El último libro de poesía de Jorge Luis Borges se titula Historia de la noche. La antepenúltima de las piezas que lo componen se titula «Las causas». A semejanza de lo que hace en el «Nuevo poema de los dones», se trata de una suerte de enumeración de acontecimientos felicitarios de la historia general del mundo. Entre éstos se encuentra el verso Chuang Tzu y la mariposa que lo sueña.
El cierre del poema es de una ternura conmovedora: Se precisaron todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran. Es de imaginar que se lo dedica a María Kodama, su esposa, reintegrada al no-ser de la existencia el pasado 26 de marzo. El relato de «Chuang Tzu y la mariposa» se remonta al siglo V antes de Cristo. Es la historia de un príncipe oriental que una noche soñó que era una mariposa. Al despertar, ya no pudo distinguir si él era un príncipe que había soñado que era una mariposa, o una mariposa que ahora soñaba que era un príncipe.
Viene a cuento la conseja de Chuang Tzu en palabras de Borges, mencionado una y otra vez esta mañana, porque en él tuvimos a uno de los discípulos más aventajados de Pedro Henríquez Ureña. Pero, sobre todo, porque en estos minutos, que serán pocos, en que voy a ocupar vuestra atención, en realidad, de lo que vamos a hablar es de sueños. Porque Don Pedro Henríquez Ureña, un gran trabajador, un gran intelectual, un gran investigador, como ha puesto de manifiesto con creces Don Pedro Abreu, era ante todo un sembrador de sueños.
Esta particular condición de nuestro gran humanista tiene y tendrá vigencia durante muchos años, quizás siglos. Ello así, porque lo que hace posible que los seres humanos avancen en el espacio y en el tiempo, es justamente su capacidad de soñar. Ahora bien, así como hay sembradores de sueños, como Pedro Henríquez Ureña, también hay asesinos de la lluvia y asesinos de los ensueños, asesinos de las utopías.
Todo lo que vemos, todo lo que hay en derredor habitó antes en el mundo de los ideales: este edificio, la división tripartita de poderes, las leyes, la República Dominicana. Todas esas realidades, hoy igual de tangibles que la arena o el pedernal que bordea no pocas de nuestras playas, son sueños cristalizados que antes habitaron en el hondón del alma de alguna mujer, de algún hombre o de algún grupo de seres humanos, de aquí o de otros costados de mundo.
Ahora bien, hace sólo unos instantes afirmaba que también hay asesinos de sueños. Asesinos de sueños fueron aquellos que, como decía el profesor Silverio, penetraron en el territorio de la Nación en 1916 y pisotearon, mancillaron nuestra soberanía, nuestro derecho a ser y a organizar nuestra sociedad como nosotros entendemos que debemos hacerlo. El Dr. Pedro Abreu reseñó las tres exigencias del procónsul norteamericano William Banks Caperton, cuando, sin que nadie lo autorizase, entró al país como comandante de las tropas invasoras de los Estados Unidos.
Empero, quisiera que me permitan leerles la proclama del capitán Harry Shepard Knapp, del 29 de noviembre de 1916, quien dice que lo hace por mandato del presidente de su país, abogado Woodrow Wilson, miembro del Partido Demócrata. Pero antes de leerla, vale la pena preguntarse, con Fray Antón de Montesinos: ¿Con qué derecho…? ¿Qué derecho tienen usted, y el otro, o el siguiente a pisar una tierra soberana? ¿Qué derecho tenéis, ¡oh, predestinados!, a desviar o entorpecer el curso de la historia de otro país? No importa cuánta fuerza, no importa cuánto poderío, no importa cuántas riquezas del subsuelo o expresadas en signos fiduciarios tenga usted, señor país, señor confederación, de lo que sea, venga de donde venga.
Escuchemos el alarido pomposo de ese lobezno de curvilíneos colmillos: “yo, capitán de la Marina de Estados Unidos de América y las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América, situadas en los varios puntos dentro de la República Dominicana, actuando bajo la autoridad y por orden del gobierno de Estados Unidos de América, declaro y proclamo a todos los que les interese que la República Dominicana queda por la presente puesta en un estado de ocupación militar por las fuerzas bajo mi mando y queda sometida al gobierno militar y al ejercicio de la ley militar aplicable a tal ocupación”.
