Por ISMAEL QUILES, S. I., 

Vicerrector de los Institutos Universitarios del Salvador, Buenos Aires.

La pregunta central de la Metafísica, la pregunta por el ser, se renueva incesantemente, con una especie de dialéctica interna y necesaria al hombre mismo. El pensamiento filosófico contemporáneo ha hecho un esfuerzo por llegar hasta el origen primero de esa pregunta en búsqueda del fundamento último del pensar metafísico. Como quiera que la metafísica tradicional se haya expresado espontáneamente con un pensamiento conceptual, se ha tratado de buscar la base de ese pensamiento, por comprobarse que todo pensamiento conceptual o categorial trae ciertos elementos acerca de cuyo valor surgen dudas para el crítico filosófico.

Recogiendo una orientación, bastante extendida, del pensamiento filosófico contemporáneo, hemos sostenido en otros trabajos el valor de la experiencia metafísica como acceso original del hombre al ser. Queremos ahora presentar el análisis de algunas de las características de esta experiencia, que creemos de particular interés.

La experiencia metafísica primera y fundamental, la experiencia del ser en cuanto ser, se nos da en el acto de máxima interiorización del hombre sobre sí mismo, que hemos denominado en trabajos anteriores, «in-sistencia». En todo acto humano propiamente tal, el sujeto se halla presente a sí mismo en una reflexión completa, más o menos perfecta, según el grado de atención que sobre ella se pone. Esta interiorización nos muestra la esencia más originaria del hombre, la cual consiste precisamente en la capacidad que el hombre tiene de volver sobre sí mismo, de estar en sí mismo o de «in-sistir», sobrepasando la mera exterioridad del ser en el mundo, el simple estar ahí o el existir. Esta es, por otra parte, la característica que distingue al hombre de todos los demás seres sobre la tierra.

Pero, en esta experiencia de sí mismo en sí mismo, o experiencia insistencial, es donde tiene también lugar la experiencia metafísica del ser en cuanto ser. Porque, aunque se trata de una experiencia individual, su carácter es tal que permite sobrepasar o trascender lo puramente individual y alcanzar el elemento fundante absoluto de lo individual. Precisamente en esta íntima simbiosis de lo individual y trascendental de esta experiencia, se funda su valor y su característica excepcional como origen de la metafísica en el hombre, pues, por ser a la vez individual y trascendente presenta una doble fase que afecta luego a todo el pensar metafísico. Por eso creemos de especial interés llamar la atención sobre este esencial doble aspecto de la experiencia metafísica o intentar un análisis inicial del mismo.

La experiencia de máxima interioridad en que se capta el propio ser individual, y por la que pronunciamos el «sum» nos revela, ante todo, nuestro ente individual como una realidad indubitable. Por ser realidad se presenta siendo. Pero por tratarse de una realidad individual, dicha experiencia es también individual, por ser de un sujeto particular y por ofrecernos un objeto asimismo individual, es decir, nuestro propio ente. Parecería que una experiencia individual, fuera el camino menos apropiado para la experiencia trascendente del ser en cuanto ser. Sin embargo, nuestra experiencia individual no se agota en esta sola fase, sino que presenta otra fase y otro aspecto que incluye una dualidad esencial a dicha experiencia. Porque no captamos nuestro ente individual aislado en la pura individualidad, sino «siendo», es decir, sumergido y sustentado en el flujo de lo real, y sin agotar dicho flujo y dicho fundamento. En otros términos, en la experiencia del ente individual aparece necesariamente un elemento que lo trasciende y por el cual el ente es. Por lo mismo, esta experiencia desborda lo puramente individual y nos manifiesta el fundamento trascendente del ente, es decir, el ser en cuanto ser.

De aquí que nuestra experiencia interior o insistencial del ente, tiene una doble fase en cuanto es, a la vez, individual y trascendente, particular y universalísima. Por cierto, que esa experiencia del ente, y por tanto individual, puede ser tal porque a través del ente nos muestra el ser. Y sería tan imposible en nuestra experiencia humana mostrarnos el ser sin el ente, como mostrarnos o descubrirnos éste sin aquél.

He aquí la esencia, por así decir, paradójica, de la experiencia metafísica, la cual por ser paradójica, ha dado y dará lugar siempre a interpretaciones tan opuestas y contradictorias del ser y de la Metafísica. En este doble aspecto esencial a la experiencia metafísica, se hallará tal vez la explicación de la mayoría de las antinomias que acompañan al pensar metafísico y al pensar humano en general.

