda de la Sabana del Espíritu Santo de Villa Mella asegura que en sus flores purpúreas nacen diminutos unicornios al unísono del canto de una diva sublime, en la confusión de notas de la noche serena, impregnada de almizcle oleaginoso que prefigura la molienda del central azucarero de los rubios americanos. Mientras tú y yo volvíamos a agotarnos, sumergiéndonos en el deseo profundo, intenso y carnal. Una maraña de enredaderas y bejucos continúa. Sé que sus líquidos fermentados provocan fiebre, cólera y otros tantos delirios propios de nuestros generales enrolados a tiranos.

Bestias, insectos notables y uno que otro reptil pasean por el laberinto de frondosos tallos con pétalos ocres, mientras tu voz femenina narra la epopeya de este pueblo de barro y sangre, de dos amantes resueltos en su pecado. Detallas una mañana cualquiera de mil ochocientos setenta y siete, justo cuando el aroma del café se conjuga con la espesa bruma de La Vega Real, coronada de techos de paja y metal, olorosa, fresca y tierna. La villa es apenas una sucesión simétrica de casas, puertas y cordilleras de colores infinitos que apenas amortiguan las detonaciones de la fusilería justiciera o imponente. Otra revolución ha comenzado. Los compadres se apuran en la palabra empeñada, y los grises vestuarios de las viudas en flor ocultan el deseo tras el puro apostrofado, al compás de los galopes de las bestias que extravían los silbidos de los pertrechos en una Plaza de Armas resumida en la agonía del corneta exhausto entre Diana y Alborada. La víspera del desayuno, el telégrafo comunica la adhesión del Cibao central a la causa; al almuerzo, la dimisión presidencial por el bien de la patria. Las campanas del ángel claman por los patriotas de cuerpos rígidos que nutren a la madre tierra, y la noche amarga sin el compañero tibio, la sal de las almohadas y sábanas será fiel testigo del deseo ahogado de una tierna niña que se deshojará tras la corriente de un río, sin saber por qué una bala pendenciera ha velado su sueño de dar a luz siete hijos a un fornido labriego agotado a las puertas de una fortaleza, machete en mano, descalzo y altivo, buen amante sin duda, quizás tierno, pero callado.

Mientras las aguas van consumiendo las manos ágiles tras el lavado de las faltas y las ropas, mientras hablas, volvemos a detallar el juego; aún resuena el Edicto: «ahora y por siempre», pactamos, nosotros, eternos, inseparables, amantes deambulando maldiciones, huellas tras huella, desiertos, arena y ruinas, hasta llegar a esta isla.

Ellos, proscritos afectuosos, tiernos amantes de la mañana en la intensa selva del deseo profundo, del ansia carnal. Un palacio inmenso, piedra sobre piedra, luces tenues que flotan junto a bailarinas convulsionadas. Aves, palomas, sonidos, sonrisas y encanto, un palacio inmenso, lleno de llanto. Un pueblo, una piel, un canto. «Hasta llegar a esta isla».

[CANTO III]

«Nosotros, con los cuerpos juntos, los pechos muy cerca, ojos brillantes. Éramos nosotros en aquella tormenta, camellos y desierto, tras el Egipto secreto de magia y fórmulas. Expulsados del templo. Quiero relatar este canto, hablar de este pecado desde el comienzo de los tiempos, antes de volver a esta isla, ahora de nuevo».

Dos almas resguardadas a la intemperie, torres de marfil asentadas sobre oro finísimo, preeminentes en un bosque de nogales; los vientos del norte y del sur traen aromas de azafrán, nuez y lirios acuáticos, invernados en estanques de vinos adobados con el mosto de las vides del Éufrates. Eran ellos en una comarca de resinas olorosas, cañas y huertos de granados, de pastores y gacelas, ungüentos que encienden el corazón y elevan lo expresivo.

«Éramos nosotros una vez en la tierra del Senaar, tú sacerdotisa de aquel templo, cuando los guerreros clamaron «al Egipto», ataviada en lino. Cruzamos la mirada y retuvimos el momento, y supimos que seríamos ‘por siempre’. Una mañana partimos, nos besamos tiernos, muy tiernos, como si mostráramos nuestras flores y retoños, y dijimos: «ahora y por siempre», explorando posibilidades: «la bondad, el bien, la belleza, la condición del éxtasis profundo, eterno, universal». Éramos nosotros en aquella batalla, tú y yo, delante del Faraón, con la rueda y el hierro, la magia y la seda, en Meggido, junto al príncipe, triunfamos sobre el Soberbio. La inmortal danza de las espadas comenzó al alba. Hierro y bronce hervían fundidos, la jornada interminable, incansable, bestias, hombres, mujeres, niños y ancianos atrapados en frenesí, gritos, arena y espanto. Traidores, beduinos, columnas y caballos, cascos y carros, huestes triunfantes «¡al Egipto!» recóndito al caer el ocaso. Éramos nosotros en aquella víspera, debilitados por la lluvia, empapados los cuerpos, barro y ternura, mujer de la tarde… Amada mía, soy tu amado.