Y de nuevo, como un eco lejano, cada vez más patente, resuena con fuerza en nuestros oídos aquella expresión tremante de fray Antón de Montesinos: ¿con qué derecho…? ¿… con qué derecho? ¿Y con qué derecho penetraron en nuestro espacio vital también en 1965? ¡Qué bueno que se juntaron todas estas causas para que tuviéramos este encuentro breve un día 28 de abril, día en que penetraron las fuerzas de intervención norteamericana por última vez en el territorio de nuestra nación, justamente para ahogar nuevamente un sueño: el sueño de los que creían en la democracia, el sueño de los que creían en la soberanía, en la autonomía; el sueño de los que creían en la autodeterminación de los pueblos y en el principio de la igualdad de los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos! Imposible dejar de pensar en la vigencia y los fundamentos del Derecho Internacional y en los medios necesarios para que un país soberano sea debidamente respetado…
En efecto: el tercer y último golpe a ese sueño alado que fue la Guerra de Abril, tuvo lugar en San Francisco de Macorís, precisamente. Dignos de recordación son Fidel Guzmán Soto, Baldemiro Castro, a quien no solo mataron a palos y a tubazos milicianos dominicanos, bajo las órdenes de la soldadesca extranjera, sino que además le quebraron las extremidades, según testimonio del primero.
Vale la pena preguntarse, a casi cincuenta y ocho años de ese hecho repulsivo, también, a propósito de la deriva actual —no me refiero a este presente, sino al presente de ayer, al de anteayer, y al de trasanteayer—: ¿… con qué derecho? ¿Con qué derecho, el Estado Dominicano nos trata como si de enemigos se tratase, no como a asociados; como socios activos, vinculados en virtud de un pacto?
¿Con qué derecho le disparó a Felipe de Jesús un policía, por ejemplo; con qué derecho se le parte en dos el fémur a un joven, por el mero hecho de disponerse a prender una goma, el pasado lunes 24 de abril de este año? Iba a prender una goma en una esquina… ¿eso da derecho a dispararle a un muchacho desarmado, de veinticinco o treinta años, y a echarle a perder una pierna? ¿Hay derecho a eso…?
No podemos dejar que nos roben el sueño, no podemos dejar que nos asesinen los sueños, y hay muchas maneras de asesinar el sueño, hay muchos modos de conculcar esas visiones iluminadoras del porvenir; esto es, el avance de la sociedad hacia su mejoramiento. Los ensueños, materia esencial de la Filosofía del futuro, son los hornos en que se cuecen las ideas que, luego, dan origen a las instituciones e iniciativas que marcan el compás de los menudos avances que, de tiempo en tiempo, irrumpen en la historia bajo la forma de nuestro regímenes y sistemas de organización de la sociedad.
Después de la fallida intentona de tomar el Palacio presidencial, el 19 de mayo de 1965, la respuesta estratégica fue el intento de extender la Guerra de Abril a San Francisco de Macorís. Allí, además de Baldemiro Castro, fueron masacrados otras dieciocho vidas en flor. Con este golpe a la esperanza y a la fe en la democracia y en la autodeterminación, la nube gris del desconcierto cundió entre los constitucionalistas… se fueron concentrando cada día un poco más en las diecisiete (17) esquinas en que dice Wessin, de funesta recordación, a que se circunscribió aquel ejercicio de gloria, patriotismo y resistencia.
Resultado de eso, afirma la catedrática Teresa Espaillat, fue la formación de la Escuela Militar 24 de abril que fundara y dirigiera Homero Hernández, quien precisamente había concebido el plan de la toma de la fortaleza de San Francisco de Macorís. Los conjurados, un puñado de jóvenes poseídos por un ideal de humanidad para su pequeña patria, fueron torturados hasta el límite de lo humanamente soportable: hasta clavarlos sin misericordia en las manos huesudas e insaciables de la muerte.
Aún se sigue masacrando a la juventud en nuestro país. Otros modos, otros recursos asisten a los envenenadores de esperanzas, pero el móvil y las connivencias son las mismas. El sueño de una República Dominicana propicia a la sana convivencia y a la justicia social ha sido desde siempre un compromiso de los jóvenes. Sin embargo, quienes nos quieren robar la emancipación del amor de los jóvenes, no descansan. Ahora quieren que creamos que todo está perdido, que la juventud dominicana del presente carece de horizonte. ¡Ay de nosotros, conciudadanos, ay de nosotros si llegáramos a creerlo y, sobre todo, si los jóvenes llegaran a asumirlo…!
