José Ernesto Flete Morillo
PALABRAS CLAVES
Muerte, cultura, dominicana, velorios, ritual, solemnidad, humor, refranes, identidad, comunidad, solidaridad, duelo, tradición, cotidianidad, narrativa.
RESUMEN
La muerte en la cultura dominicana se caracteriza por su ambivalencia entre lo trágico y lo humorístico. Los velorios, rituales funerarios y refranes populares muestran cómo se integra la pérdida en la vida cotidiana, combinando solemnidad con expresiones comunitarias. Desde rituales sincréticos hasta canciones emblemáticas, la muerte se resignifica como un evento cultural que refuerza la identidad colectiva y la solidaridad social.
INTRODUCCIÓN
La muerte ha sido, desde los albores de la humanidad, uno de los grandes problemas filosóficos, existenciales y psicológicos que han ocupado el pensamiento humano. En todas las culturas y tiempos, la muerte ha sido vista desde distintas perspectivas: como un fin inevitable, una liberación, un misterio o una maldición. Desde que inicia su vida, el ser humano parece estar involucrado en una carrera contra la muerte, y no debe sorprendernos que usemos el término «carrera» en lugar de «lucha», pues la muerte, como fenómeno natural e inexorable, aparece ante el ser humano como un evento imposible de eludir. A lo largo de la historia, los filósofos, los poetas y los pensadores han tratado de comprender este fenómeno, tan presente en nuestras vidas, como el fin último e inalcanzable de la existencia.
Es interesante que, como señala Epicuro, la muerte es uno de los elementos más seguros para el ser humano, ya que, independientemente de lo que hagamos, llegará en su momento. Según Epicuro, la muerte no debería ser motivo de preocupación, ya que, al ser el final de la vida, no nos afecta una vez que hemos muerto. Así lo afirma de manera directa: «La muerte no es nada para nosotros. Cuando estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos» (Epicuro, citado en Long, 1986). De esta forma, para Epicuro, la muerte es un evento que no debemos temer, ya que no es una experiencia que afecte al individuo de manera directa.
Sin embargo, esta concepción estoica de la muerte como un hecho natural y distante no ha sido compartida universalmente. En su obra Retoques (1920), Federico Bermúdez y Ortega refuerza una visión mucho más sombría al respecto, al considerar que la muerte es una presencia constante en la vida humana. Según él, «vivir es ir muriendo con lentitud pasmosa». Esta afirmación resalta la idea de que, desde el mismo momento en que nacemos, estamos encaminados hacia la muerte, pero lo que es más angustiante es que no podemos prever el momento exacto en que esa muerte se hará presente. La conciencia de la mortalidad se convierte, en este sentido, en un motor de la vida misma. El temor a la muerte, lejos de ser una experiencia meramente pasiva o de resignación, empuja a los seres humanos a buscar una solución para el «eterno mal» que representa la muerte.
Este dilema existencial, que arranca desde la toma de conciencia del ser humano sobre su propia finitud, ha impulsado a la humanidad a una búsqueda constante de sentido y, en muchos casos, a un deseo de trascender la muerte. Bermúdez señala que el ser humano ha estado buscando, a lo largo de la historia, un «antídoto para el eterno mal», lo que ha llevado a la creación de diversas creencias religiosas, filosofías sobre la inmortalidad del alma y avances en la ciencia que buscan prolongar la vida, sin que, a pesar de ello, se logre evitar lo inevitable: la muerte. Esta carrera por alcanzar la vida eterna ha sido la causa de muchas de las más grandes obras, tanto científicas como artísticas, que han marcado la historia de la humanidad.
La reflexión sobre la muerte también está presente en la obra de otros pensadores profundos, como es el caso de Miguel de Unamuno. En su famoso texto Del sentimiento trágico de la vida (1912), Unamuno aborda de manera explícita la cuestión de la muerte y su relación con la vida. En sus escritos, la muerte aparece como un «supremo despertar» y un «último refugio de la desesperación», conceptos que revelan la visión existencialista del autor, para quien la vida y la muerte están constantemente entrelazadas en un proceso de búsqueda de sentido. La muerte no es algo que se pueda considerar simplemente como el final de la vida; al contrario, se convierte en un motor de la misma, pues al enfrentarse al miedo de la muerte, el ser humano se ve obligado a darle un propósito a su vida, a buscar una razón para su existencia. Según Unamuno, la muerte es el fenómeno que intensifica la necesidad de encontrar un sentido a la vida misma, un proceso que, al ser confrontado, se convierte en una forma de lucha existencial contra la nada.
