Por el P. EVENCIO MORENO,

Escolapio,

Concepción clásica del amor

Nos dice atinadamente Ferrater en su Diccionario filosófico: «En la antigüedad el amor era concebido como una aspiración en la cual lo menos perfecto tendía a lo más perfecto.»

El acto de amar implica el juego necesario de dos palabras: sujeto actuante, imperfecto, y objeto pasivo, perfecto, o también, concebido como meta a alcanzar,  en la que se pretende, en efusión de voluntades, íntima comunicación, asimilándose alguna de sus perfecciones, y recreándose a la par en ellas.

La ceguedad de un joven lo buscará afanosamente en las apariencias, falso concepto de correspondencia física y moral, y encontrará en requiebros y galanteos  un momentáneo solaz, llamado por su esencia de caducidad, a evaporarse, de no hallar fundamentación sólida en lo sobrenatural. Cosa hartamente difícil de vislumbrar en el cenit de la juventud.

La madre, el padre, inquirirán en el cariño del hijo la forma de rebosar la vacuidad que deja en su ser lo accidental e inconsistente de lo que les rodea. Así podríamos hacer desfilar, ante nuestra consideración, la letanía interminable de bohemios buscando el amor en el mundo sensible de la realidad como lo intentara toda la filosofía antigua, huera en sus elucubraciones metafísico-espirituales, y si tocaron alguno de sus problemas les ofuscó un astro de rayos potentísimos, necesitando para su visibilidad el cristal ahumado de la filosofía revelada, centrada en las nuevas  orientaciones cristianas. En lo imperfecto de la criatura no podían encontrar la piedra filosofal, poderosa para acallar constantes reclamos del alma que se siente  vacía y su grito se pierde en el espacio de la incomprensión y le arrastra al centro mismo de la desazón. Errantes intentaron hallar un oasis en la aridez interminable que les rodeaba. Fallando de plano sus esperanzas inconsistentes.

Principio básico de San Agustín

Pero San Agustín en alarde de inteligencia, fortalecida con la sinceridad en sus búsquedas y, sobre todo, por la agudeza inmanente en la gracia, nos lleva de la  mano a un camino desconocido y fácil; solaz y refrigerio para los peregrinos cansados y maltratados por la inclemencia de tanta espina punzante, que han dejado hondas heridas en el alma humana, al pretender escalar la montaña ardua de la perfección, partiendo de la deficiente e imperfecta criatura.

El nos caricaturiza, señalando a la par magistralmente la exótica enfermedad que padecemos, y nos receta el único medicamento capaz de amortiguar nuestra asfixia espiritual: «Inquieto está mi corazón (centro mismo del amor) hasta que descanse en Ti.»

Con la frase «hasta que descanse en Ti» ha roto el velo impenetrable del Sancta-Sanctorum y nos ha descubierto los verdaderos misterios del amor. El constante peregrinar por vericuetos estrechos racionales tratando de hallar la suma perfección, el amor tranquilo, en la corteza o superficialidad de las cosas, nos dice el Santo de Hipona, que es vano intento. Hay que adentrarse en la metafísica de la inclinación a la criatura, que apodamos amor, y en el sondeo veremos que no es más que una llamada a descansar en brazos de la perfección absoluta.

Para San Agustín, pues, el amor encuentra acabada correspondencia en el seno de la Divinidad y cualquier desviación de esta recta, rebosante de felicidad, nos separa infaliblemente de la fuente cristalina y fresca que emana incesantemente auténtica paz. Las fuerzas todas del ser humano deben aunarse en la búsqueda intranquila de Dios, raíz misma del amor verdadero.

Definición de amor

Entresacando conceptos e hilando expresiones deducimos la definición exacta de amor de San Agustín, la mejor planteada y expuesta a través de toda la historia de la Filosofía Cristiana: «Un impulso o tendencia íntima hacia el bien».

