Por MARTIN HEIDEGGER

Los conocimientos de las ciencias son habitualmente expresados en forma de proposiciones y, como aprehensibles resultados, ofrecidos al hombre para su aplicación. La «doctrina» de un pensador es lo tácito en su decir, a lo que el hombre está consignado para que por ello se prodigue.

Para que nosotros podamos experimentar lo tácito de un pensador, sea ello lo que fuere, y conocerlo en lo sucesivo, tenemos que reflexionar sobre lo que ha dicho. Satisfacer en regla esta exigencia significaría discutir detalladamente en su conexión todos los «Diálogos» platónicos; mas, dado que esto es imposible, otro es el camino que debe conducir a lo tácito en el pensar de Platón.

Lo que en él queda tácito es un giro en la determinación de la esencia de la verdad. Lo que este giro consuma, en qué consiste, y qué se llega a fundar mediante esta mutación de la esencia de la verdad, sea, pues, ilustrado mediante una exégesis de la «alegoría de la caverna». Con la presentación de la «alegoría de la caverna» comienza el séptimo libro del «Diálogo» sobre la esencia de la pólis (República VII, 514 a, 2 hasta 517 a, 7). La “alegoría” narra una historia. La narración desarróllase en el diálogo entre Sócrates y Glaucón, donde aquél expone la historia, manifestando éste creciente admiración. La traducción adjunta va más allá, en los lugares cerrados con paréntesis, del texto griego, explicándolo.

TEXTO (1)

«Represéntate ahora lo siguiente”: Unos hombres se encuentran bajo tierra en un recinto cavernario. A lo largo de éste, y hacia la luz diurna, se extiende el acceso, al que confluye toda la caverna. En esta morada, atados por los muslos y la nuca, desde la infancia tienen los hombres su residencia. También permanecen por ello en el mismo sitio, pudiendo sólo mirar a lo que tienen enfrente de ellos. Mover la cabeza en torno no les es posible, puesto que están encadenados. Sin embargo, les ha sido otorgado un resplandor de luz, de un fuego que arde a sus espaldas, en la parte superior y a la distancia. Entre el fuego y los prisioneros (por lo tanto, a sus espaldas) discurre un camino, a lo largo del cual imagínatelo así hay un muro más bajo, construido al modo de esas vallas que los volatineros levantan frente al público, para mostrar por encima de ellos los prodigios.

«Lo imagino”, dijo Glaucón. Según eso, figúrate ahora hombres que transportan toda clase de objetos a lo largo de ese pequeño muro, los que sobresalen un poco sobre éste; estatuas, imágenes de piedra y de madera, como también variedad de cosas hechas por el hombre. Como es de esperarse, de entre los cargadores que pasan unos van entretenidos entre sí, otros en silencio (1).

(1)La traducción del texto citado es de la versión alemana de Heidegger.

«Insólita imagen propones”, dijo, e “insólitos prisioneros”. Sin embargo, son en todo iguales a nosotros los hombres, contesté yo. Pues, ¿qué crees tú? Tal especie de hombres, desde un principio, jamás ha obtenido otra visión, sea de sí mismos, sea de los demás, que las sombras que sobre el muro de la caverna que tienen en frente arroja (constantemente) el resplandor del fuego.

«¿Cómo puede ser de otro modo”, dijo, “si están compelidos a mantener inmóvil la cabeza todo el curso de sus vidas?”

«¿Qué ven, pues, ellos de las cosas que (a sus espaldas) son transportadas? ¿No es eso precisamente lo que ellos ven (es decir, las sombras)? En efecto”.

«Ahora, si estuviesen en condiciones de comunicar y discutir detalladamente entre sí lo visto, ¿no crees que a lo que ellos ven allí tomarían por el ente? «Se verían obligados a ello. «¿Pero qué pasaría si esta prisión también tuviese un eco venido del muro que ellos tienen frontero (hacia el que miran exclusiva y constantemente)? Tan pronto como uno de los que transitan a espaldas de los prisioneros (transportando cosas) se hiciese oír, ¿crees tú, por cierto, que ellos tomarían a lo que habla por algo distinto de esas sombras que pasan ante ellos?”

«Por nada distinto, ¡por Zeus!”, dijo.

«Absolutamente, contesté yo, los prisioneros tomarían entonces por lo desoculto no otra cosa que las sombras de los objetos”.  «Sería completamente necesario”, dijo.

«Según eso, contesté yo”, sigue ahora con tu mirada el proceso de cómo los cautivos llegan a ser liberados de las ligaduras y, en consecuencia, curados de la falta de discernimiento; y considera, además, de qué especie tendría que ser esta falta de discernimiento, si a los prisioneros les sucediese lo siguiente: tan pronto se desligase a uno y se le forzase, de súbito, a pararse, a volver la cabeza, a caminar y a mirar hacia la luz, (entonces) él haría (siempre) todo esto entre sufrimientos, y tampoco estaría en condiciones de mirar, a través de la constante reverberación, hacia aquellas cosas cuyas sombras anteriormente vio. (Si todo esto sucediese con él), qué crees tú que diría él al que le revelase que (sólo) futilidades había visto antes, pero que ahora estaba un poco más cerca del ente y, en consecuencia, vuelto hacia el mayor ente, al que, por lo tanto, miraba más rectamente? Y si (entonces) alguien todavía le mostrase cada una de las cosas que van pasando y le forzase, sobre demanda, a contestar qué cosa sea ello, ¿no crees tú que se hallaría sin saber absolutamente nada y, por añadidura, reputaría lo visto anteriormente (con sus propios ojos) por más desoculto que lo que ahora (por intermedio de otro) le es mostrado?

«Indudablemente”, dijo. «Y si alguien todavía le precisase a mirar hacia el resplandor del fuego, ¿no le dolerían los ojos, y no querría apartarse de allí y huir (de vuelta) hacia lo que está en sus posibilidades ver, decidiendo, por lo tanto, que esto (que sin más es visible para él) es, en efecto, más claro que lo que ahora le es mostrado?  «Así es”, dijo.

«Pero si ahora”, contesté yo, “alguien (a este libre de ligaduras) con violencia lo arrancase de allí arrastrándolo por la escarpada y difícil abertura de la caverna y no le soltase hasta no haberlo traído a la luz del sol, ¿sentiría quien así es arrastrado por dolor e indignación? ¿No sentiría los ojos, llegado a la luz solar, llenos de resplandor, y no sería incapaz de ver siquiera algo de lo que ahora le es revelado como lo desoculto? «En modo alguno estaría en condiciones para ello”, dijo; “por lo menos no de pronto”.

«Evidentemente fuera menester, creo yo, un acostumbramiento, caso de que se tratase de aprehender en el ojo lo que está allí en lo alto (fuera de la caverna en la luz del sol). Y (en tal habituarse) podría, ante todo, muy fácilmente mirar hacia las sombras y después hacia la imagen de los hombres y de las demás cosas reflejadas en el agua, y luego captaría por la visión a éstas mismas (o sea, el ente en lugar de los evanescentes reflejos). Desde el ámbito de estas cosas podría contemplar lo que hay en la bóveda del cielo, y a éste mismo, y desde luego más fácilmente durante la noche, mientras mira hacia la luz de las estrellas y de la luna, (más fácilmente, claro está) que durante el día al sol y su brillo”.

“Sin duda alguna”.

«Pero al fin”, creo yo, “llegaría a estar en condiciones de mirar al sol mismo, no ya sólo a su reflejo en el agua o en donde surgiere, sino al sol mismo, tal cual él es por sí mismo en su propio lugar, y observarlo en su naturaleza”.

«Necesariamente así sucedería”, dijo.