Unamuno subraya en Del sentimiento trágico de la vida que el ser humano no está dispuesto a aceptar la muerte como un simple y definitivo final, sino que en su interior hay un deseo profundo de inmortalidad. Esta lucha interna se muestra en sus escritos, donde el autor refleja el sentimiento trágico de la vida: «Vivir es una lucha, y no vivir, también lo es». La conciencia de la muerte se presenta como un obstáculo insuperable para alcanzar la plenitud de la vida, pero también se convierte en la fuerza que empuja al ser humano a trascender su finitud. Para Unamuno, el ser humano experimenta una lucha constante con la muerte, pues a pesar de saber que es inevitable, no puede dejar de intentar darle sentido a su vida a través de su acción, de su búsqueda de una inmortalidad simbólica.
El autor, al igual que muchos otros pensadores existencialistas, señala cómo el miedo a la muerte motiva al ser humano a buscar respuestas que le otorguen un sentido de control y significado frente a lo incierto. Esta búsqueda, sin embargo, no está exenta de frustración, pues, a pesar de los esfuerzos humanos por comprender y trascender la muerte, el individuo se ve confrontado con la paradoja de dos realidades aparentemente irreconciliables: la certeza de su finitud y el deseo de superarla. La muerte, entonces, se revela como un fenómeno que no solo pertenece al ámbito biológico, sino que, en un sentido más profundo, se convierte en una cuestión filosófica esencial que moldea la propia existencia humana.
Unamuno, en particular, capta esta dicotomía de manera penetrante. En su pensamiento, la muerte se manifiesta no solo como un evento inevitable, sino como el núcleo del sentimiento trágico de la vida, una angustia existencial que surge de la conciencia de la finitud humana. En su obra, la muerte es vista como una presencia constante que desafía cualquier intento de encontrarle sentido absoluto o trascendente. A lo largo de sus escritos, Unamuno se muestra consciente de la tensión interna que esta situación genera, pues el deseo de inmortalidad y la certeza de la muerte coexisten en el ser humano de una manera que no permite resolución. El pensamiento unamuniano revela una reflexión sobre cómo esta confrontación con la muerte, lejos de ofrecer respuestas definitivas, intensifica la búsqueda de sentido, alimentando la angustia existencial y la desesperación.
Es indudable que la muerte genera una marcada resistencia en el ser humano, una resistencia que se manifiesta en una serie de comportamientos y actitudes que buscan preservar la identidad y evitar la transformación, pues todo proceso de cambio se asocia, de alguna manera, con la muerte misma. Según el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, «la muerte genera un imperativo de identidad: uno se prohíbe toda transformación, como si todo contacto de transformación fuera ya una manifestación de la muerte» (Han, 2022, p. 19). Este pensamiento refleja cómo, en nuestra cultura contemporánea, la muerte es vista no solo como el final biológico, sino como la disolución de la identidad misma. La identidad, por tanto, se convierte en un campo de lucha contra la muerte: el deseo de mantenerse intacto, de no transformarse, de preservar una imagen fija y coherente de uno mismo se ve como un mecanismo de defensa frente a lo inevitable. Han observa que este imperativo de identidad genera una especie de paradoja existencial, ya que, al tratar de evitar la muerte a través de la estabilidad, los individuos se ven atrapados en una repetición que los priva de la autenticidad y el cambio. La muerte, de esta manera, no solo se presenta como un fenómeno externo e irreversible, sino como una amenaza interna que impregna nuestra concepción de la vida misma.
La muerte, como observan tanto Unamuno como Han, se convierte en un principio estructurante de la vida, pero también en una fuerza que desafía la identidad humana. A pesar de las múltiples formas en que se ha intentado racionalizar o trascender la muerte, lo cierto es que sigue siendo un misterio insondable. La muerte no solo define los límites de nuestra existencia, sino que, en el proceso de su negación o aceptación, revela las contradicciones fundamentales de la vida humana: el deseo de inmortalidad frente a la inevitabilidad del fin.
La reflexión filosófica sobre la muerte, entonces, no es solo un ejercicio intelectual, sino una forma de enfrentarse a la angustia de la existencia misma. En este sentido, tanto Unamuno como Han ofrecen una comprensión profunda de cómo el miedo y la aceptación de la muerte configuran nuestra identidad y nuestra relación con el mundo.
- PERSPECTIVAS DE LA MUERTE
La muerte, como fenómeno universal, adquiere una interpretación distinta según la cultura que la observe. La concepción que se tiene de la muerte no solo refleja las creencias de una sociedad, sino que también está intrínsecamente ligada a sus valores, cosmovisión y contexto histórico. A continuación, exploramos algunas de las distintas visiones de la muerte en diversas culturas a lo largo de la historia.