Describamos ahora más detenidamente cómo se realiza la apertura trascendental o el descubrimiento del ser al hombre. Si atendemos a nuestra experiencia metafísica comprobaremos tal vez fácilmente que ella se desdobla a su vez en dos fases. La pregunta sobre el ser, acerca de si es y lo que es, no puede contestarse si previa o simultáneamente, al menos, no se aclaran otras dos preguntas: ¿cómo se abre el ser al hombre? Y también esta otra pregunta: ¿cómo se abre el hombre al ser? 

Ahora bien, precisamente la experiencia metafísica es la solución a estas dos preguntas previas a toda metafísica; pero esta solución dada por la experiencia metafísica, se nos ofrece en virtud de la doble fase de dicha experiencia que deseamos ahora aclarar.

En primer lugar, en la experiencia metafísica, el ser, como elemento trascendente y fundante del ente, se nos presenta de una manera necesaria. El ser en cuanto ser se hace presente en toda experiencia de nuestro propio ente como una especie de «choque ontológico» inevitable en toda experiencia. De esta manera, la presencia del ser en cuanto ser se realiza en la experiencia insistencial, como un choque ontológico, como un impacto del ser en el ente. Este choque, por ser necesario, no está controlado ni sujeto a la libertad. Es vivido o sufrido con tanta necesidad como la experiencia de nuestro propio ente individual. El ser se nos hace presente, diciéndonos su presencia de manera que no podemos dejar de vivirlo en nuestra propia presencia.

A esta primera fase de la experiencia metafísica en la cual el ser se descubre al hombre y se hace presente al hombre, corresponde una segunda fase, por parte del hombre mismo. Ante la presencia del ser, el hombre reacciona espontáneamente con la afirmación ontológica: el ser es. Esta afirmación es, a su vez, espontánea y es como la respuesta del hombre y la apertura del hombre al ser. Pero si es espontánea, y por ello tiende necesariamente a surgir, entra ya en cuanto a afirmación, en el dominio controlado por la reflexión y por la libertad. Porque, a pesar de esa tendencia espontánea y en virtud de la interioridad del ente a sí mismo, que puede en cierta manera ponerse frente al ser, puede todavía el hombre contener la afirmación ontológica y aún llegar hasta la negación ontológica, diciendo «el ser no es». Por supuesto que esta actitud del escéptico o del sofista resulta siempre precaria, por cuanto la experiencia metafísica en su primera fase o aspecto del choque ontológico del ser al ente, es necesaria y esencial al hombre; y la presencia del ser está golpeando continuamente en el interior del ente, reclamando la afirmación ontológica.

No estará demás, aunque puede fácilmente comprenderse, recordar que estos dos aspectos o fases de la experiencia metafísica no constituyen dos experiencias diversas, sino una sola y compleja experiencia, en la que el ser se presenta al hombre, y éste se encuentra abierto al ser. Se trata de la experiencia tal como es posible al hombre, que no puede tener el carácter de simplicidad y luminosidad que imaginamos serían posibles en otros seres más perfectos o en el Ser Infinito.

Declarada la naturaleza de la doble fase constitutiva de toda experiencia metafísica, pasemos ahora a recoger algunas de sus aplicaciones, que permiten todavía aclarar mejor la situación de la experiencia metafísica y, en general, del pensar metafísico.

De las dos fases o aspectos de la experiencia metafísica, el elemento originario que determina la totalidad de la experiencia, es el primero, el que hemos denominado «choque ontológico». Ahí está la raíz y el principio de la Metafísica: la presencia del ser al hombre. Porque esta presencia no se realiza en una forma pasiva o inactiva del ser ante el hombre, sino en una vivencia, es decir, en una activa presencia del ser en el ente, que éste no puede evitar porque constituye precisamente su esencia. Esta activa presencia del ser en el ente, es la base de toda metafísica, es el impacto del ser, y es el elemento originario. Como activa presencia no es ciega, sino que aflora necesariamente a la conciencia luminosa del ente, y es vivida y convivida por éste. Esta captación o vivencia y convivencia del ente y el ser, es, a nuestro parecer, el elemento originario, el descubrimiento del ser al ente. En cambio, la afirmación ontológica, en cuanto puede ser regulada por una reflexión, es ya una expresión imperfecta y secundaria de la vivencia original.