Hay muchas maneras de asesinar los sueños. Una de ellas es sembrar desesperanza, otra negar o desacreditar la utopía. Con vuestro permiso, les voy a leer un párrafo breve, escrito por un autor muy querido para mí. Juan Isidro Jimenes-Grullón, en su libro Pedro Henríquez Ureña: realidad y mito y otro ensayo, a la altura de la página 88, vierte los siguientes puntos de vista: «¿Qué han sido las utopías? Expresiones delirantes, construcciones intelectuales sin ligazón alguna con el mundo real. No obstante, para Pedro Henríquez Ureña son otra cosa, tienen realidad y es ahí donde está lo grave del caso, ya que todo delirante cree en la supuesta verdad de su delirio».
Se sigue que Pedro Henríquez Ureña, al hilo de estas afirmaciones, para Juan Isidro Jimenes-Grullón, es un alma descentrada. Un entendimiento febril y descolocado, cuyos frutos poca o ninguna relación tienen con el mundo de la vida. Un generador de mundos imaginarios a los que luego se aferra, a los que con espantosa ingenuidad confunde con trozos de la realidad doliente y moliente. Delirante, en una palabra, lo llama. Esta opinión no dista mucho que digamos de la que convoca en el imaginario popular la palabra utopía.
El trabajo sucesivo de los diferentes Ministerios de la Verdad sobre la lengua suele producir semejantes efectos. Como se dice en alguna parte de 1984, primero nos quitan las palabras. Luego nos las devuelven con el significado apropiado a sus propósitos. Lo propio ha acontecido con términos como filosofía, democracia, igualdad, hermenéutica, justicia, libertad de expresión del pensamiento, maquiavélico, derechos humanos, evidencia, pensamiento crítico. Todas indistintamente han sido vaciadas de contenido, desacreditadas o privadas de las aristas y los matices capaces de invitar a levantar la mirada.
Sin ideales, el hombre se reduce a sus mecanismos de orden mineral, a sus operaciones vegetativas y, con un poco de suerte, a sus funciones meramente animales. La condición humana es de tal naturaleza que lo mismo puede ascender en la escala de los seres que descender hasta caer por debajo de sí misma. Un sembrador de sueños es un dador de humanidad. Los sembradores de sueños son las lumbres a partir de cuyos núcleos se generan las realidades sociales, políticas y culturales del porvenir.
Sembrador de sueños fue José Núñez de Cáceres, quien arriesgó su vida, su cargo y sus posesiones para que los habitantes de esta parte de la Isla nos sumáramos al movimiento de la independencia americana de principios de los años veinte del siglo XIX. Poseído del fervor venturoso del ideal, el primero de diciembre de 1821 declaró la independencia respecto al imperio español. Tres meses después, como es de todos conocido, el nueve de febrero de 1822, este sueño fue ahogado; frustrado por la irrupción de las hordas que comandaba el presidente de nuestros vecinos del oeste.
Sembrador de sueños fue Juan Pablo Duarte, quien aquel memorable 16 de julio de 1838, fundó la sociedad secreta La Trinitaria, con mente fija en el pensamiento de que quienes habitábamos esta parte de la isla, entonces como hoy, teníamos una religión distinta a los dominadores, hablábamos una lengua distinta y teníamos formas distintas de organizar la sociedad, de rendir cultos, de llevar los asuntos relativos a nuestra vida privada, de vivir la fiesta, teníamos derecho a un espacio vital.
La dinámica entre los sembradores de ideales y los quebradores de esperanzas se ha repetido con sinuosa regularidad durante el decurso de nuestra historia república. Unos y otros han operado de manera constante, desde fuera o desde dentro. En los casos en que los intereses de fracción coinciden, los asesinos de la lluvia se funden sin titubeos con los enemigos jurados del derecho de nuestra nación a su natural reviviscencia. Quienes han detentado el control de alguna porción del Estado con frecuencia dejan en el observador atento la impresión de competir entre ellos en la tarea inexplicable de contribuir a hundir cada vez un poco más lo que queda de la balandra nacional.