«Y una vez que ha dejado detrás de sí todo esto, ya puede acerca de aquél (el sol) concluir que es él, precisamente el que produce tanto las estaciones del año como los años y el que dispone todo lo que hay en el circuito (ahora) contemplado (de la luz solar); sí que también él (el sol) es hasta la causa de aquel todo que ellos (los que permanecen allí abajo en la caverna) tienen, en cierta manera, ante sí”.

«Evidentemente”, dijo, “llegaría a eso, o sea al sol y a lo que está en su luz), una vez que hubiera salido de aquello” (que sólo es reflejo y sombra).

«¿Y qué, pues, pasa ahora? Si se acordase nuevamente de la primera morada y del «saber» que allí es regla y de los entonces encadenados con él, ¿no crees que a sí mismo se tendría por dichoso por el cambio (acontecido), compadeciendo a aquéllos, por el contrario?”

«¡Sí, por cierto!»

«Pero si ahora (entre los hombres) del anterior lugar de residencia (esto es, en la caverna) se instituyen ciertos honores y premios para quien aprehendiese más nítidamente con la mirada lo transitorio (lo que sucede todos los días) y, además, conservase en la memoria, lo más de lo que habitualmente es transportado primero, luego después y, por último, al mismo tiempo, y que (entonces) pudiese decir de antemano lo que fuese a ocurrir en el inmediato futuro, crees que el (salido de la caverna) desearía (todavía) estar entre aquellos (que están en la caverna) para (allí) rivalizar con quienes gozan de poder y consideración, o acaso no querrá adoptar para sí aquello que dice Homero: «servir asalariado, a un extranjero labrador sin dote», y no querrá, en general, soportarlo todo, antes que circunvagar entre aquellas opiniones (válidas para la caverna) y ser un hombre según aquella manera?”

«Yo creo, dijo, que dejaría le sobreviniese todo, antes que ser un hombre según aquella manera (propia de la caverna)”.

«Y ahora, por consiguiente, considera esto”, contesté yo: “Si el que por tal modo ha salido de la caverna, descendiese nuevamente a ella y se sentase en el mismo sitio, ¿no se le llenarían los ojos de tinieblas, en el lugar mismo donde él se sustrajese repentinamente al sol?”

«Sí, absolutamente”, dijo.

«Si de nuevo, entonces, se entregase, con los allí constantemente encadenados, a proponer y afirmar opiniones sobre las sombras, con los ojos todavía debilitados, y antes de haberlos aclimatado de nuevo, la cual habituación no demandaría poco tiempo, ¿no sería al punto entregado al ridículo allí abajo, y no se le daría a entender que había ido allá arriba sólo para volver (a la caverna) con los ojos estragados, de modo que no era de utilidad alguna emprender el camino ascendente? Y a quien pusiese manos a librarlos de las ligaduras y conducirlos allá arriba, si ellos pudiesen disponer de él y matarlo, ¿no lo mataran realmente?”

«Seguramente que sí”, dijo».

¿Qué significa esta historia? El mismo Platón da la respuesta, haciendo seguir inmediatamente a la narración su exégesis. (517 a, 8 hasta 518 d, 7).

La morada cavernaria es la imagen para téendi’ópseoosfainoméneenédran «el distrito de residencia que (cotidianamente) se muestra a la mirada». El fuego que brilla en la caverna sobre los que la habitan es la «imagen» para el sol. La bóveda cavernaria representa a la bóveda del cielo. Bajo esta bóveda, consignados a la tierra y a ella sujetos, viven los hombres. Lo que en ella les circunda y concierne es, para ellos, «lo real», es decir, el ente. En esta morada cavernaria ellos se sienten «en el mundo» y «en su casa», y encuentran en ella lo seguro. Las cosas mencionadas en la «alegoría», y visibles en lo interior de la caverna son, en cambio, la imagen para aquello en que propiamente consiste lo entitativo del ente, siendo esto, según Platón, aquello por lo que el ente se muestra en su «aspecto», el cual no es tomado por Platón como mero «aspecto» o apariencia. El «aspecto» tiene para él algo todavía de un aparecer fuera, mediante el cual toda cosa se «presenta». Es presentándose en su «aspecto» que el ente mismo se muestra. Este «aspecto» es el equivalente griego de eídos o idea. Las cosas que yacen, a la luz del día, fuera de la caverna, donde la libre perspectiva se extiende a todo, ilustran, en la «alegoría», las «ideas».

Según Platón, si el hombre no tuviese éstas, es decir, aquel respectivo «aspecto» de cosas, seres vivos, hombres, números y dioses a la vista, jamás podría apercibir esto y aquello, como una casa, como un árbol, como un dios. Cree habitualmente el hombre que ve directamente esta casa y aquel árbol, y, de este modo, a todo ente. Ante todo y, en general, no sospecha el hombre que todo lo que con soltura vale para él como lo «real», sólo lo ve siempre a la luz de las «ideas». Mas aquello sólo presuntiva y propiamente real, lo inmediatamente visible, audible, aprehensible, calculable, es siempre, asegura Platón, la silueta de las ideas y, en consecuencia, una sombra. Esto más próximo y, sin embargo, semejante a sombra, tiene al hombre cotidianamente en cautiverio. El vive en una prisión y deja tras de sí a todas las «ideas». Y en virtud de que no reconoce en modo alguno a este cautiverio como tal, tiene a este recinto cotidiano bajo la bóveda del cielo por el teatro de la experiencia y de la apreciación que exclusivamente imparten la medida a todas las cosas y relaciones y la regla para su organización y fijación.

Ahora bien, cuando el hombre pensando en la «alegoría» mira de pronto, en el interior de la caverna, hacia el fuego detrás de él, y cuyo resplandor produce las sombras que proyectan las cosas transportadas aquí y allí, él siente entonces esta insólita reversión de la mirada inmediatamente como una perturbación del comportamiento habitual y del pensar consuetudinario, rechazando hasta la mera pretensión de que una actitud tan extraña deba llegar a aceptarse dentro de la caverna, puesto que en ésta se está en unívoca y plena posesión de lo real. El hombre cavernario, ávido de su «inspección», no puede ni siquiera sospechar la posibilidad de que lo que para él es real pueda ser solamente lo semejante a sombra. El no ha de saber tampoco de las sombras, si incluso no quiere conocer nada del fuego cavernario ni de su luz, cuando este fuego es tan sólo uno «artificial» y tiene, en consecuencia, que ser familiar al hombre. Por el contrario, la luz solar de fuera de la caverna no es producida por los hombres. En su claridad muéstranse inmediatamente, naturales y presentes, las cosas mismas, sin que su presentación haya menester de un bosquejo. Estas cosas que se muestran por sí mismas son, en la «alegoría», la «imagen» para las “ideas», quedando el sol como la «imagen» para aquello que hace visible a todas las ideas, o sea como la «imagen» para la idea de todas las ideas. Llámase ésta, según Platón, “he touagathoúidéa”, lo que «literalmente» se traduce, como harto equívoco, por lo demás, por la expresión “la idea del bien».

Las correspondencias alegóricas, ahora sólo enumeradas, entre las sombras y lo real, empírico y cotidiano, entre el resplandor del fuego cavernario y la claridad en la que está lo «real» habitual y más próximo, entre las cosas exteriores a la caverna y las ideas, entre el sol y la idea suprema, no agotan el contenido de la «alegoría». Sí, lo peculiar aún no ha sido aprehendido del todo, pues la «alegoría» narra procesos e informa no sólo sobre las moradas y la situación del hombre dentro y fuera de la caverna, ya que estos procesos narrados son tránsitos de la caverna a la luz diurna y nuevamente de vuelta de ésta a la caverna.

¿Qué acontece en estos tránsitos? ¿Cómo son posibles estos acontecimientos? ¿De dónde toman éstos su necesidad? ¿Qué interesa en estos tránsitos?