La afirmación ontológica «el ser es» y en general el juicio, en cuanto implica esta afirmación ontológica, no sería pues el momento originario del descubrimiento del ser y de la experiencia metafísica, sino más bien el secundario originado. La vivencia ontológica, el impacto del ser en el ente, son el elemento o el aspecto primordial. Esta vivencia ontológica, este choque ontológico vivido del ser en el ente, constituyen la base de la experiencia metafísica, la cual es tan rica en elementos, tan profunda ontológicamente, vivencialmente, que cuando queremos trasponer esa vivencia en la afirmación, en el juicio, sólo imperfecta y confusamente, expresamos lo que hemos vivido. Es decir que la afirmación ontológica y el juicio metafísico,  nunca expresan ni pueden expresar toda la riqueza y profundidad del choque ontológico vivido del ser en el ente.

Por eso creemos que el descubrimiento del ser no se hace precisamente en la cópula verbal «est», sino que por ella intentamos expresar, con suma imperfección lo que en una vivencia previa hemos captado, es decir la captación vivida del ser directamente por lo que repetidamente hemos denominado el choque ontológico del ser en el interior de nuestra experiencia insistencial o del ente.

La primera vivencia, la originaria, es inevitable. La afirmación, en cambio, surge espontáneamente de la esencia del hombre, pero puede ser cohibida o controlada por la reflexión y por la libertad.

Esta doble fase o aspecto de la experiencia metafísica, nos permite aclarar otra de las características esenciales a la vez, de la Metafísica y del hombre. Por una parte, por cuanto la presencia vivida del ser al ente es inevitable, continua y aún esencial, la Metafísica tiene un carácter de seguridad en su fundamento y en su supervivencia. El hombre es un ser metafísico por esencia, porque en su esencia está la presencia actuante del ser. La metafísica tiene un fundamento seguro, en esa necesaria presencia del ser al ente. La Metafísica como ciencia, es posible, en cuanto es posible y porque es posible al hombre, desarrollar esta experiencia en su contenido inmediato y partiendo de él, en las proyecciones que el pensamiento abstracto puede encontrar, siempre apoyado en este fundamento original.

Pero, si la Metafísica tiene la seguridad de ser necesaria y esencial al hombre, y de poseer un fundamento epistemológico seguro, también por otra parte, la Metafísica resulta afectada del signo de la precariedad. Es una ciencia precaria, porque como tal, nunca puede expresar debidamente su objeto.

Nuestra afirmación ontológica, nuestro conocimiento del ser, nuestras infinitas tentativas de expresarlo en conceptos y en juicios categoriales, nunca llegan a expresar debidamente, no ya la infinita cognoscibilidad del ser, pero ni siquiera la riqueza de nuestra experiencia vivida del mismo. Todos los esfuerzos de la Metafísica, tienden a expresar cada vez mejor esta experiencia vivida del ser en cuanto ser, es decir, nuestra experiencia metafísica, hacia la cual convergen todos los problemas de la filosofía, y aún, todos los problemas humanos.

De aquí, podemos comprender también cómo la labor de la Metafísica, es inagotable y por eso, perdurará, tal vez, como la Ciencia que menos progresos palpables realiza, mientras el hombre sea hombre.

Pero si la Metafísica es necesaria y tiene ante sí esa ingente labor, por otra parte, porque es también una ciencia precaria, debe proceder con las máximas cautelas, con la clara conciencia de la imperfección con que toda afirmación, todo juicio, y especialmente todo concepto abstracto o categorial, tienden a expresar las vivencias originales metafísicas del hombre y del ser.

Hemos indicado solamente algunas repercusiones que a nuestro parecer tiene el doble aspecto de la experiencia metafísica. Creemos que otros problemas del pensar metafísico, como el de la analogía, y de la univocidad del ser, lo a priori y lo a posteriori del conocimiento metafísico, podrían ser también iluminados por la naturaleza paradójica esencial a nuestra experiencia metafísica.

Terminemos indicando que la apertura al ser que hemos descrito en la experiencia insistencial, es la cabeza de puente presupuesta por todos los demás tipos de apertura al ser por experiencia metafísica, tales como los que se fundan en la dinámica de la acción, en la experiencia moral o religiosa. ¿No está en todas ellas implicada como previa y fundamental, la experiencia misma del sujeto, es decir, la experiencia de la interioridad del sujeto a sí mismo, presente a todo otro tipo de acción, de conocimiento o de responsabilidad moral? Por eso creemos que la experiencia metafísica que hemos denominado insistencial, es una experiencia trascendente, incluida en todos los demás tipos posibles de experiencia metafísica, y presupuesta por ellos como su fundamento.