Por: Alejandro Arvelo

La política es poder espiritual determinante en los tiempos que corren. Sea que se la considere, con D’Alembert, como el arte de engañar a los hombres, o que, al modo de Juan Pablo Duarte se la conciba como «la ciencia más pura y más digna, después de la Filosofía, de ocupar las inteligencias nobles», los políticos tienen la potestad de influir, de manera decisiva, en el curso de los acontecimientos.

La política es el espectro de la historia deslizándose ante nuestros ojos. Los restantes poderes espirituales -iglesias, medios de comunicación- son en la medida en que, de alguna manera, tienen la potestad de imponer o sugerir esta o aquella dirección a la vida social o a la existencia cotidiana de los hombres.

El Estado, las universidades y la inteligencia son otros tantos componentes de la estructura espiritual. Mas no son poderes. El Estado como entidad autónoma de la política es un mito. Las universidades y los intelectuales no parecen estar interesados en ejercer influjo categórico sobre los sucesos del mundo.

A las primeras mueve ante todo la función docente y, en buena parte de los casos, la utilidad; a los segundos, las búsquedas estéticas, la fama o la originalidad.

La República Dominicana no escapa a la regla común. La ocupación es el más activo de los factores de la estructura anímica de los dominicanos. Razonable es que se le preste la atención debida. Conviene, en principio, aprendamos a diferenciar a los políticos de aquellos que realizan labores afines o conexas a las suyas. De sus avatares y peripecias depende el futuro de la nación.

Un estadista es un político que ha llegado al poder, logra sobreponerse al inmediatismo típico de las lides partidarias. Para un hombre de Estado, el ejercicio del poder no es un fin en sí mismo; es un medio para la identificación de dificultades, el ensayo de soluciones, la aplicación de modelos de planificación y desarrollo, la salvaguarda de la integridad territorial y de los intereses generales de la nación. Visión de futuro, vocación de servicio y sentido de la totalidad son cualidades inseparables del gobernante.

En el quehacer político, como en cualquier actividad humana, hay personas auténticas, extraviadas e indecisas; pero también hay embaucadores, sujetos que no sienten el llamado de la vocación, sino el temblor adusto de las ventajas individuales o de fracción. Estos son los que, con sobrada razón, don Chuchú Alfonseca llamó «politiquistas».

El politiquista en nada contribuye a reedificar sobre bases sólidas la morada interior de sus subordinados; antes bien, repite y reformula sus perjuicios y antivalores. Ningún bordón vibra de dolor en sus sienes ni en su pecho al contacto con la degradación de sus coterráneos. En su singular escala de valores, nada precede a su cargo. La audacia suplanta en él toda inclinación hacia la labor comunitaria.

La mayoría de los epítetos con que el común de las personas identifica a los políticos, aplican más bien a los politiquistas, -cuyo gremio supera con creces el número de los primeros.

Mas, he aquí la claridad de la hora presente: tiempo es de que dejemos de llamar política «a la falta de toda noción de gobierno, a la sobra de intrigas sucias, inmorales e indecentes», para decirlo con las palabras de don Ulises Francisco Espaillat.

El oficio de político es semejante a la profesión sacerdotal. Es la entrega sin reservas a una causa que nos es común y ajena al mismo tiempo. Supone la capacidad de llevar sobre los propios hombros las angustias y las esperanzas de los demás.

La política es el antídoto del egoísmo.