Los tránsitos de la caverna a la luz diurna y los de ésta a la caverna requieren un desacostumbramiento de los ojos de la oscuridad a la claridad, y de la claridad a la oscuridad. En estos tránsitos siempre los ojos se sienten perturbados y, ciertamente, por motivos opuestos: dittaíkaiopódittóongígontaiepitaráxisómmasin (518 a, 2). «Dobles perturbaciones les surgen a los ojos, y esto por dobles motivos».

Ello significa que el hombre o puede llegar desde un no saber apenas notado hasta donde el ente muéstrasele de modo más esencial, con lo cual, ante todo, no se ha hecho apto para lo esencial; o puede también decaer desde la actitud de un saber esencial, derivando hacia el dominio de la primacía de la realidad común, sin estar, no obstante, en condiciones de reconocer como lo real, lo que es aquí habitual y practicado.

Y como el ojo corporal tiene que desacostumbrarse lenta y constantemente, sea a la claridad, sea a la oscuridad, así también tiene el alma que acostumbrarse con paciencia y apropiados pasos sucesivos al dominio del ente, al cual ella está expuesta. Este acostumbrarse exige que, ante todo, el alma en su todo sea virada en la dirección fundamental de su esfuerzo, así como el ojo sólo puede mirar bien y hacia todas partes cuando previamente el cuerpo en su totalidad ha ocupado el lugar correspondiente.

Pero, ¿por qué el acostumbrarse al momentáneo dominio ha de ser constante y lento? Ello es así porque dicha reversión concierne al ser hombre y, en consecuencia, se cumple en el fundamento de su esencia. Esto significa que la actitud reguladora que debe surgir mediante una reversión, tiene que ser desarrollada a partir de una relación que ya sustenta al hombre, y hacia un firme comportamiento. Este desacostumbrarse y acostumbrarse del ser humano al dominio momentáneamente a él asignado, es la esencia de lo que Platón llama la paideía. El vocablo no consiente traducción. Paideía significa, de acuerdo a la determinación de la esencia que da Platón, la periagoogéehóleestéespsyjées, o sea el acompañamiento para la reversión de todo el hombre en su esencia. La paideía es, por lo mismo, esencialmente, un tránsito y, por cierto, desde la apaideusía a la paideía. Conforme a ese carácter de tránsito, la paideía queda siempre referida a la apaideusía. Por lo menos, aunque no plenamente, basta para el vocablo paideía la palabra «Bildung». Desde luego, tenemos que restituirle a esta palabra su originaria facultad nominativa, y olvidar la falsa interpretación que le tocó en suerte en las postrimerías del siglo XIX. «Bildung» tiene un doble significado: es, una vez, un dar forma en el sentido de una acuñación que va desarrollándose. Pero este «dar forma», «da forma», es decir, impone su sello, por la conformidad anticipada con un aspecto regulador, el que, por eso mismo, se llama para-digma (o sea, modelo pro-puesto, puesto al frente). «Bildung» es acuñación, especialmente, y acompañamiento mediante una imagen. La esencia opuesta a la paideía es la apaideusía, la falta de conformación, la incultura. En ella no ha surgido ni el desarrollo de la actitud fundamental, ni ha sido propuesto el paradigma regulador.

La facultad interpretativa de la «alegoría de la caverna» concéntrase en hacer visible y conocible la esencia de la paideía en lo gráfico de la historia narrada. Preventivamente Platón quiere también mostrar que la esencia de la paideía no consiste en verter meros conocimientos en el alma desprevenida como en un recipiente vacío cualquiera colocado delante, ya que, contrariamente a esto, la auténtica cultura aprehende y transforma al alma en su totalidad, en la medida en que previamente desplaza al hombre a su lugar esencial y a éste lo acostumbra. Que la esencia de la paideía, en la «alegoría de la caverna», debe ser reducida a imagen, lo dice ya con bastante claridad el párrafo con que Platón al comienzo del libro VII introduce la narración: Metátaútadée, eípon, apeíkasontoioútoopátheitéenheemeteránphysinpaideías te périkaíapaideusías. «Hasta después de esta clase de experiencia (presentada a continuación) una visión (de la esencia) de la cultura como así también de la incultura, lo cual (conjuntamente por cierto) concierne a nuestro humano ser en su fundamento.»

La «alegoría de la caverna» ilustra, según la unívoca enunciación platónica, la esencia de la «cultura». Por el contrario, la interpretación de la «alegoría» ahora intentada debe apuntar a la «teoría» platónica de la verdad. ¿No se verá, de este modo, la «alegoría» sobrecargada con algo que le es extraño? La interpretación amenaza con degenerar en una violenta contra-interpretación. Parezca esto así, hasta tanto se haya afirmado la comprensión de que el pensar de Platón se somete a una mutación de la esencia de la verdad, mutación que deviene ley oculta de lo que el pensador expresa. Siguiendo la necesaria interpretación de una futura necesidad, la «alegoría» no sólo ilustra la esencia de la cultura, sino que, al mismo tiempo, ella abre la mirada hacia una mutación esencial de la «verdad» ¿No tiene, entonces, que existir, dado que la «alegoría» puede mostrar a ambas, una relación esencial entre la «cultura» y la «verdad»? Esta relación existe de hecho, y ella consiste en que la esencia de la verdad y el modo de su mutación hace posible la «cultura» en su conexión fundamental.

Pero, ¿qué es lo que une a la «cultura» y a la «verdad» en una primaria unidad esencial?

La paideía hace mención al giro de todo el hombre en el sentido del desplazamiento, mediante habituación, del dominio de lo que de inmediato viene a su encuentro, a otro dominio en el cual el ente mismo aparece. Este desplazamiento sólo es posible a causa de que todo lo hasta entonces notorio para el hombre y el modo cómo fue ello notorio devienen otra cosa, algo distinto. Aquello a veces desoculto para el hombre y el modo de la desocultación tienen que experimentar una mudanza. Los griegos llamaron a esta desocultaciónaléetheia, vocablo que se traduce por «verdad», y «verdad» significa desde hace largo tiempo para el pensar occidental la congruencia de la representación mental con la cosa: adoequatiointelectus et rei.

Pero no nos demos por satisfechos con traducir las palabras paideía y aléetheia «literalmente»; intentemos pensar en las palabras traducidas a la esencia relativa a los hecho-designados por el saber de los griegos, para reunir después simultáneamente “cultura” y “verdad” en una unidad esencial. Si tomamos la consistencia de lo que la palabra aléetheia designa, surge entonces la pregunta de a partir de dónde determina Platón la esencia de la desocultación, interrogante cuya respuesta remite a la sustancia propiamente dicha de la «alegoría de la caverna», mostrando qué y de qué modo trata la «alegoría» sobre la esencia de la verdad.

Con lo desoculto y su desocultación es cada vez designado lo que en todo tiempo es lo abierto y lo presente en el ámbito de residencia del hombre. Narra, entonces, la «alegoría» una historia de los tránsitos de una morada a la otra, articulándose dicha historia, a partir de ese momento, en una serie de cuatro moradas distintas en peculiar gradación ascendente y descendente. La diferencia de las moradas y escalones de dichos tránsitos se fundan en la diversidad de lo aleethés determinante según el caso y en la de la clase de «verdad» que predomina en todo momento, por cuya razón tiene que ser, de una u otra manera, considerado y mencionado en cada escalón, lo aleethés, o sea lo desoculto.