Dejar al azar la formación de los cuadros que han de sucedernos, entregar a nuestra juventud a cualquier tipo de estímulos, permanecer atados como a una piedra de molino al inmediatismo y a la tendencia de afrontar los efectos en lugar de las causas de los problemas, no son sino formas complementarias de coadyuvar a la destrucción de las posibilidades de permanencia, en el espacio y en el tiempo, de este patrimonio intangible que es la República Dominicana. Sin una noción medianamente clara de lo que queremos, hacia adónde nos dirigimos, de cuál es nuestro punto en el horizonte, vagamos, vagabundeamos. No vamos a ningún lado.
En semejante contexto, es completamente legítimo que nos sintamos preocupados. Preguntarnos, por ejemplo, si tenemos derecho o no a soñar en un futuro de promesa para los dominicanos del presente y del porvenir; y para eso, ¡oh, jóvenes, admirables colegas, se necesita soñar!, porque lo contrario a una sociedad que, como un centauro, mantiene la cabeza entre las nubes y los pies bien plantados en su suelo y en su historia, es una manada de monos suelta en una sabana. Si no soñamos, si no pensamos en un porvenir de promesa para los nacidos bajos estos cielos, sobre estos valles y frente a estas apacibles montañas, entonces lo que quedará de nosotros será la mera realización de las funciones biológicas, el puro cuerpo en lo que tanto énfasis se hace en este presente (y en qué partes del cuerpo…) y sus reclamos y necesidades.
¿Acaso es casual que el New York Times le dedicara primera plana, a ocho columnas, a Tokischa? ¿Es esto una mera casualidad, o hay alguien que a ocultas acciona la manija? ¿Por qué no ha acontecido lo mismo con Marileidy Paulino, nuestra meteórica medallista olímpica, vencedora de cinco campeonatos mundiales en su disciplina? ¿Por qué a una sí y a la otra no? ¿Por qué no otros? Razón es que nos tomemos algunos minutos del día para interpretar los signos de los tiempos, para procurar entender no solo lo que se hace, sino también lo que se deja de hacer, porque en ello va también una cifra de manipulación. ¿Cuál es el mensaje? ¿Cuál es el meta-mensaje? ¿Qué es lo que nos quieren decir? ¿Cuál es el ideal de humanidad que se nos quiere, se nos requiere, presentar a nuestra juventud, esto es: a aquellos sobre quienes descansa el porvenir de nuestra gente y de nuestra tierra, de nuestro Estado-nación?
Pero hay muchas maneras, decíamos, de asesinar ilusiones y de matar el porvenir, de conculcar el futuro, de asesinar las utopías. Tengo aquí, lo he traído a propósito, una selección de ensayos de Pedro Henríquez Sureñas que hizo un buen amigo, Pedro Pablo Fernández. Cuestiones filosóficas se titula el volumen. Trae una serie de ensayos: «Nietzsche y el pragmatismo», «La filosofía de Antonio Caso», entre otros, sin embargo, no incluye «Patria de la justicia» ni «La utopía de América».
¿Qué es la filosofía de lo social sin la utopía? ¿Y qué hubiera sido y puede ser de la humanidad sin la filosofía del futuro, sin el sueño en un mañana mejor? ¿Qué es la filosofía sin el asombro frente al mal, frente al abuso, frente a la denegación de las libertades y de los derechos a vivir en paz, en tranquilidad, en la tierra que han conquistado para nosotros nuestros antecesores? En filosofía, inocencia se dice asombro. En filosofía se requiere mirar con pupilas renovadas el día que nace y la tarde que muere. En filosofía se necesita esa disposición virginal de remirar las cosas como Adán el primer día en el paraíso.
¿Por qué es imperativo volver, una y otra vez, sobre la historia? ¿Por qué tiene sentido que hablemos hoy, por ejemplo de la galopante deuda externa del Estado Dominicano en la actualidad? ¿Qué relación tuvo el endeudamiento irresponsable de finales del siglo XIX e inicios del XX con la Convención de 1907 y con la intervención de militar (nada democrática) de 1916? ¿Tiene todo esto alguna relación con la utopía henríquez-ureñista? Al pronto se verá la sutil imbricación de esto, aquello y lo otro.
Báez, Lilís y Mon Cáceres endeudaron de manera descontrolada e irresponsable el país. Más o menos, lo mismo que están haciendo los oficiantes de la política triunfante en la actualidad, desde hace alrededor de un cuarto de siglo, cada vez con más ahínco, falta de previsión y asiduidad. En eso a penas si tienen diferencias de criterio o de percepción. La inconducta y la imprevisión de Báez, Lilís y Mon desembocaron en la Convención de 1907, que cedió parte de la soberanía política y económica del país a nuestros amigos del Norte, y sentó las premisas para la invasión y la ocupación militar del país desde 1916 hasta 1924.