Distingue diversidad de amores sobre los que se vierte nuestra atención e intereses:

Amor sensible: Que florece en nuestra imaginación y deja la misma huella que la brisa sobre las verdes hojas del árbol, moviendo la tersura de nuestra alma y arrebatándole, con rapidez de rayo, la luz esperanzadora que la orientaba y absolvía.

Amor honesto: Efluvio de la razón. Sopesado todo se une a lo conveniente o se aleja de lo nocivo. Amor Sobrenatural: Basado en la fe y presentado como el único trascendente y meritorio.

Del mundo a Dios

La primera escalera para subir a la contemplación y posesión del amor nos la señala en su Libro de los sermones: «Yo entiendo que vuestra caridad distingue estos dos saberes. Porque no es mucho saber la hizo un hombre, si atribuyes al cuerpo del hombre la fábrica. En cambio, sabes algo grande si sabes que fue construida según cierto designio por una inteligencia donde la fábrica estuvo antes de ser vista de los ojos. Porque a la fábrica la precedió un proyecto, al que siguió el efecto; precedió lo que no veías, para que fuese lo que ves. Ahora ves la fábrica y alabas el designio;  pones los ojos en lo que ves, alabas lo que no ves, y es más lo que no ves que lo que tienes delante de los ojos. Muy bien, pues, y muy en razón fueron acusados los  que pudieron investigar las leyes de los astros, los espacios de los tiempos, y conocer los eclipses y predecirlos; con justicia fueron reprendidos por no hallar, por no haberse ocupado en investigar a Aquél por quien todas las cosas fueron hechas y ordenadas. En cuanto a ti, no te preocupes demasiado si no sabes los giros de  los astros y de los cuerpos celestes y terrestres; mira la hermosura del mundo y alaba el consejo del Creador: «mira lo que hizo, ama al que lo hizo. Y, sobre todo, ama al que te hizo; que también a ti mismo, que le  amas, te hizo a su imagen.»

Lo que entra por los sentidos, la realidad sensible, nos canta con música misteriosa de colorido y perfección la partitura del amor divino. No nos dice que detengamos nuestra marcha ascendente en la sosegada admiración del mundo y sus bellezas, requiere que siempre prosigamos la rebusca de pinceladas divinas en cada ser hasta formarlo aproximadamente, ya que es del todo imposible recoger la perfección infinita diseminada en la creación en el lienzo imperfecto de nuestras potencias, el cuadro del amor divino en lo creado.

Y como lógica consecuencia del estático asombro, conjuntamente con él, aunar las energías de nuestra voluntad para encauzarlas hacia Dios.

Desviación del primer hombre

Existe una armonía interna en el hombre que se conjunta para ser enflechada hacia Dios. De perder arbitraria e ilógicamente esta dirección se rompen los acordes y le suceden las discordancias y los desvaríos. Generalmente, el tronco sobre el que descansan las ramas secas e infructuosas de pasiones y desvíos es el acendrado amor de sí mismo: «El amor de sí mismo fue la primera perdición del hombre. De no haberse amado y de haber antepuesto a su amor, el divino, hubiera permanecido sujeto a Dios y no le habría dado la espalda negándose a la voluntad del Señor por la suya propia, ya que amarse uno a sí mismo no es sino hacer la propia voluntad.

La ciencia del amor es no amarse; es anteponer a la tuya la voluntad de Dios. Ser vicioso el amarse, díselo así el Apóstol: Habrá hombres amantes de sí mismos. Pero quien en sí mismo se ama ¿halla quietud en sí mismo?

El amor propio comienza por abandonar a Dios; más entonces el amor de sí se ve lanzado fuera de sí hacia las cosas amables de afuera…..

Comenzaste por amar lo exterior a ti, y te perdiste a ti; quédate, pues, dentro de ti si puedes. Porque al salir de sí mismo el amor del hombre para irse a las cosas exteriores, empieza a esfumarse con las cosas amadas, que también se esfuman, y a derrochar las propias energías.»