En el primer escalón viven los hombres encadenados en la caverna, y cautivos en lo que inmediatamente les sale al encuentro. La descripción de esta morada, conclúyela Platón con este sugestivo párrafo: pantápasidée hoitoioútoioúkánállo ti vomízoientoaleethésée tas tóonskeuastóonskiás (515 c, 1-2). «Los encadenados no tomarían absolutamente por lo desoculto nada más que las sombras de los utensilios». El segundo escalón informa sobre el quite de las ligaduras. Los prisioneros están ahora en cierto modo libres, aunque permanecen recluidos en la caverna, pudiendo claro está, volverse hacia todas partes. Abréseles la posibilidad de ver las cosas mismas que anteriormente eran transportadas detrás de ellos. Los que antes sólo miraban hacia las sombras se acercan de ese modo «un poco más al ente», mallón ti engutérootouontos» (515 d, 2). Las cosas mismas ofrecen en cierto modo, es decir, en el resplandor del fuego artificial de la caverna, su aspecto, al no estar ya ocultas por las sombras que proyectan. Cuando sólo las sombras vienen al encuentro, éstas mantienen cautiva a la mirada, colocándose ellas de ese modo, delante de las cosas mismas. Pero cuando la mirada logra liberarse de la sujeción a las sombras, el hombre así liberado alcanza entonces la posibilidad de advenir al dominio de lo que es «más desoculto» aleethéstera (515 d, 6). Y, sin embargo, ha de decirse del así liberado que: heegeísthaitatótehoróomenaaleethésteraeetanyndeiknymena (ib). «El tomará por más desoculto lo anteriormente visto (sin ulterior añadido), (las sombras), que esto que ahora (a él por otro propiamente) le es mostrado.»

¿Por qué todo esto? El resplandor del fuego, al que su oído está acostumbrado, deslumbra al liberado, impidiéndole este deslumbramiento ver el fuego mismo y discernir cómo su resplandor ilumina a las cosas haciéndolas, de ese modo, aparecer, y no pudiendo, en consecuencia, el deslumbrado concebir tampoco que lo anteriormente visto es sólo una sombra proyectada por las cosas expuestas al resplandor, precisamente, de este fuego. Por cierto que el liberado ve ahora otra cosa que las sombras, aunque todo bajo una peculiar confusión, comparada con la cual, lo mirado en el reflejo del fuego no visto ni conocido, vale decir, las sombras, se muestra en nítidos contornos. Lo constante de las sombras que de ese modo va apareciendo, tiene que ser, por lo mismo, para el liberado, también lo «más desoculto», dado que ello es lo visible no enmarañado. Es por esto que también al final de la descripción del segundo escalón aparece nuevamente la palabra aleethés, y ahora desde luego en su forma comparativa, aleethéstera, o sea, lo «más desoculto».

La «verdad» más propiamente dicha se brinda en las sombras. Pues también el hombre desembarazado de las ligaduras aun se equivoca en la evaluación de lo «verdadero», dado que le falta el presupuesto del «estimar», es decir, la libertad. El quite de las ligaduras aporta ciertamente una liberación, pero ese dejar suelto no es todavía la efectiva libertad.

Esta es alcanzada recién en el tercer escalón. Aquí el liberado de las ligaduras al mismo tiempo se ha desplazado a lo exterior de la caverna, “al aire libre». Todo aquí yace abiertamente a la luz del día. El aspecto de lo que son las cosas no aparece ya más al resplandor artificial y confuso del fuego dentro de la caverna. Las cosas mismas están ahí en la precisión y forzosidad de su propio aspecto. El aire libre al que ahora el liberado ha sido desplazado no hace mención a lo ilimitado de una mera distancia, sino a esa franja limitante de la claridad que resplandece en la luz del sol que todos contemplan. Los aspectos de lo que las cosas mismas son, o sea las eídee (las ideas) constituyen la esencia en cuya luz todo ente particular, éste y aquél, se muestra, en cuyo mostrarse lo que aparece llega a ser recién desoculto y accesible.

Nuevamente determinase el escalón de la morada ahora alcanzado conforme a lo desoculto propiamente dicho que es allí regulador. Es por eso que ya al comienzo de la descripción del tercer escalón se habla inmediatamente de toonnynlegoménoonaleethoon 516 a, 3) «de lo que ahora es tratado como lo desoculto». Esto desoculto vale por aleethésteron, es decir, todavía más desoculto que las cosas artificialmente iluminadas en el interior de la caverna, en su diferenciación con las sombras. De modo que lo desoculto ahora alcanzado es lo más desoculto, “táaleethéstata”. A decir verdad, Platón no se sirve en ese pasaje de tal denominación, pero sí dice toaleethéstaton para designar lo más desoculto en la correspondiente y a la vez esencial dilucidación del comienzo del VI libro de la República. Aquí (484 c, 5) son mencionados hoieístoaleethéstatonapoblépontes «los que miran hacia lo más desoculto». Lo más desoculto muéstrase en lo que el ente es en todo tiempo. Sin este mostrarse del qué es o esencia (es decir, de las ideas) quedaría oculto esto y aquello y todo lo tal y, en consecuencia y, en general, todo. Y lo «más desoculto» llámase así porque en todo lo que aparece él se muestra antes y hace accesible lo que aparece.

Pero si ya dentro de la caverna el apartar la mirada de las sombras hacia el resplandor del fuego y las cosas que en él se muestran es dificultoso y hasta se frustra, entonces el llegar a ser libre en el aire libre fuera de la caverna requiere totalmente la máxima paciencia y esfuerzo. La liberación no se sigue del mero desprenderse de las ligaduras y no consiste en el desenfreno, sino que comienza como la constante habituación en el fijarse de la mirada sobre los nítidos contornos de las cosas que se mantienen firmes en su aspecto. La liberación propiamente dicha es la persistencia en ese volverse hacia lo que aparece en su aspecto, y en este aparecer es lo más desoculto. De modo que la libertad sólo subsiste con este carácter como tal volverse hacia, el cual también realiza la esencia de la paideía, como una reversión. La perfección esencial de la «cultura» sólo puede, en consecuencia, realizarse en el dominio y sobre la base de lo más desoculto.

Es decir, de lo aleethéstaton, de lo más verdadero, o sea de la verdad propiamente dicha. La esencia de la «cultura» se funda en la esencia de la «verdad». En razón de que la paideía tiene su esencia en la periagogéehólestéespsyjées, ella es, como tal giro (o reversión), constantemente la superación de la apaideusía. La paideía contiene en sí la esencial referencia retrospectiva a la incultura. Y si ya la «alegoría de la caverna», conforme a la propia interpretación de Platón, ha de tornar gráfica la esencia de la paideía, entonces esta ilustración tiene que hacer visible también precisamente este momento esencial, la constante superación de la incultura. Es por ello que en la historia la narración no concluye, como se cree, con la descripción del más alto escalón alcanzado en el ascenso desde la caverna. Por el contrario, pertenece a la «alegoría» el relato de un retorno del liberado a la caverna hasta los todavía encadenados, con el designio de apartarlos de lo que es para ellos lo desoculto y conducirlos ante lo más desoculto. Pero este liberador ya no se puede orientar en la caverna; corre el riesgo de sucumbir a la supremacía de la verdad allí reguladora, o sea, a la pretensión de la «realidad» común como la única, amenazándole la posibilidad de ser sacrificado, posibilidad que, en el destino de Sócrates, «maestro» de Platón, se hizo efectiva.