Los antiguos griegos, por ejemplo, veían la muerte como un sueño eterno del cual no se despierta. En la obra de Homero, la muerte es descrita como el «último sueño», una transición ineludible y serena, aunque con un sentido de irremediabilidad. Los griegos, especialmente a través de los mitos, presentaban la muerte como una liberación, pero también como un proceso final y sin retorno. Filósofos como Platón sostenían que la muerte era una separación del alma y el cuerpo, una especie de tránsito hacia una existencia trascendental más pura (Platón, Fedón).
En la Edad Media, la visión de la muerte cambia drásticamente, adquiriendo un tono mucho más sombrío y trascendental. La muerte era percibida como una ruptura brusca e inminente de la vida, un evento abrupto que cortaba el hilo de la existencia humana. En esta época, la muerte se asociaba frecuentemente con la idea del juicio final y la división entre el bien y el mal. La imagen de la Parca, la figura de la muerte con su guadaña, refleja esta concepción medieval de la muerte como un ser impersonal que llega para segar la vida, sin misericordia, anunciando la llegada del fin de los tiempos. Los cristianos medievales, influenciados por las enseñanzas de la Iglesia, también pensaban en la muerte como una transición hacia la vida eterna, pero con una gran carga moral, vinculada al pecado y la salvación.
En las culturas del Caribe, especialmente en las tradiciones afrocaribeñas como el vudú y la santería, la muerte se entiende de manera más ritualista y cíclica. En la tradición vudú, la muerte es vista como una transición hacia otro estado de existencia, en el que el alma no desaparece, sino que continúa en el reino de los espíritus. Los muertos, en esta visión, pueden seguir influenciando el mundo de los vivos a través de rituales y ofrendas. Esta creencia refleja una concepción holística de la muerte, en la que la frontera entre lo vivo y lo muerto no es tan nítida. La muerte no se percibe como una interrupción definitiva, sino como un paso hacia otro tipo de existencia dentro del tejido espiritual del universo.
Estas diferentes visiones de la muerte muestran cómo este fenómeno universal puede ser interpretado de formas diversas según el contexto cultural. Desde el «sueño eterno» de los griegos, pasando por la ruptura abrupta de la vida en la Edad Media, hasta la idea de la muerte como parte de un ciclo continuo en las culturas orientales y afrocaribeñas, la muerte continúa siendo una de las grandes cuestiones que ha preocupado a la humanidad a lo largo de la historia. Cada cultura aporta una perspectiva única, que no solo refleja sus creencias religiosas y filosóficas, sino también sus valores fundamentales sobre la vida y la muerte.
- El sentido de la muerte en El caribe
La muerte, como fenómeno universal, adquiere una interpretación distinta según la cultura que la observe. La concepción que se tiene de la muerte no solo refleja las creencias de una sociedad, sino que también está intrínsecamente ligada a sus valores, cosmovisión y contexto histórico. A continuación, exploramos algunas de las distintas visiones de la muerte en diversas culturas a lo largo de la historia.
Los antiguos griegos, por ejemplo, veían la muerte como un sueño eterno del cual no se despierta. En la obra de Homero, la muerte es descrita como el «último sueño», una transición ineludible y serena, aunque con un sentido de irremediabilidad. Los griegos, especialmente a través de los mitos, presentaban la muerte como una liberación, pero también como un proceso final y sin retorno. Filósofos como Platón sostenían que la muerte era una separación del alma y el cuerpo, una especie de tránsito hacia una existencia trascendental más pura (Platón, Fedón).
En la Edad Media, la visión de la muerte cambia drásticamente, adquiriendo un tono mucho más sombrío y trascendental. La muerte era percibida como una ruptura brusca e inminente de la vida, un evento abrupto que cortaba el hilo de la existencia humana. En esta época, la muerte se asociaba frecuentemente con la idea del juicio final y la división entre el bien y el mal. La imagen de la Parca, la figura de la muerte con su guadaña, refleja esta concepción medieval de la muerte como un ser impersonal que llega para segar la vida, sin misericordia, anunciando la llegada del fin de los tiempos. Los cristianos medievales, influenciados por las enseñanzas de la Iglesia, también pensaban en la muerte como una transición hacia la vida eterna, pero con una gran carga moral, vinculada al pecado y la salvación.