Amor de Dios y del prójimo

Hace, San Agustín, a toda criatura portadora de dos alas para remontarse a la cumbre de la perfección moral. En una ostenta, alimentándose del espíritu de su letra, el siguiente precepto: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente.»

En la otra, con caracteres visibles: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo, que si al hermano que ves no amas, a Dios, que no le ves ¿cómo puedes amarle?» Tanto el primer mandamiento como el segundo sitúan al ser humano en medio de dos paralelas sobre las que ha de caminar indefectiblemente, y así llenar los requisitos más indispensables, exigidos con carácter de urgencia por la ética divina.

La doctrina sobre el amor de Dios y del prójimo la encontró tan acabada Santo Tomás que no hizo más que copiar todo el compendio agustiniano, perfeccionándose en mínimos detalles. No le preocupa torcer la inteligencia hasta caer vencida bajo el peso de argumentaciones lógicas irrefutables, entresacadas de un cerebro de su categoría; busca más bien, como potencia de más alta alcurnia en él, la voluntad para llevarla por el camino de la convicción volitiva con insinuaciones, alejadas de la árida metafísica, a la práctica del bien.

Intervención en las faltas ajenas

Hace al hombre coadjutor en la poda de los defectos ajenos. No admite ingiferentismos con el hermano; no quiere parte activa en los retoques de perfeccionamiento para acrecentar el fuego del amor divino en el alma: «Nuestro Señor nos previene contra la indiferencia en punto a las faltas recíprocas, y sin mandarnos a buscar materia de censura, quiere nos reprendamos aquellas de que fuéramos testigos. Porque sólo tiene en disposición de sacarle al hermano la brizna del ojo quien no tiene una viga en el suyo…..»

El método necesario para alcanzar la perfección completa del amor puro lo hace descansar sobre la roca del amor al prójimo. De ahí que en sus obras haga tanto hincapié en él para conseguir el adelgazamiento y la gracilidad interna. Lo encuentro tan extensamente tratado que he juzgado de suma ‘importancia condensarlo: «Quien aborrece a su prójimo aborrece su propia alma. Si tú odias y quieres reprender, ¿cómo podrás, sin ver bien, enmendarle a otro la vista? Modo de la corrección: reprender por amor. Si por amor propio lo haces nada es lo que haces¨…..

Remedio del pecado de odio: el perdón; a pesar del rubor en pedirlo. Obligación del ofendido: dar al olvido lo que hay de ofensa para ti, mirando lo que hay de herida para él.

Pecados de la carne: reprender y corregir en privado, porque de hacerlo en público difamaríamos al culpable. Algunos creen que Dios nos echa tras los pecados carnales. Oye lo que Dios te enseña y no lo que te dice tu corazón o el amigo para llevarte al pecado. Enmiéndate hoy por la incertidumbre del mañana.»

La tentación

Toda la ética agustiniana, como se ve, gira en torno al astro del amor. No concibe la posibilidad de perfeccionamiento sin fincarse en sus raíces. Hasta la mala inclinación o tentación interna, apartando si es o no ingénita, según la psicología moderna, la explica como tentación para asegurarse de nuestro amor: «Porque hay otra tentación, que también se llama prueba, de la cual se ha escrito: Tiéntaos Dios,  Señor vuestro, para saber si le amáis ¿Qué significa ése para saber? Para haceros saber, pues El ya lo sabe.»

Amar a la justicia es amar a Dios

Se adentra Agustín en el fin último de la justicia y la ve colocada en el trono de la esencia divina. Por eso insinúa que se le ame y busque con la misma intensidad con que se ama y se busca a Dios como realizador de lo creado y premiador de los méritos alcanzados en  el transcurso de la vida.