La vuelta a la caverna y la lucha entablada dentro de ella entre el liberador y los prisioneros, refractarios a toda liberación, da lugar a un cuarto escalón de la «alegoría», con el que ésta se completa. Es cierto que en este paso de la narración no se emplea más la palabra aleethés, aunque igualmente ha de tratarse en este escalón de lo desoculto, lo que determina el dominio cavernario, al que de nuevo se ha ido. Pero no se había designado a las sombras ya en el primer escalón como lo «desoculto» regulador en lo interior de la caverna? Sí, por cierto. Pero para lo desoculto no sólo es esencial que de cualquier manera haga accesible lo que semeja y deje abierto su aparecer, sino que lo desoculto supere siempre una ocultación de lo que yacía oculto. De modo que lo desoculto tiene que ser arrancado y, en cierto sentido, sustraído a una ocultación. Y porque para los griegos, desde un principio, la ocultación prevalece como un esconderse a sí misma la esencia del Ser y, por consiguiente, también determina al ente en su presencia y accesibilidad («verdad»), es por lo que la palabra de los griegos, para la que los romanos llaman «veritas» y nosotros los alemanes «Wahrheit», se niegue por la alfa privativa de su formación, a-léetheia. Verdad significa primariamente lo arrancado con lucha a la ocultación en que yacía. De modo que verdad es ese arrancar con lucha y siempre en la forma de un desentrañar. La ocultación por lo demás puede ser de diversos modos, a saber: encierro, preservación, embozo, encubrimiento, velación, disimulación. Y puesto que, conforme a la “alegoría» platónica, lo desoculto máximo tiene que ser arrancado con lucha a una baja y obstinada disimulación, es por lo que también el desplazamiento de la caverna al aire libre bajo la luz diurna es una lucha a vida o muerte. Que la «privación», el ganar lo desoculto arrancándolo con lucha, pertenece a la esencia de la verdad, está señalado particularmente en el cuarto escalón de la «alegoría», por lo cual, así como en cada uno de los tres escalones anteriores, también en él se trata de la aléetheia.

En general, esta «alegoría» sólo puede ser una «alegoría» construida en base a la vista que ofrece la caverna, ya que de antemano está codeterminada por la experiencia fundamental de la aléetheia, es decir, de la desocultación del ente, experiencia evidente de suyo para los griegos. Pues la caverna subterránea no es otra cosa que algo en sí abierto y al mismo tiempo abovedado, quedando, a pesar del acceso, cerrado en torno por la pared de tierra que lo circunda. El contorno de la caverna en sí abierto y lo por él encerrado y de tal suerte oculto, remiten al mismo tiempo hacia algo exterior, es decir, a lo desoculto que se extiende en la superficie a la luz. La esencia de la verdad pensada primariamente por los griegos en el sentido de la aléetheia, o sea la desocultación referida lo que yace oculto (embozado y disimulado) y solamente ella, tiene una relación esencial con la imagen de la caverna situada bajo tierra. Cuando la verdad es de otra esencia y no es desocultación o, por lo menos, no está codeterminada por ésta, entonces una «alegoría» de la caverna no ofrece asidero alguno para ser ilustrada.

Y, aunque en la «alegoría de la caverna» la aléetheia sea particularmente experimentada y en destacados lugares nombrada en vez de la desocultación insiste en la supremacía otra esencia de la verdad; pero con esto está ya dicho que también la desocultación conserva en sí un rango.

La representación de la «alegoría» y la propia interpretación de Platón toman casi naturalmente a la caverna subterránea y a su exterior como el dominio en cuyo ámbito se desarrollan los procesos relatados. Igualmente esenciales son los tránsitos narrados y el ascenso desde el dominio del resplandor del fuego artificial a la claridad de la luz solar, como así también el retroceso desde la fuente de toda luz a la oscuridad de la caverna. En la «alegoría de la caverna» la fuerza ilustrativa no emana de la imagen de la clausura de la subterránea y de lo preso en lo que está cerrado, como tampoco de la vista de lo abierto en lo exterior de la caverna. La fuerza figurativa de la interpretación de la «alegoría» concéntrase, para Platón, más bien en el rol del fuego, del resplandor del fuego y de las sombras, de la claridad diurna, de la luz solar y del sol. Todo yace en el resplandecer de lo que aparece y en el hacer posible su visibilidad. La desocultación es mencionada por cierto en sus distintos escalones, aunque sólo lo es para saber de qué modo ella hace accesible su aspecto (eídos) a lo que aparece y visible a este mostrarse (idea). La reflexión propiamente dicha se dirige al aparecer del aspecto que se ofrece en la claridad del resplandor. Este aspecto suministra la perspectiva sobre el cómo se esencializa cada ente. La reflexión propiamente dicha pasa a la idea. La “idea» es el aspecto que proporciona vista en lo que se esencializa. La idea es el puro resplandecer en el sentido de la expresión «el sol resplandece». La «idea» no consiente en que ninguna otra cosa (detrás de sí) «aparezca»; ella misma es lo que resplandece, y lo que resplandece reside únicamente en el resplandecer de sí mismo. La idea es, pues, lo resplandeciente. Su esencia consiste en la luminosidad y en la visualidad, merced a las cuales tiene lugar la esencialización, o sea, la esencialización de lo que cada ente es. En el qué es del ente es donde éste se esencializa. Pero la esencialización es en general la esencia del ser, por lo cual, para Platón, el ser tiene su esencia propiamente dicha en el qué es. Ya no una posterior denominación revela que “quitaditas” es el verdadero esse, la essentia, y no la existentia. Lo que la idea trae a la visión y de ese modo deja ver es, para el mirar dirigido a ella, lo desoculto de aquello que aparece como idea.

De este modo, lo desoculto viene a ser concebido de antemano y exclusivamente, como lo apercibido en la apercepción de la idea, como lo conocido (gignooskómenon) en el conocer (gignóoskein). El noein y el nous (la apercepción) mantienen, para Platón, en este giro, la referencia esencial a la “idea». La disposición en este dirigirse a las ideas determina la esencia de la apercepción y, en consecuencia, la esencia de la «razón».

La «desocultación» mienta ahora lo desoculto, considerado siempre como lo accesible mediante la luminosidad de la idea. Pero en tanto el acceso es logrado necesariamente por medio de un «ver», la desocultación, puesta en «relación» con el ver, es «relativa» a éste. De ahí que la pregunta desarrollada al final del VI libro de la República, sea: ¿Por qué lo visto y el ver son lo que son en su relación? ¿En qué consiste esa tensión como de arco que existe entre ambos? ¿Qué yugo (zygón 508 a, I) los mantiene unidos? La respuesta, cuya ilustración procura la «alegoría de la caverna», se ofrece en la siguiente imagen: El sol, como fuente de la luz, proporciona visibilidad a lo que es visto. Pero el ver sólo ve lo visible, en la medida que el ojo es heelioeidés, es decir, «semejante al sol», o sea, mientras tenga una facultad de plena correspondencia con el modo esencial del sol, con su resplandecer. El ojo mismo «ilumina» y se entrega al resplandecer, pudiendo de este modo acoger y apercibir lo que aparece. Efectivamente pensada, esta imagen significa una correspondencia que Platón (VI, 508 e) expresa de esta forma: «Esto, pues, es lo que la desocupación proporciona a lo conocido, pero otorgando también al cognocente la facultad (de conocer), eso mismo, digo, es la idea del bien» (touttoínyn,toténaléetheianparéjontoisgignooskoménoiskaitoogignóoskontitéendynaminapodidóntéentouagathoúidéanpháthieínai).

La «alegoría» menciona al sol como la imagen para la idea del bien. ¿En qué consiste la esencia de esta idea? Como idea, el bien es algo que resplandece; como tal, es lo que otorga vista; como esto último mismo, es algo avistable y, en consecuencia, conocible; toognostoóteleutaíaheetouagathouidéankaímóģishorásdai (517 b, 8), «En el dominio de lo conocible, la idea del bien es la visualidad que completa todo resplandecer y, por tanto, y en última instancia, la visualidad propiamente dicha ya avistada, de modo que, apenas (y sólo con gran esfuerzo) puede ella ser vista propiamente».