Éramos nosotros navegando, llegando a esta isla.

¿Quiénes son estos rostros, cada vez más oscuros? Estas caras más imprecisas. «Nosotros, los eternos, inseparables amantes deambulando lugares, maldiciones, huellas tras huella, desiertos, arena y ruinas, hasta llegar a esta isla».

Una multitud asciende. Innumerables caras aún indefinidas. Miles de semblantes de un pueblo. Hombres laboriosos. Bellas mujeres de tez morena. Una multitud imponente, vestida de blanco, entonando la melodía angustiosa del camino, ese dialecto melancólico enraizado en los oriundos, asimilado a la miel dispersa, difundida en «Vasija de Barro», emergiendo en bocas como fruta partida, cual flor de naranjo; armonía arraigada en nuestras almas tristes, tiernas y tan resilientes como la rueda y el hierro. «Nosotros, los eternos amantes, en esa columna de personas, carros y bueyes, de un pueblo mestizo, mágico y vasto».

Escuché tu voz entre la multitud, vi tus labios como dos hilos escarlatas y tus pechos, mujer mía desde la eternidad, precisas dunas del desierto firme, y viste al hombre tuyo desde la eternidad. Tú, amada mía, yo, hombre tuyo, doncella de mis senderos, sombra de los cipreses, reposo de mis huesos, caderas de templos, nuestras estancias aguardan. Salid, multitud, salid. Al lirio de los ríos, a los manantiales de brea aromática, donde traen agradables esencias de Oriente. Salid, multitud, salid. Soy yo, tu amado, refugio de tus temores, eres caja de mirra e incienso, yo, espada de tu alma, flor al romper el día.

Era Él bendiciéndonos, lavando la culpa. Amada mía, soy tu amado. Podemos descansar en la corriente de los aromas, hasta que desees. Él los bendijo mientras colgaba del techo del mundo, preciso entre el bien y el mal, en medio de un desierto, en un tiempo que abarca todos los tiempos, donde todo acontece: lo que es, lo que fue y lo que será. Allí Él los liberó de la culpa, dejándoles el camino del sufrimiento, la vía recta que, sin duda, conduce nuevamente hacia Él, recuperando la evocación.

Eran mis labios explorando cada amplitud de tu talle, tentándote en cada vuelta, sintiendo el rocío de tu superficie, los accidentes de la carne. Eran tus manos moldeándome de nuevo, explorando mis extensiones, bañándome de olíbanos y mirras, de fragancias placenteras, aletargando el alma, embriagando el cuerpo. Éramos nosotros, una multitud. Un pueblo. Muchos rostros, proporciones de amores.

La noche se consumió en tantos misterios, y la jornada se aclaró. Extenuados, dos cuerpos exánimes, aletargados, con el aliento restablecido. Mujer exquisita, de forma frágil, mirada suave, busto verde al deseo púrpura, que yaces a mi lado. En tantos senderos franqueados, encuentros y ternura, transfigurados, el anhelo de inventar la vía juntos.

Ellos son amantes adormilados en una mañana de tantos rostros, cada vez más remotos: el pueblo, la piel, el canto. El «tiempo que es todo el tiempo» es una fórmula que señala desde el origen el fin y el principio de la expiación, el eje que rompe la trampa circular en la que los soberbios habitan extraviados. Se concentra en el «tiempo-Año-cero», el lavado de las culpas originales. Este momento fue escrito «in illo tempore» por una lanza en el costado tierno de la Encarnación de dos mundos, la apertura humana donde interceden lo real y lo fantástico. En este sentido, «por ahora mis años no son más que gemidos. […] Me he consumido en el tiempo, cuyo orden desconozco. Mis pensamientos, lo más íntimo de mi alma, se ven despedazados por la tumultuosa multitud de variedades, hasta que me funda en ti, purificado y derretido por el fuego de tu amor».