Es un párrafo tan perfecto e interesante que lo creo de capital atractivo para el lector: «Uno es temer al castigo y otro amar la justicia. Ha de haber en ti un amor casto, un gran deseo de ver el cielo y la tierra, las líquidas llanuras del mar, los  frívolos espectáculos, los visos y los relumbres de las piedras preciosas, sino a tu Dios. Desea, pues, ver a tu Dios y amar a tu Dios, porque se ha dicho: Amadísimos somos hijos de Dios, y no apareció aún lo que seremos; más estamos ciertos de que, en apareciendo, seremos semejantes a Él, porque le veremos como es. He aquí la visión por amor a la cual debes hacer el bien. He aquí la visión por la que no debes hacer el mal. Supongamos que deseas ver a tu Dios y que por ese amor suspiras en esta peregrinación. El Señor tu Dios quiere probarte. Imagina que te dice: Haz como gustes, satisface todas las pasiones, da paso libre a la maldad, quita el freno a tu lujuria, ten por lícito cualquier halago; no por eso he de castigarte, no te mandaré al fuego eterno pero te negaré mi rostro. Si a eso temblaste, amaste; si al oír esa palabra: Dios te negará la vista de su rostro, tembló tu corazón y juzgaste atrocísimo castigo no ver a tu Dios, le amas gratuitamente. Si, pues, mis palabras han hallado en vosotros una chispa de amor gratuito a Dios, aumentadla, y para ello recurrid a la oración, a la humildad, al dolor de la penitencia, al amor de la justicia, a las buenas obras….. Soplad sobre esa chispa de buen amor y fomentadla  en vosotros….»

¿Muere el amor?

En el capítulo sobre La vida del alma nos lleva al final de la existencia del hombre sobre la tierra y aporta un cúmulo de ideas, llana y naturalmente atraídas, pero encerrando profundos conceptos sobre el fin del amor en este mundo.

El alma es inmortal y en su mismo centro, aunque el cuerpo se desintegra hasta convertirse en polvo, lleva siempre el amor que profesó a quienes estimó, y trataron con cariño, advertencias y buenos ejemplos, de conducirle caritativamente por el camino de la virtud.

Y nos dice también que no pretendamos tocar a las puertas del corazón deshabitado, que ha atravesado sutilmente los umbrales de la eternidad con llantos y reclamos, es inútil; se llevó todo, hasta el amor que nos profesaba, al cielo. Y es que el amor es eterno como el alma: «Quien a un muerto llora en balde grita junto a las ventanas de su morada; no hay dentro nadie que le oiga. Qué de cosas no le dice el amor del lloroso, cuántas va nombrando y cómo, enajenado, digamos, por el desvarío de su dolor, habla y habla cual si le oyera, siendo así que habla con un ausente…. Pero está echando un freno al desvarío del dolor, reflexionas, advertirás que ya se fue quien te amó, y en vano golpeas a la puerta de la morada, que no puedes hallar sino deshabitada…..»

Todos han de amar

El amor no está acotado para nadie; ningún hombre clavó los setos de su propiedad; de todos es y para todos existe. A todos los hombres les rodea, con todos juega, y a todos, en desbordamiento de bondad divina, quiere hacer felices. De ahí que sea tarea ardua el amor extraído de las perfecciones absolutas de la Divinidad. Un amor desequilibrado que se aparte de este norte nos arrastra y obliga a besar el polvo de la imperfección, conjuntamente que nos aleja de la paz eterna para la que fue hecha nuestra alma.

Para quien ha encontrado el tesoro escondido del verdadero amor todo le es fácil y llevadero, sólo por esto merece la pena vivir la vida del amor puro, y no se diga posesionándose de los eternos valores.

«Todas estas cosas, sin embargo, hállanlas difíciles los que no aman; los que aman, al revés, eso mismo les parece liviano. No hay padecimiento por cruel y desaforado que sea, que no le haga llevadero y casi nulo, el amor. Y si esto es así, ¿no ha de ser verdad mucho más cierta que el amor vuelve fácil lo que una pasión miserable hizo difícil?» (Sermón Suavidad del yugo divino).