Se traduce toagathón mediante la expresión aparentemente inteligible de «el bien». Se piensa en ella generalmente el «bien moral», llamado así porque es conforme a la ley moral, interpretación ésta que es ajena al pensar griego, por más que Platón, al interpretar el agathón como idea, haya dado la base para pensar «el bien» como «bien moral» y, finalmente, registrarlo erróneamente como un «valor». El concepto de valor que prospera en el siglo XIX como intrínseca consecuencia de la moderna concepción de la «verdad» es el más tardío y a la vez el más endeble retoño del agathón. En tanto, «el valor» y la interpretación en base a los «valores» sustentan la metafísica de Nietzsche, y esto en la forma incondicionada de una «transvaluación de todos los «valores», es también Nietzsche, en virtud de que para él todo saber procede del origen metafísico del «valor», el platónico más desenfrenado en la historia de la metafísica occidental.

Vale decir, en tanto él concibe el valor como la condición puesta por la «vida misma» para la posibilitación de la «vida», Nietzsche ha sido la esencia del agathón, más libre de prejuicios que los que corren detrás de esa deformidad absurda de los «valores válidos en sí».

Si se piensa aún ahora la esencia de la «idea» en la acepción moderna, o sea como perceptio («representación subjetiva»), se encuentra en la «idea del bien» un «valor» en sí por doquier a la mano, del cual, además, también hay una «idea». Esta «idea» tiene que ser naturalmente la suprema, pues importa que todo transcurra en el «bien» (ya sea en el bien de una ciudad o en lo bien dispuesto de cierto orden). En el dominio de este moderno pensar ya no queda conceptualmente nada de la esencia originaria de la idéatouagathoú de Platón.

Pensado a la manera griega, toagathón significa lo que sirve para algo y hace apto para algo. Toda idea, es decir, el aspecto de algo, proporciona la visión sobre lo que un ente es en todo momento. De ahí que las ideas, en su significado griego, hacen apto para que algo aparezca en lo que es y, de este modo, puede esencializarse en su constancia. Las ideas son lo entitativo de todo ente. Lo que a toda idea hace capaz de ser una idea, o dicho platónicamente, la idea de todas las ideas, consiste por eso en hacer posible el aparecer de todo lo presente en toda su visualidad. La esencia de toda idea yace ya en un hacer posible y apto para el resplandecer que proporciona una visión del aspecto. De ahí que la idea de las ideas sea pura y simplemente lo que hace ser apto o sea toagathón. Este trae todo lo resplandeciente al resplandecer y es, en consecuencia, aquello mismo que propiamente aparece, o sea lo más resplandeciente en su resplandecer. Es por eso que Platón designa (518 c, 9) al agathón también como touontostophanótaton, «lo que más se muestra (lo más resplandeciente) del ente».

La expresión «la idea del bien», que tanto induce en error al pensar moderno, es la denominación para aquella excelente idea que, como idea de las ideas, es lo que siempre hace apto para todo. Esta idea, que sólo puede llamarse «el bien», es la idéateleutaía, ya que sólo en ella se consuma la esencia de la idea, es decir, comienza a esencializarse, de modo que sólo de ella surge también la posibilidad de todas las otras ideas. El bien puede ser denominado «la idea suprema» en un doble sentido: ella es la más encumbrada en el rango del hacer posible, y la mirada que hacia ella asciende es la más escarpada y, en consecuencia, la más penosa. A pesar del esfuerzo de su aprehensión peculiar esta idea, que conforme a la esencia de la idea en su significado griego tiene que ser llamada «el bien», está en cierto modo, sin embargo, constantemente y por doquier en la mirada, allí donde en general un ente se muestra. Todavía allí, donde sólo son contempladas las sombras aún ocultas en su esencia, tiene que irradiar el resplandor de un fuego, aunque este resplandor no sea propiamente aprehendido y experimentado como dádiva del fuego, y aunque aquí, ante todo, no se llegue a reconocer que ese fuego es solamente un vástago (ékgonon VI, 507 a, 3) del sol.

En lo interior de la caverna el sol es invisible y, con todo, todavía las sombras se nutren de su luz. Pero el fuego de la caverna que hace posible la apercepción de las sombras, la que en su esencia peculiar no se conoce a sí misma, es la imagen para el fundamento desconocido de toda experiencia del ente, experiencia que, si bien hace mención del ente, no lo conoce empero como tal.

El sol, no obstante, dispensa mediante su resplandecer no sólo la claridad y por consiguiente la visualidad, o sea, la «desocultación» a todo lo que aparece, sino que, al mismo tiempo, su resplandecer irradia el calor y por medio de su incandescencia hace posible a todo «lo que nace» emerger en lo visual de su consistencia (509 b).

Pero si el sol mismo llega a ser propiamente visto (ophtheísa dé), o dicho sin imagen alguna, si llega a contemplarse la idea suprema, syllogistéaeínaioosárapásipántoonhaúteeorthóon te kaikalóonaitía (517 c), «entonces unitariamente puede deducirse (de la idea suprema), que ella es manifiestamente para todos los hombres la causa tanto de todo lo justo (en su comportarse), como de todo lo bello», de aquello que en su comportamiento se muestra de tal manera, que trae a lo que aparece el resplandecer de su aspecto. Para todas las «cosas» y su cosidad, la idea suprema es el origen, es decir, la cosa-primaria (Ursache). «El bien» suministra lo que aparece del aspecto, en lo cual tiene su consistencia lo que se presenta en lo que es. Mediante ese suministrar el ente es conservado y «salvado» en el ser.

De la esencia de la idea suprema resulta, para toda mirada circunspecta en el orden práctico, hotideítaúteenideíntónméllontaemphrónoospráxeinéeidíaéedeemosía (517 c, 4/5), «que, quien quiera obrar con circunspección, sea en asuntos personales, sea en asuntos públicos, tiene que tenerla a la vista” (a la idea que, como el hacer posible de la esencia de la idea, se denomina el bien). Quien quiera, pues, y deba obrar en un mundo determinado por «la idea», necesita ante todo de la visión de las ideas. La esencia de la paideía consiste, por tanto, también en liberar al hombre y afirmarlo para la lúcida constancia de la visión esencial. Ahora bien, puesto que, conforme a la propia interpretación platónica, la «alegoría de la caverna» ha de traer a imagen perceptible la esencia de la paideía, tiene también, por lo mismo, que relatar el ascenso hacia la visión de la idea suprema.

La «alegoría de la caverna» no trata, por cierto, propiamente de la aléetheia, pero contiene la «doctrina» platónica de la verdad, pues la alegoría se funda en el proceso tácito del predominio de la idea sobre la aléetheia. La «alegoría» suministra una imagen de lo que dice Platón acerca de la idéatouagathou: autéekyríaaléetheiankaínounparasjoménee, o sea, que «ella es la soberana en cuanto otorga la desocultación (a lo que se muestra) y, simultáneamente, la percepción (de lo desoculto).»La aléetheia cae bajo el yugo de la idea, y en tanto Platón dice de ésta que es la soberana, la que permite la desocultación, nos remite a algo tácito, que, en lo sucesivo, la esencia de la verdad como esencia de la desocultación no se despliega desde la propia plenitud esencial, sino que se desplaza sobre la esencia de la idea. La esencia de la verdad abandona el rasgo fundamental de la desocultación.

Si por doquier, en todo comportamiento con relación al ente, se llega al ideín de la idea, es decir, a la visión del «aspecto», entonces todo esfuerzo debe concentrarse primeramente en hacer posible esta visión. Para esto es necesario el justo mirar. Ya el liberado del interior de la caverna dirige, al apartarse de las sombras y volverse a las cosas, su mirada sobre lo «que es más» que las meras sombras: prósmállonóntatetramménosorthóteronblépoi, es decir, «volviéndose hacia lo que «es más ente», como para mirar a lo más justo». El tránsito de una situación a otra consiste en un más recto dirigirse de la mirada. En esta orthótees, en la justeza del mirar, consiste todo. Es por medio de esta justeza que el ver y el conocer deviene justo, apropiado, de modo que, por último, se dirige en derechura a la idea suprema, afirmándose en esa «recta dirección». En este dirigirse se adecúa el percibir a lo que debe ser visto, lo cual no es otra cosa sino el «aspecto» del ente. Como consecuencia de esta adecuación de la percepción como adecuación de un ideín a la idea existe una homoíoosis, una congruencia del conocer con la cosa misma. Así surge, de la primacía de la idea y del ideín sobre la aléetheia, una mutación de la esencia de la verdad, llegando ésta a ser orthótees, es decir, justeza de la percepción y del enunciar.