Mediante ese acuerdo éstos asumieron todas las obligaciones que teníamos con Estados e instituciones financieras europeas de toda laya. Nos quedamos debiéndoles exclusivamente a ellos. Ahora, a éso se le llama consolidar las deudas, un hermoso término para ocultar el acogotamiento financiero y la pérdida de la libertad en materia económica. Nos consolidaron las deudas, pero a cambio de eso cedimos costados sustanciales de nuestra soberanía, entre ellos la potestad de influir en la designación de determinados funcionarios gubernamentales. Cuando, años después, el Gobierno puso reparos a alguna de esas tres exigencias, que Don Pedro reseña en un texto que se titula «Memorando al Senado norteamericano» o «El Senado norteamericano y la soberanía de las pequeñas naciones», sencillamente, retuvieron el dinero de las aduanas.
Se cuenta que en los últimos días, antes de caer el gobierno del padre de Pedro Henríquez Ureña, Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, los funcionarios tomaban de su bolsillo para comprar el material gastable necesario para garantizar el día a día de las oficinas, para que el Estado no dejara de operar, así fuese reducido a su mínima expresión. ¿Qué quiere decir eso? Entre otras cosas, que nuestro país está lleno de páginas heroicas dignas de Suetonio, o de cualquier otro historiador de de su renombre y dimensión. No tenemos derecho a dejarnos instalar en la cabeza que aquí nada sirve y que todo está perdido, por el hecho simple de que eso no es verdad.
Como dice Juan Pablo Duarte, aquí hay una pequeña cantidad de bandidos, dos o tres cientos, quizás cinco o diez mil —“malos dominicanos”, asó lo llama el Padre de la Patria— que tienen en sus manos los medios de comunicación y el control de las gavillas de los partidos políticos, que viven haciendo cuanto pueden para sembrar desaliento y falta de fe en el porvenir en nuestras fuerzas, voluntad y capacidades.
¿Es difícil nuestra situación? Claro que sí. ¡Muy difícil! Pero, ¿será, por ventura, más difícil que cuando estuvimos ocupados durante veintidós años por las huestes haitianas? ¿Será más difícil ahora encaminarnos hacia un porvenir de promesa que cuando estuvimos invadidos, pisados por la bota norteamericana de 1916 a 1924? ¿Es más difícil luchar en las presentes circunstancias que en 1965, con 18,000 marines aquí? ¿No será que estamos esgrimiendo fáciles excusas para no hacer lo que tenemos que hacer, para no actuar de manera consecuente y responsable, de cara a las tareas presentes?
Como dice Don Pedro, la utopía no es una ilusión. Después de haber escuchado al profesor Roberto Marte, al profesor Eulogio Silverio y al profesor Pedro Abreu, creo que mi intervención era innecesaria. Nada he dicho ni diré que agregue algo a lo ya expuesto con admirable propiedad por ellos. Me limitaré a intentar acercar a los jóvenes presentes a algunas de las ideas de Don Pedro Henríquez Ureña. De manera que resulte aun más obvio que, como decía el Prof. Pedro Abreu, el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña es un pensamiento vivo que tenemos que aquilatar en su justa dimensión. Divulgarlo y volver a él una y otra vez. Rumiarlo hasta que quede definitivamente instalado en nuestro mundo interior.
Don Pedro afirma, en alguna parte de su ensayo «Utopía de América», que México ha encontrado la manera perfecta de avanzar hacia su mejoramiento. Los pilares sobre los que se ha colocado México, bien pueden ser un ejemplo a considerar por el resto de América. Esos pilares son la cultura y el nacionalismo. ¿Qué tiene de malo ser nacionalista? ¿Acaso ser nacionalista supone que no debamos leer a Platón, a Aristóteles a Hegel o a Ortega y Gasset, o que no debamos interesarnos pors hazañas de Bolívar, o lo que está aconteciendo en Omán en estos momentos? No, por cierto.