Por otro lado, en las culturas orientales, como la hindú y la budista, la muerte es vista como parte de un ciclo continuo de vida, muerte y renacimiento. En el hinduismo, la muerte es entendida como una liberación del alma, que deja el cuerpo para embarcarse en un nuevo ciclo de reencarnación, en busca de la moksha, la liberación final del sufrimiento. En el budismo, la muerte no es un fin, sino un proceso dentro del ciclo de samsara, el ciclo eterno de renacimiento. El enfoque budista pone énfasis en la meditación sobre la muerte como un medio para alcanzar la iluminación y liberarse del sufrimiento (Dalai Lama, 1998).
Finalmente, en las culturas del Caribe, especialmente en las tradiciones afrocaribeñas como el vudú y la santería, la muerte se entiende de manera más ritualista y cíclica. En la tradición vudú, la muerte es vista como una transición hacia otro estado de existencia, en el que el alma no desaparece, sino que continúa en el “mundo de los espíritus”. Los muertos, en esta visión, pueden seguir influenciando el mundo de los vivos a través de rituales y ofrendas. Esta creencia refleja una concepción holística de la muerte, en la que la frontera entre lo vivo y lo muerto no es tan nítida. La muerte no se percibe como una interrupción definitiva, sino como un paso hacia otro tipo de existencia dentro del tejido espiritual del universo.
Estas diferentes visiones de la muerte muestran cómo este fenómeno universal puede ser interpretado de formas diversas según el contexto cultural. Desde el «sueño eterno» de los griegos, pasando por la ruptura abrupta de la vida en la Edad Media, hasta la idea de la muerte como parte de un ciclo continuo en las culturas orientales y afrocaribeñas, la muerte continúa siendo una de las grandes cuestiones que ha preocupado a la humanidad a lo largo de la historia. Cada cultura aporta una perspectiva única, que no solo refleja sus creencias religiosas y filosóficas, sino también sus valores fundamentales sobre la vida y la muerte.
- EL SENTIDO DE LA MUERTE EN REPÚBLICA DOMINICANA
En la idiosincrasia dominicana, la muerte es percibida de una forma singular y compleja, oscilando entre lo fatal y lo cómico. Esta ambivalencia se relaciona profundamente con el carácter peculiar del dominicano, donde las situaciones cotidianas moldean constantemente su percepción de la muerte. Así, la muerte adquiere una connotación dinámica y versátil, adaptándose a los contextos específicos en los que se presenta.
Según José Ramón López (1900), en su ensayo La cultura dominicana, la cosmovisión popular del país tiende a integrar la muerte como un fenómeno cercano y, a menudo, trivializado por las expresiones populares. Por ejemplo, frases como «Me mataste con ese chiste» o «Hoy sí que morí de risa» reflejan cómo se desdramatiza lo fatal a través del humor, otorgándole a la muerte un carácter menos trágico y más cotidiano.
Por otro lado, esta percepción mutable también tiene raíces en la religiosidad popular dominicana, que combina influencias católicas con prácticas sincréticas afrocaribeñas. Como señala Lorgia García Peña (2016) en Los bordes de la dominicanidad, «el ritual alrededor de la muerte no solo honra a los difuntos, sino que refuerza las relaciones comunitarias y redefine el significado de la pérdida» (p. 94). Estas prácticas comunitarias dotan a la muerte de un carácter transformador, que transciende lo individual para enraizarse en lo colectivo.
Hablar de la muerte desde el prisma de la dominicanidad, entonces, se torna peculiar debido a esta constante resignificación cultural. En palabras de Juan Bosch (1962), «la muerte no es más que una pausa en la continuidad de la vida, un momento donde lo cósmico y lo humano se encuentran» (p. 78). Esta visión, profundamente arraigada en la narrativa popular, permite a los dominicanos mantener una relación íntima y flexible con la idea de la muerte, donde lo trágico y lo cómico se entrelazan sin contradicciones.
2.1. La muerte cósmica
El sentido cósmico de la muerte se percibe como un evento universal, inherente a todo cuanto existe; marca la finitud de las cosas, ya sean vivientes o inanimadas. Esta concepción, aunque natural y esperable en un adulto, resulta desconcertante y abrumadora cuando emerge de la mente de un niño que, de manera inesperada, parece comprender la esencia de lo que implica el fin de las cosas.
Quien suscribe, recuerda vivamente una experiencia significativa durante su infancia. En una fiesta de cumpleaños organizada por su maestra en la escuela, un niño de apenas siete años declamó un poema de su autoría, el cual narraba la resignación de la muerte a través de su personaje central: una lombriz. Con voz inocente, pero cargada de una profundidad filosófica inusual, recitó:
«Por la puerta de mi casa
siempre pasa una lombriz.