En esta mutación de la esencia de la verdad se cumple, al mismo tiempo, un cambio de lugar de la verdad. Como desocultación ella es todavía un rasgo fundamental del ente mismo; pero como justeza del «mirar» ella deviene la característica del comportamiento humano con relación al ente.

En cierto modo, Platón tiene que mantener firme a la «verdad» como carácter del ente, puesto que el ente, como lo presente en el aparecer, tiene al ser, y éste trae consigo la desocultación. Pero al mismo tiempo el interrogar por lo desoculto se desplaza hacia el aparecer del aspecto y, con ello, hacia el ver coordinado a éste y hacia lo justo y a la justeza del ver. De aquí que en la doctrina de Platón haya una necesaria ambigüedad, la que precisamente da testimonio de la mutación de la esencia de la verdad, anteriormente táctica, y que ahora hay que enunciar. Dicha ambigüedad manifiéstase en todo su filo, por cuanto en el mismo orden de ideas se trata y se enuncia de la aléetheia, y simultáneamente es mentada la orthótees, y asentada como regla.

Por una sola frase de la sección que contiene la propia explicación que da Platón de la «alegoría de la caverna», puede destacarse la ambigüedad de la determinación de la esencia de la verdad (517 b, 7 hasta c, 5). El pensamiento conductor es que la idea suprema unce el yugo entre el conocer y lo conocido, relación ésta que, sin embargo, es tomada en una doble acepción, por lo cual Platón expresa, en primer término, como regla, que: heetouagathouidéa es pántoonorthoon te kaikalóonaitía, o sea que «la idea del bien es la causa (Urssache proto cosa) así de todo lo bello como de todo lo justo», (es decir que ella es lo que hace posible la esencia). Y luego se dice que la idea del bien es kyríaaléetheiankaínoúnparasjoménee «la soberana que concede la desocultación, como también la percepción.» Estos dos enunciados no corren a la par como para que a las orthá (lo justo) corresponda la aléetheia, y a las kalá (lo bello) corresponda el nous (la percepción); antes bien, esta correspondencia marcha a través y desacortada. A las orthá, a lo justo y su justeza corresponde la recta percepción, y a lo bello corresponde lo desoculto, pues la esencia de lo bello consiste en ser lo ekfanéstaton (cf. Fedro), es decir, lo que exhibiéndose de ordinario y de modo más puro muestra su aspecto y es, de esa manera, desoculto. Ambas oraciones tratan de la primacía de la idea del bien como de lo que hace posible la justeza del conocer y la desocultación de lo conocido. Verdad es aquí todavía y, sobre todo, desocultación y justeza, aunque la desocultación está ya bajo el yugo de la idea. La misma ambigüedad en la determinación de la esencia de la verdad domina también en Aristóteles. En el capítulo final del noveno libro de la Metafísica, en el que el pensar aristotélico sobre el ser del ente alcanza su altura cumbre, la desocultación es el rasgo fundamental y soberano del ente, diciéndonos al mismo tiempo que «lo falso y lo verdadero no está en las cosas (mismas), sino que yace en el entendimiento», ou gar estitopseudoskaitoaleethés en toisprágmasin…. all’ en dianoia (Met. E. 4, 1027 b, 25 ss).

El enunciar juzgativo del entendimiento es el lugar de la verdad y la falsedad y de su diferencia. El enunciado es verdadero en la medida que se adecúa a la situación objetiva; por consiguiente, cuando es homoíoosis, congruencia. Esta determinación de la esencia de la verdad no contiene ya ninguna apelación más a la aléctheia en el sentido de la desocultación; más bien, es a la inversa: la aléetheia, como lo opuesto a pseudos, es decir, a lo falso en el sentido de lo no justo, es pensada como justeza. A partir de ese momento llega a ser determinante, para todo el pensar occidental, la troquelación de la esencia de la verdad como justeza del representar enunciativo. Como prueba de ello sirva y baste la mención de los principios conductores que delatan, en las épocas culminantes de la metafísica, este cuño de la esencia de la verdad.

Para la escolástica medieval prevalece el principio de Tomás de Aquino, a saber: «veritas proprie invenitur in intellectu humano vel divino (Quaestiones de veritate; qu. I art. 4, resp.), «la verdad se encuentra propiamente en el intelecto humano o en el divino». En el entendimiento tiene ella su lugar esencial. Aquí verdad ya no es más aléetheia, sino homoíoosis (adaequatio). Al comienzo de la época moderna dice Descartes, aguzando el principio anterior citado: veritatem proprie ve! falsitatem non nisi in solo intellectuesseposse (Reguloe ad directionemingenii, Reg. VIII, Opp. X, 396). «La verdad o la falsedad no pueden estar en sentido propio en ninguna otra parte sino solamente en la inteligencia». Y ya en la época en que alcanza su culminación la modernidad, dice Nietzsche, aguzando más todavía el principio anterior: «Verdad es la clase de error sin la cual una determinada especie de seres vivientes no podría vivir. El valor para la vida decide en última instancia.» (ApWite del año 1885, Der WillezurMacht, 493). Si la verdad, según Nietzsche, es una especie de error, entonces su esencia está en un modo del pensar que, siempre y necesariamente, falsea las cosas, en la medida en que toda representación paraliza el incesante «devenir», oponiéndote, como lo sedicente real, algo que no le corresponde, es decir, lo no justo, y, en consecuencia, algo erróneo. En la determinación nietzschana de la verdad como la no justeza del pensar, está implícito el asentimiento a la tradicional esencia de la verdad, como justeza del enunciar, o sea dellógos. El concepto de la verdad en Nietzsche exhibe el último reflejo de la más extrema consecuencia de aquella mutación de la verdad, desde la desocultación del ente hasta la justeza del mirar, mutación que se cumple en la determinación del ser del ente como idea (o sea, conforme al pensar griego, en la esencialización de lo que se presenta). Como consecuencia de esta interpretación del ente, la esencialización no es ya, como al comienzo del pensar occidental, el ascenso desde lo que yace oculto a la desocultación, en la que ésta misma, como rescate, constituíél el rasgo fundamental de la esencialización. Platón concibe a la esencialización (ousía) como idea, la que, sin embargo, no está sujeta a la desocultación en tanto que es ella la que hace aparecer lo que yace oculto, poniéndose a su servicio. Más bien a la inversa, lo que resplandece (el mostrarse) es lo que determina aquello que en lo interior de su esencia y en la exclusiva reflexión sobre sí mismo puede luego denominarse desocultación. La idea no es, en consecuencia, un primer plano representativo de la aléetheia, sino el fundamento que a ésta hace posible, pero con el resultado que, de este modo, la idea toma todavía en precaución algo de la primaria, pero desconocida esencia de la aléetheia. La verdad, como desocultación, no es más el rasgo fundamental del ser mismo, sino que, por haber ella devenido justeza bajo la sujeción de la idea, es, desde ese momento, la característica del conocimiento del ente.

