Prof. Lusitania Martínez

Corrían los años posteriores a la revolución de abril y (justamente en el año 1966 6 1967) yo ingresaba a la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Oriunda de San Cristóbal, fundida ya en el universo de la filosofía sartreana, la ciudad y su Universidad me producían a la vez que desconcierto, una extraña indiferencia. Mi historia y yo misma, hasta entonces no éramos sensibles ni impresionables ante nada. Había leído muchas obras del filósofo francés y sentía una angustia verdaderamente aterradora y sin salida. Me dolía hasta en el cuerpo esa juventud que me sobrellevaba y que yo sobrellevaba sin ganas, porque fluía sin sentido en un mundo donde todo me parecía de más y poco gratificante. Proporcional a mi hundimiento y sensación de gratuidad, eran mis desmesurados deseos de saber. El conocimiento, al igual que ahora, siempre me ofrecía la certidumbre que no me brindaban con facilidad los otros actos vitales y el hecho mismo de vivir. No se extrañen: fuera de la biografía que en todos/as y en toda situación explica la historia personal, la época es densamente amenazante y retadora, dolorosa y a la vez preñada de reconfortantes utopías, todo esto una combinación detonante, material estimulador ¿no creen ustedes? de inestables comportamientos. No me considero, ni lo era, una persona de conducta tipificada como normal, como con razón sobrada dicen mis detractores/as conservadores/as. Eso es bien sabido y me alegro: soy una rebelde con causa que nunca se ha encontrado cómoda en este mundo cargado de una enorme cantidad de injusticias y desigualdades. Y ello siempre será rotulado como una disfuncionalidad conductual de la peor clase. Mi entrada a la universidad en la carrera de Filosofía era similar a la entrada de alguna persona a la carrera de Psicología en busca de explicación a su extraña conducta. Yo quería calmar la náusea que me producía el mundo, al que encontraba, contra el filósofo, el peor de los mundos posibles, a través de las innumerables respuestas de los constructores de grandes sistemas.

El filósofo dominicano, JUAN FRANCISCO SANCHEZ, cariñosamente Tongo, de algún modo ofreció una interesante salida a mis múltiples inquietudes. No recuerdo cómo se inició nuestro encuentro más allá del espacio en que se reúnen maestro-alumna; no suelo tener memoria perfecta acerca de todos los acontecimientos que me acaecieron, sobre todo si pertenecen a esa época de desgarrantes y necesarias definiciones. Recuerdo mi extremada juventud, mi infinita avidez de saber y su alta (era un hombre alto y apuesto) afabilidad. En algún momento su agradable serenidad, su serena pero viva inteligencia intuyó mí desesperada búsqueda de certidumbre. Recuerdo una casa, en mi deslumbramiento reducida a un espacio cargado por todas partes de hermosos y viejos libros; recuerdo una alta escalera que

conducía hasta la sabiduría que se acomodaba en la parte superior de un librero mágico que mis ojos devoraban con admiración. Y recuerdo un gato. No recuerdo más nada, ni otros encuentros; sin embargo, recuerdo los libros de Krishnamurti que me ofreció «tío Tongo», como advertí le llamaba la profesora Ivelisse Prats, y en especial recuerdo un grueso volumen del mismo autor, casi destruido por las polillas. Siempre he sido una lectora con criterios propios y  bastante libre. En una universidad encuadrada en la cultura marxista, la lectura de Sartre, y aún más, la de Krishnamurti, casi condenaba a muerte a la persona que la ostentara públicamente. Ya había leído mucho a Sartre, como dije, y quería encontrar en Krishnamurti, un horizonte claro al final de mis incontrolables dudas, razón por la cual creo que seguí leyendo al filósofo oriental sin importarme la presión de la ideología marxista dominante, que también me atraía. Después de Krishnamurti, mis lecturas y adhesión teórica se diversificaron hacia camino aparentemente disímiles respecto a él y al existencialismo, me saturé de literatura positivista y luego de la del marxismo, no sin volver de vez en cuando a las lecturas anteriores, sobre todo al existencialismo. Hablo todo esto de mis preferencias intelectuales, simplemente para expresar lo significativo y relevante que fue para mí el encuentro con «tio Tongo», vale decir, con el conocimiento de Krishnamurti, singular acontecimiento en la vida de dos personas, breve pero fundante del misterio que siempre se esconde en los encuentros intelectuales de ese tipo, parecido al que se da entre el paciente casi terminal y el brillante y sensible médico preocupado por la mejoría de su paciente. Aún muerto, Tío Tongo para mí siempre se relacionó con Krishnamurti. A pesar de que no fui entonces, hasta lo más profundo del pensamiento Krishnamurtiano, mucho más tarde sí lo he leído con verdadera fruición, rechazando algunos presupuestos inadmisibles para mis convicciones teóricas, pero acercándome con interés a los planteamientos vinculados al control de las pasiones y deseos y a la recuperación de sentimientos más auténticos y menos posesivos; al desenmascaramiento y a la definición de esas imágenes que solamente somos para los otros, los cuales, son también puras imágenes para nosotros. Aunque parezcan irreconciliables, he encontrado ángulos parecidos entre Sartre y Krishnamurti que probablemente (a pesar de su crítica a Sartre) se revelan en el pensamiento de mi inolvidable profesor. Un verdadero tributo a la memoria de Tio Tongo (ya realizado satisfactoriamente por un colega) y a nuestro instantáneo encuentro, sería leer y profundizar sus trabajos para encontrar en él, en su universo reflexivo, de nuevo a Sartre y a Krishnamurti, éste último, canal de profunda comprensión del mundo que el profesor Tongo me tendió para llegar ayer, como he llegado hoy con mayor madurez hasta un nivel de tolerancia activa de mis fragilidades y las ajenas en busca de la reconciliación con el mundo y la condición humana.

«El ideal es útil e inmediatamente eficaz solamente cuando está incorporado la conducta». (Juan Francisco Sánchez).

«Puede haber controversia sobre lo que se conoce a medias, más cuando se trata de realidades vivas, ya no hay lugar sino, a afirmaciones positivas». (Juan Francisco Sánchez).