Con la cabeza hacia abajo,
diciendo: ya yo me moría.»
Aunque la composición era sencilla, su carga simbólica y reflexiva resultó impactante para los presentes. Es ahora, al reflexionar desde la perspectiva adulta, cuando emerge el verdadero valor filosófico de aquel canto épico infantil: la capacidad de un niño para conceptualizar la muerte no como un final abrupto, sino como un elemento intrínseco del ciclo de la existencia. Esta escena se convierte en un complemento invaluable para el presente ensayo, al resaltar cómo incluso las mentes más jóvenes pueden tener una percepción intuitiva de la finitud.
De forma similar, en el contexto de otro cumpleaños, esta vez en 1987, un evento marcó con intensidad el ambiente festivo. Tras las efusivas felicitaciones de los presentes hacia el cumpleañero, un adolescente irrumpió con una reflexión aparentemente sardónica: “En realidad, no cumples un año más, sino uno menos de vida”. Aunque su tono parecía humorístico, su comentario portaba una verdad filosófica innegable. Según Epicuro, la muerte es el único acontecimiento completamente seguro para todo ser humano, lo cual subraya la relevancia de esta sentencia en el marco de este ensayo. Como señalaba Epicuro: «La muerte no es nada para nosotros, pues cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos» (Epicuro, citado en Inwood & Gerson, 1994, p. 29).
Epicuro, en su filosofía, insta a no temer la muerte, pues esta, siendo la cesación de toda experiencia sensorial, no debe angustiar a los vivos. Sin embargo, esta perspectiva racional contrasta con las emociones suscitadas por las experiencias mencionadas, donde la muerte se aborda desde lo cotidiano y lo extraordinario, desde lo infantil y lo maduro. Así, el sentido cósmico de la muerte no solo remarca nuestra finitud, sino que también resalta nuestra capacidad para darle significado desde diversas edades y contextos culturales.
En el sentido coloquial, en el diario vivir, la muerte es un fenómeno cósmico insoslayable: un elemento inherente que acompaña a la vida, como señalaba Bermúdez (op. cit.), manifestándose en los cambios que el tiempo produce en los sujetos. Este entendimiento se refleja en el imaginario colectivo, reproducido en la sabiduría popular cuando, ante un saludo, alguien responde con humor que está “más viejo que ayer pero más joven que mañana”, como si reconociera la furtividad inevitable de la muerte. Así, en el día a día, la muerte se incorpora como una constante que, aunque ineludible, permite comprender el carácter efímero y precioso de la existencia. “De la suerte y la muerte nadie está escapo”, suelen sentenciar los más ancianos ante las contingencias y desgracias de la vida.
2.2. Sentido fatal de la muerte
En el refrán «Para que la cruz vaya a mi casa, que vaya a la ajena», la cruz se presenta como un símbolo denso y multifacético de la muerte en la dominicanidad. Representa el peso del duelo, la inevitabilidad del destino y la conexión entre los vivos y los muertos. Al mismo tiempo, su connotación humorística y práctica ilustra cómo los dominicanos enfrentan la mortalidad: con una mezcla de aceptación, ingenio y resistencia, características fundamentales de su identidad cultural. Este refrán no solo refleja el temor a la muerte, sino también la capacidad de resignificarla y compartir su carga desde una perspectiva comunitaria y profundamente humana”.
En el imaginario colectivo dominicano, la cruz es el emblema por excelencia de la muerte. Colocada sobre las tumbas o utilizada en los rituales funerarios, evoca tanto la trascendencia espiritual como el peso terrenal del duelo. El refrán articula un deseo de evitar esa carga, al expresar que, si alguien debe enfrentarse a la muerte o al sufrimiento, es preferible que ocurra en otro hogar. Este desplazamiento simbólico de la cruz refleja una actitud práctica hacia el dolor, que no se niega, pero se posterga o transfiere a un espacio externo.
La cultura dominicana, profundamente influida por el catolicismo, ha adoptado la cruz como un símbolo central en su narrativa de vida y muerte. Sin embargo, en el contexto del refrán, la cruz pierde parte de su dimensión sacra para convertirse en una representación más terrenal: un recordatorio de la fragilidad de la vida y de la inevitabilidad de la pérdida.
2.3. Proceso luctuoso del fenómeno de la muerte en la cultura popular dominicana
El proceso luctuoso de la muerte en la cotidianidad dominicana se caracteriza por ser profundamente comunitario y ritualista, reflejando tanto el dolor individual como la solidaridad colectiva. Desde el momento en que se conoce el fallecimiento, la rutina diaria se altera para dar paso a una serie de prácticas que integran el duelo en el quehacer cotidiano.