A partir de allí, hay ya una tendencia a la «verdad» en el sentido de la justeza del mirar y de la posición de la mirada, siendo desde entonces decisiva para todas las posturas fundamentales con referencia al ente, la obtención de la recta visión de las ideas. La reflexión sobre la paideía y la mutación de la esencia de la aléetheia se corresponden como se ve en la misma historia del tránsito de morada en morada, expuesta en la alegoría de la caverna. La desemejanza de ambas moradas, dentro y fuera de la caverna, es una diferencia de sophía, palabra que significa en general el reconocerse en algo, el comprenderse con relación a algo. Más propiamente, sophía mienta el reconocerse en lo que se esencializa como lo desoculto y es constante en tanto es lo presente. Este reconocerse no se logra mediante la mera posesión de conocimientos; él mienta el llegar a una morada que, ya anteriormente, y por doquier, tiene su asidero en lo constante. El reconocerse que allí abajo en la caverna sirve de regla heeekeísophía (516 e, 5), es superado por otra sophía. Esta es única y tiende ante todo a contemplar el ser del ente en las «ideas».

Esta última sophiit, a diferencia de aquella otra de la caverna, se caracteriza por el anhelo de lograr asidero, más allá de lo presente inmediato, en lo constante que se muestra a sí mismo. Esta sophía es en sí una predilección y amistad (philía) por las «ideas» que proporcionan lo desoculto. Esta sophia fuera de la caverna es, por consiguiente, philosophia, palabra que ya antes de Platón conocía el idioma de los griegos y que la usaba comúnmente para designar la predilección por aquel recto reconocerse. Sólo con Platón comienza esa palabra a ser tomada como nombre para aquel reconocerse en el ente, determinando al mismo tiempo el ser del ente como idea. Desde Platón, el pensar sobre el ser del ente deviene «filosofía», porque él es un mirar ascendente hacia las «ideas». Pero esta «filosofía» que comienza con Platón adquiere en lo sucesivo el carácter de lo que más tarde se llama «metafísica», cuya forma fundamental ilustra el mismo Platón en la historia que narra la alegoría de la caverna. Hasta la palabra «metafísica» está ya preacuñada en la exposición platónica, en aquel pasaje donde dice, al ilustrar la habituación de la mirada a las ideas, (516 e, 3): el pensar va met’ ekeína, «más allá» de aquello que es como sombra y copia, haciaeístaúta, «en dirección» a las «ideas». Ellas son lo suprasensible contemplado en la visión no sensible, ellas son el ser del ente, inaprehensible para los órganos corporales. Y lo supremo en el dominio de lo suprasensible es aquella idea que, como idea de todas las ideas, es siempre la causa de la consistencia y el aparecer de todo ente. Y porque esta «idea» es, en cierto modo, la causa para todo, por eso es también ella «la idea» que se llama «el bien». Esta suprema y primera causa es llamada por Platón, y después por Aristóteles, tótheion, lo divino. Desde la interpretación del ser como idea, el pensar con relación al ser del ente es metafísico, y la metafísica es teológica. Teología significa que la interpretación de la «causa» del ente como Dios y el desplazamiento del ser a esa causa que en sí contiene al ser y de sí lo despide, porque ella es lo más entitativo del ente. Esta misma interpretación del ser como idea, a cuya primacía se debe una mutación de la esencia de la aléetheia, exige una caracterización del acto de mirar hacia las ideas, caracterización a la que corresponde el papel de la paideía, de la «cultura» del hombre, lo cual nos explica que a través de la metafísica domine el esfuerzo en torno al ser humano y a la posición del hombre en el seno del ente. El comienzo de la metafísica en el pensar de Platón es, al mismo tiempo, el comienzo del «humanismo», palabra que aquí es pensada en su significado esencial y, por consiguiente, más amplio.

Además, «humanismo» mienta el proceso ensamblado con el comienzo, el desenvolvimiento y el fin de la metafísica, por el cual el hombre, siempre según perspectivas diferentes, pero a sabiendas, se desplaza hacia un término medio del ente, sin ser, por ello, él mismo el ente supremo. «El hombre» significa aquí, ora una humanidad o la naturaleza humana, ora el individuo o una comunidad, ora el pueblo o un grupo de pueblos. De modo que, en el dominio de una conexión metafísica fundamental del ente, siempre se trata de llevar al «hombre» que desde aquí se ha determinado, al animal rationale, a la liberación de sus posibilidades, a la certidumbre acerca de su destino y a la preservación de su «vida». Esto acontece como acuñación de la actitud «moral», como redención del alma inmortal, como despliegue de las fuerzas creadoras, como perfeccionamiento de la razón, como cuidado de la personalidad, como estímulo del civismo, como adiestramiento del cuerpo o como unión apropiada de algunos o de todos estos «humanismos». En órbitas amplias o reducidas, siempre se consuma un girar metafísicamente definido en torno al hombre. Con la culminación de la metafísica también el «humanismo» (o dicho en «griego»: la antropología) irrumpe en las más extremas y, al mismo tiempo, incondicionadas «posiciones». El pensar de Platón se conforma a la mutación de la esencia de la verdad, mutación que luego se convierte en historia de la metafísica, la cual por último en el pensar nietzscheano inicia su incondicionado acabamiento. La doctrina de Platón sobre la verdad no es, por consiguiente, algo que pertenece al pasado; ella es históricamente «actual», mas no sólo como un trozo doctrinario cuya «repercusión» es objeto de comentario histórico, ni como resurrección, ni tampoco como imitación de la Antigüedad, ni como mera preservación de lo que se ha recibido. La actualidad de aquella mutación de la esencia de la verdad proviene de ser ella la realidad dominante fundamental, afianzada hace largo tiempo y aun no desplazada, de la historia universal planetaria que se desarrolla en su más reciente modernidad.

Lo que siempre sucede con el hombre histórico resulta de una decisión ya con anterioridad tomada, y que jamás reposa en el hombre mismo, sobre la esencia de la verdad. ¿Mediante esta decisión ya puede delimitarse bien lo que a la luz de la afianzada esencia de la verdad ha de buscarse y aferrarse como verdadero? pero también lo que se ha de rechazar y pasar por alto como no verdadero. La historia que narra la alegoría de la caverna proporciona una visión de lo que ahora y en lo futuro será lo que propiamente acontece en la historia de lo humano acuñado por Occidente, o sea, que el hombre piensa en el sentido de la esencia de la verdad, como justeza del pensamiento, todo ente de conformidad con las «ideas», y estima toda efectividad conforme a los «valores». Determinar qué ideas y qué valores son asentados no es sólo y primordialmente decisivo, sino que en general lo real es pensado conforme a las «ideas» y el «mundo» sopesado según los «valores».

Al ser recordada la esencia primaria de la verdad, recuerdo en el cual la desocultación se devela como el rasgo fundamental del ente mismo, este recordar la esencia primaria de la verdad tiene que pensar dicha esencia de modo más primario, razón por la cual ese recuerdo no puede jamás tomar la desocultación sólo en el sentido platónico, es decir, bajo la sujeción de la idea. La desocultación, concebida platónicamente, queda puesta en relación con el mirar, el percibir, el pensar y el enunciar. Obedecer a esta relación significa abandonar la esencia de la desocultación. Ninguna tentativa de fundamentar la esencia de la desocultación en la «razón», en el «espíritu», en el «pensar», en el «logos», ni en cualquier otra especie de «subjetividad», puede salvar a dicha esencia, pues lo que es preciso fundamentar, es decir, la esencia de la desocultación misma, aun no es en todo esto lo suficientemente cuestionado. Y siempre tiene que llegar a ser «puesta en claro» la consecuencia esencial de la esencia no comprendida de la desocultación. Antes es preciso una apreciación de lo «positivo» que yace en la esencia «privativa» de la aléetheia, como también que antes esto positivo sea aprehendido como rasgo fundamental del ser mismo. Primeramente tiene que irrumpir la necesidad, en la cual no siempre sólo el ente, sino también el ser devenga un día problemático. Y porque esta necesidad está en perspectiva, la esencia primaria de la verdad reposa todavía en su oculto comienzo.