No es de ese nacionalismo del que habla Pedro Henríquez Ureña. Ser descastado tampoco es un factor diferencial del ciudadano de la Magna Patria que él sugiere, su propuesta utópica. Su planteamiento de una sociedad ideal apunta hacia una Iberoamérica unida, en función de sus afinidades culturales y sus propósitos e intereses comunes. Nuestros fragmentos de patria, desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego, no pueden ni podrán sobrevivir al periodo de aquello que Eugenio María de Hostos atinara a denominar el principio de las grandes nacionalidades. Tarde o temprano, terminaremos siendo absorbidos o reducidos a la insignificancia política e histórica.
El nacionalismo ayuda a que la gente se reconozca, como decía Don Pedro. Nos incita a procurar saber quiénes somos, así en lo individual como en lo colectivo. Si no sabemos quiénes somos, alguien se tomará el trabajo de decírnoslo. Eso no se debe olvidar. No deben olvidarlo los profesores de filosofía, y menos aún los de lengua española, Biología, Historia, Antropología, y aún los de cualquier otra área del saber humano. Por lejano que parezca, de eso depende la pervivencia en el tiempo de este sueño precioso que hemos heredado de las manos trémulas de nuestros antecesores, la República Dominicana. Ahora bien, el nacionalismo es a penas uno de los sillares del proceso.
En la configuración de la Magna Patria, Don Pedro asigna a la lengua un rol determinante, junto al elemento de la historia común. La lengua tiene, en efecto, un papel performativo en la forja de los hábitos mentales de pueblos y personas. Con la lengua, dice Nietzsche en El viajero y su sombra, heredamos una interpretación de la realidad. Así mirada la cuestión, la difusión, cultivo y defensa de la lengua deviene un modo de resistencia. José Núñez de Cáceres lo expuso con total claridad, en el discurso que pronunció al entregar las llaves de la ciudad de Santo Domingo a Jean Pierre Boyer, el 9 de febrero de 1822, en el Palacio Consistorial, sede del Gobierno.
Don Pedro lo expone con mucho más gracia y propiedad: «Toda nuestra América tiene caracteres parecidos. Cuatro siglos de vida hispánica han dado a nuestra América rasgos que la distinguen. La unidad de su historia, la unidad de propósitos en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una Magna Patria, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más».
Y más adelante, como si se adelantara en el tiempo, advierte: «La desunión es el desastre. Ninguno de nosotros puede contender con ninguno de esos centros de absorción mundial que hoy se disputan la cabeza de la historia. Ninguno de nosotros, ni Cuba, ni Guatemala, ni México, pueden hacerlo solos. La unión, hoy todavía, sólo la unión puede salvarnos, porque de lo contrario terminaremos cayendo como piezas de dominó, uno tras otro».
Esa es la otra cara de la doctrina del destino manifiesto. Si no nos sacudimos, mientras quede algún resquicio para hacerlo, la profecía podrá tardar, pero el día menos pensado caerá sobre nosotros como una losa de pesado mármol, el fardo de la nada. Nuestros hijos y nietos verán atardecer sus vidas sin patria; y, con ello, la memoria de lo que fuimos y los sueños que en nosotros y en nuestros antecesores se fueron enhebrando, pasarán a ser patrimonio de la oscura noche del olvido insondable. Nuestros Estados-nación se precipitarán poco a poco en la furnia sin bordes de la post-colonialidad.
Por el camino que vamos, uno de estos días tendremos que entregar un pedazo del país, de la Península de Samaná o de Pedernales; y seguir cediendo, cediendo en todo y cada vez más, porque debemos hasta las lágrimas y aun seguimos cogiendo prestado. Y no sólo me refiero a los de ahora. Hace alrededor de seis años leí en sendos diarios, un mismo día que, para el mismo propósito: reparar las redes eléctricas, el gobierno de entonces tomó cuatrocientos millones de dólares a Estados Unidos, y cuatrocientos millones más a China. ¡Vaya festival de irresponsabilidades…!
Pero, por lo menos, nos queda la esperanza. Como dice Don Pedro, con radiante propiedad, en cada una de nuestras crisis de civilización, es el espíritu lo que nos ha salvado, aun cuando hayamos tenido que luchar contra elementos en apariencia más poderosos. El espíritu solo, y no la fuerza militar o el poder económico. En suma, como, finalmente, dice Don Pedro Henríquez Ureña, no hay que desesperar de ningún pueblo mientras haya en él diez hombres justos que busquen el bien.
Aquí hay más de diez.
Muchas gracias.