El velorio, primera etapa del proceso, se convierte en un punto de encuentro donde familiares, amigos y vecinos acompañan al doliente. En este espacio, no solo se llora al fallecido, sino que también se cuentan historias, se reza y, en muchos casos, se comparte comida y café, elementos que simbolizan la continuidad de la vida a pesar de la pérdida. En comunidades rurales y barrios, este acto es especialmente significativo, ya que fortalece los lazos comunitarios y permite a los presentes encontrar consuelo en la colectividad.
El cortejo fúnebre, acompañado por cánticos y expresiones de dolor, refleja la importancia de honrar al difunto en su último trayecto. Finalmente, el entierro marca un momento solemne donde los dolientes se despiden físicamente, pero inician un nuevo vínculo simbólico con el fallecido, perpetuado en visitas al cementerio y rituales posteriores como novenarios. Este proceso, profundamente arraigado en la cotidianidad dominicana, resignifica la muerte como parte integral de la vida.
2.3.1. El velatorio como escenario de lo inevitable
La canción «Tres Mujeres y un Difunto» de Cuco Valoy es una obra cargada de dramatismo y simbolismo que refleja las dinámicas emocionales y culturales que giran en torno al velatorio en la tradición dominicana. A través de su narrativa, la canción retrata cómo el cuerpo de un difunto se convierte en un punto de convergencia para las pasiones humanas: el dolor, los reproches, la reconciliación y, sobre todo, la manifestación intensa de sentimientos que no pudieron ser resueltos en vida.
2.3.2. El velatorio como escenario de conflicto y catarsis
En la canción, el velatorio no es solo un acto solemne para honrar la memoria del difunto, sino también un escenario donde las tensiones no resueltas entre los personajes encuentran una salida. Las tres mujeres involucradas, cada una representando una etapa o faceta de la vida del hombre fallecido, llegan al velorio para expresar sus emociones: el amor, la traición y la pérdida. Este punto refleja una verdad cultural más amplia: en el contexto dominicano, el velorio no solo es un ritual de despedida, sino también un espacio donde los vivos enfrentan sus propias emociones y relaciones pendientes con el fallecido.
2.3.3. El cuerpo como símbolo de memoria y conflicto
El cuerpo del difunto, como se describe en la canción, es más que un objeto físico; se convierte en un símbolo de la vida que dejó atrás y de las relaciones que tejió con los presentes. En la tradición dominicana, el cuerpo en el velatorio suele ser tratado con reverencia, pero también es un catalizador para el recuerdo colectivo y la expresión de sentimientos intensos. En este caso, el cuerpo expuesto parece «presenciar» las disputas y los reclamos de las mujeres, lo que subraya la idea de que el velatorio no solo honra la muerte, sino que también amplifica las historias de vida que quedan atrás.
2.3.4. La manifestación del dolor: llanto, palabras y acciones
La canción también resalta cómo los dolientes manifiestan su dolor de diferentes maneras, desde el llanto desgarrador hasta las palabras de reproche o incluso de culpa. Este espectro de emociones es característico de los velorios en la cultura dominicana, donde el duelo no se reprime, sino que se exterioriza de manera visceral y, a menudo, colectiva. Las mujeres, con sus palabras y sus acciones, construyen una narrativa alrededor del difunto que refleja no solo quién fue, sino también el impacto emocional que dejó en sus vidas.
2.3.5. El velatorio como espacio cultural
En el imaginario dominicano, el velatorio es más que un evento privado; es un acto profundamente social que trasciende a la familia inmediata del difunto. En «Tres Mujeres y un Difunto», este espacio adquiere una dimensión pública, donde las relaciones personales del fallecido se exponen y se debaten frente a la comunidad. Este aspecto resalta la importancia del velatorio como un ritual de cohesión social, donde los presentes no solo comparten el duelo, sino también las historias y las lecciones que la vida del difunto deja atrás.
2.3.6. La salida del cadáver
Uno de los momentos más sobrecogedores es el del retiro del cuerpo para ir a su sepultura. Es en este momento donde el llanto se incremente y donde los dolientes, principalmente los más cercanos. La solicitud del último vistazo, obedece a una pretensión de perpetuar el recuerdo de algo que inevitablemente dejará de existir. La hora del retiro del cadáver es la más tortuosa puesto que el llanto descontrolando manifiesta el deseo de retención mezclado con la desesperante convicción de lo irrecuperable.
Sin embargo, el colorido disminuye con la proliferación de las funerarias cuyo acceso se torna cada vez más posible a la población más desposeída, económicamente hablando; esto así porque conforme a la canción de Cuco Valoy, Tres mujeres y un difunto, los de las clases más desposeídas son más propensos a manifestar sus sentimientos a sus anchas.
Fuera de las funerarias, es decir en los hogares, la situación es más descriptiva; la situación no sólo se limita a los deudos, sino que los vecinos honran la memoria del fenecido mediante un ritual que reconoce la posible potestad del difunto sobre sus pertenencias amén de su fallecimiento; para evitar su permanencia proceden a una serie de pasos que evitan que la presencia del mismo permanezca en la casa importunando la cotidianidad de los que le sobreviven.
Primero, está la función delatora del cadáver como consecuencia asesina. El cadáver, si sangra, es la evidencia de d que su asesino está presente, como si se recreara la escena bíblica en la que la “sangre de Abel clama justicia por el asesinato perpetrado por Caín” (Génesis Cap. IV).
Ya a la salida de la casa hay un ritual que debe cumplirse y tiene que ver con la posición del cuerpo, es menester que de la casa salga primero el cuerpo porque, en ser la cabeza, el espíritu del muerto queda en la casa importunando a los demás. Este es un ritual que deben tenerlo muy presente los que cargan con el féretro. De igual manera sucede en la funeraria, pero con menos frecuencia por el sentido mercantil del cadáver.
Retornado a la familiaridad que brinda el hogar y los vecinos, los vecinos muestran su atención y respeto al cadáver arrojando un “jarro” de agua cundo el féretro pasa frente a la casa con la finalidad de que sus penas sean refrescadas y, también por el temor de padecer de escasez a causa de ignorar semejante detalle.
Una vez en el cementerio, la morada final del difunto, el colorido del drama recrudece: los gritos de los dolientes se intensifican, los panegíricos (religiosos o laicos, dependiendo del orden del oficio) se tornan efusivos y todos, en modo particular los más cercanos, quieren dar el último vistazo al cadáver como si quisieran perpetuar el recuerdo de algo que dejó de ser. Algo interesante sucede y es en el momento en que la cripta es sellada, por un breve, pero muy breve instante, sucede un silencio “sepulcral” y, acto seguido, los gritos desembocan la desesperación abismal, como una forma de confesar de que ya todo está perdido, “irremediablemente perdido”. Solamente la indiferencia de los “sacateclas”, o sea los sepultureros, es el único referente de que todo es lo mismo, que a todos acontece igual, de ahí su indiferencia, un trabajo más, una vida menos.
2.4. Los cementerios como receptáculo emocional
En la cultura dominicana, los cementerios no son solo espacios de reposo para los muertos; son, además, territorios cargados de simbolismo, memoria y narrativas que dan forma a la relación entre los vivos y los ausentes. A través de elementos como las tumbas, las fotografías, los llantos y la solemnidad que los caracteriza, los cementerios dominicanos se erigen como escenarios donde se materializa la memoria colectiva, se perpetúan los vínculos emocionales y se resignifican las ausencias. Cada elemento contribuye a un imaginario cultural único que combina lo material, lo emocional y lo espiritual.
2.4.1. Las tumbas: la memoria materializada
Las tumbas representan el punto de contacto más tangible entre los vivos y los muertos. En el imaginario dominicano, estas no son meros lugares de descanso eterno; son hitos de memoria que preservan la historia familiar y comunal. Estas estructuras, a menudo adornadas con flores, velas y detalles personalizados, evocan no solo el recuerdo del difunto, sino también la responsabilidad de mantener viva su presencia mediante actos de cuidado y reverencia.
El acto de visitar y embellecer las tumbas, especialmente en fechas significativas como el Día de los Fieles Difuntos, se convierte en una expresión de continuidad, un reconocimiento de que la muerte no borra los lazos establecidos en vida. Como señala Geertz (1973), los símbolos culturales, como las tumbas, actúan como vehículos para dar sentido a lo inexplicable; en el caso dominicano, las tumbas sirven como un puente entre el mundo material y el espiritual, reforzando la idea de que los muertos no están realmente ausentes, sino transformados.
2.3.2. Las fotografías: narrativas visuales de la perpetuidad
Otro elemento central en los cementerios dominicanos son las fotografías colocadas sobre las tumbas o en nichos. Estas imágenes funcionan como narrativas visuales que perpetúan la memoria del difunto, congelando un momento específico de su existencia para preservarlo en el tiempo. En una sociedad donde la oralidad tiene un peso significativo, las fotografías complementan las historias contadas sobre los muertos, agregando una dimensión tangible al recuerdo.
Estas imágenes no solo evocan nostalgia, sino que también construyen una narrativa sobre la identidad del fallecido: quién era, qué representaba y cómo era percibido por sus seres queridos. En este sentido, las fotografías en los cementerios dominicanos no son meros adornos, sino testimonios visuales que otorgan a los ausentes una forma de permanencia simbólica en el mundo de los vivos.
2.3.3. Los llantos: la resistencia al olvido
Los llantos de los dolientes constituyen un elemento crucial en la atmósfera emocional de los cementerios dominicanos. Estos gemidos, a menudo acompañados de plegarias y lamentos, narran una relación interrumpida que los dolientes no están dispuestos a dejar ir. En estos actos, la resistencia al olvido se manifiesta no solo como un dolor individual, sino como un testimonio público de la conexión con el difunto.
El llanto también actúa como un vehículo de catarsis y conexión comunitaria. En la cultura dominicana, los rituales de duelo son profundamente sociales, y el llanto colectivo en los cementerios refuerza los lazos entre los vivos mientras honra la memoria de los muertos. Como diría Ricoeur (2004), la memoria se construye en la relación con los otros, y el acto de llorar juntos fortalece la narrativa compartida sobre el difunto.
2.3.4. La solemnidad: una invitación al respeto
Los cementerios dominicanos son más que el lugar de depósito de cadáveres; los mismos están impregnados de solemnidad, una cualidad motiva a la reflexión y al respeto. Este sentido de reverencia no se limita a los rituales religiosos, sino que se extiende al comportamiento general dentro del espacio: caminar con cuidado, hablar en voz baja y mostrar respeto por las tumbas ajenas. Esta solemnidad transforma al cementerio en un espacio sagrado, un territorio donde se suspenden las dinámicas cotidianas para dar paso a un ambiente de introspección.
La solemnidad también refuerza el carácter comunitario del lugar. En una cultura donde los lazos familiares y sociales son esenciales, los cementerios funcionan como espacios donde se reafirma la conexión entre generaciones, no solo a través de la memoria, sino también mediante el respeto colectivo por los muertos y por los vivos que los recuerdan.
CONCLUSIÓN
La muerte, lejos de ser un simple evento biológico, se presenta como una experiencia cargada de significados culturales, sociales y filosóficos que reflejan las particularidades de cada sociedad. En la cultura dominicana, esta complejidad se manifiesta en una relación con la muerte que oscila entre la solemnidad y el humor, integrando lo trágico y lo cotidiano de una manera que enriquece la identidad colectiva.
A lo largo de este ensayo, se ha demostrado que la percepción dominicana de la muerte no se limita a una visión fatalista ni puramente religiosa. Por el contrario, los dominicanos resignifican la muerte a través de sus expresiones culturales: refranes que transmiten sabiduría popular, canciones que narran historias de duelo y superación, y rituales comunitarios que consolidan los lazos sociales frente a la pérdida. Estas manifestaciones permiten a las comunidades enfrentar la finitud de la vida con una mezcla de resignación y celebración.
El proceso luctuoso, desde el velatorio hasta el entierro, destaca la importancia de lo colectivo en la experiencia de la muerte. La presencia de amigos, vecinos y familiares no solo acompaña a los dolientes, sino que también refuerza una red de apoyo que trasciende lo individual. Este enfoque comunitario es clave para entender cómo la cultura dominicana transforma la pérdida en un acto de reafirmación social.
Por otra parte, la reflexión filosófica sobre la muerte también está presente en las tradiciones dominicanas, donde las narrativas locales abordan temas existenciales como la trascendencia, la memoria y la identidad. En este sentido, el humor y la creatividad popular se convierten en herramientas para procesar el duelo y darle sentido a lo inevitable. Desde el refrán «De la suerte y la muerte nadie está escapo» hasta las anécdotas sobre fantasmas y aparecidos, los dominicanos integran la muerte en su imaginario cultural de una manera que humaniza y desdramatiza el fin de la existencia.
La muerte en el contexto dominicano es mucho más que un evento final; es una experiencia que invita a reflexionar sobre la vida misma. Las prácticas y tradiciones que giran en torno a ella revelan un profundo entendimiento de la condición humana, donde la muerte no solo marca el fin, sino también un nuevo comienzo en el ámbito simbólico y comunitario. Esta visión multidimensional de la muerte ofrece una lección universal sobre la capacidad de los pueblos para resignificar lo inevitable, transformando el duelo en una afirmación de la vida y la continuidad del legado colectivo.
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