Juan De La Cruz

Prof. Juan De La Cruz

El presente ensayo nos revela que la producción intelectual de Pedro Henríquez Ureña está orientada por una peculiar filosofía de la cultura, cuyo horizonte fundamental es la creación de una Patria Grande basada en el reconocimiento de la multiculturalidad subyacente en los pueblos que constituimos la América Hispánica y teniendo como premisa el hecho de que somos capaces de crear una expresión espiritual propia que nos distingue de las demás naciones del mundo, pero tomando en cuenta los inmensos aportes culturales que hemos recibido de culturas tan ricas y disímiles como la oriental, la grecolatina, la española y de los habitantes originarios de América y África. La figura de Pedro Henríquez Ureña se agiganta cada día más en Hispanoamérica y el mundo, conforme se realizan nuevos estudios que develan aspectos nodales de su pensamiento y su práctica humanística. Una arista de su pensamiento, que ha sido descuidada por la casi totalidad de sus estudiosos pero constituye el nudo gordiano de su práctica teórica, está relacionada con su labor en el ámbito de la filosofía de la cultura. Desde sus primeros escritos, Henríquez Ureña mostró una clara predilección por la cultura clásica grecolatina, por la reflexión filosófica de profundidad, por el conocimiento de las características de los procesos culturales y literarios de la América Hispánica (sin descuidar lo que él mismo denominó «la Otra América», al referirse a los Estados Unidos), por la búsqueda de las raíces e identidades culturales que nos vinculan a la población aborigen, a los colonizadores españoles y a la población de origen africano, al tiempo que mostró una especial preocupación por desmadejar los hilos de la cultura clásica, moderna y contemporánea de la «madre patria» España.

Los textos del gran humanista dominicano, Ensayos Críticos (1905), Cuestiones Métricas (1909), Horas de Estudio (1912), La Cultura de las Humanidades (1914), Estudios de Versificación Española (1920), La Cultura y Peligros de la especialidad (1920), En la Orilla, España (1922), Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión (1928), La Cultura y las Letras Coloniales en Santo Domingo (1936), El Español en Santo Domingo (1940), Las Corrientes Literarias en la América Hispánica (1945) y Plenitud de España (1945), así como un conjunto de escritos especializados, conferencias y artículos diseminados por toda América y España, nos muestran a un filósofo de la cultura de cuerpo entero.

LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA

Pedro Enríquez Ureña

La producción intelectual de Pedro Henríquez Ureña está signada por una peculiar filosofía de la cultura que tiene como horizonte fundamental la creación de una Patria Grande basada en el reconocimiento de la multiculturalidad subyacente en todos los pueblos que constituimos la América Hispánica. Henríquez Ureña parte de la premisa de que somos capaces de crear una expresión espiritual propia que nos distinga de las demás naciones del mundo, pero sin desconocer los inmensos aportes culturales que hemos recibido de las diferentes fuentes clásicas, modernas y contemporáneas de que hemos bebido, como la oriental, la grecolatina, la hispánica, la aborigen y la africana. El pensador dominicano hace un esfuerzo serio por aportar a la definición de una visión integral sobre la identidad hispanoamericana, la cual se torna tangible en la búsqueda de una expresión original y genuina del espíritu, donde el «ansia de perfección», que aprende y recupera de los griegos, se constituye en el buque insignia de su peculiar filosofía de la cultura.

En el texto «La Utopía de América», Henríquez Ureña nos dice que, en mayor o en menor grado, toda la América Hispánica tiene rasgos que le permiten definir una identidad propia. En ese sentido señala: «La unidad de su historia, la unidad de propósitos en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una magna patria, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. Si conserváramos aquella infantil audacia con que nuestros antepasados llamaban Atenas a cualquier ciudad de América, no vacilaría yo en compararnos con los pueblos, políticamente disgregados pero espiritualmente unidos, de la Grecia clásica y la Italia del Renacimiento. Pero sí me atreveré a compararnos con ellos para que aprendamos, de su ejemplo, que la desunión es el desastre… Nuestra América debe afirmar la fe en su destino en el porvenir de la civilización» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, pp.467-468). Pero consciente de que la cultura y sus múltiples manifestaciones no pueden ser uniformizadas para ahogar la expresión creativa que hay en cada ser humano, pueblo o región, sino que es necesario conservar los rasgos peculiares que les distinguen, Henríquez Ureña nos perfila a un ser universal pero con arraigo en lo nativo. Ese tipo de sujeto social es hoy día más importante que nunca, por cuanto vivimos en un mundo global en que se pretende borrar todas las identidades y tradiciones de los pueblos en vía de desarrollo para obligarnos a asumir la cultura de consumo y pasividad que las grandes comerciales y los medios de comunicación transnacionales pretenden imponernos.

Henríquez Ureña (2003, tomo V, p. 470) nos define así el hombre nuevo que es necesario construir de cara a la sociedad del futuro: «El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será descastado: sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su tierra; su tierra, y no la ajena, le dará el gusto intenso de los sabores nativos, y esa será su mejor preparación para gustar de todo lo que tenga sabor genuino, carácter propio. La universalidad no es el descastamiento: en el mundo de la utopía no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones, pero todas estas diferencias, en vez de significar división y discordancia, deberán combinarse como matices diversos de la unidad humana. Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; sí la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos». Como parte de su visión filosófica sobre la cultura, el Quijote de la Identidad Hispanoamericana nos asegura que «si el espíritu ha triunfado, en nuestra América, sobre la barbarie interior, no cabe temer que lo rinda la barbarie de afuera. No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, p. 469). El más grande filósofo dominicano, Andrés Avelino, expresa que «la filosofía de la cultura es, en su más recto sentido, filosofía de la expresión, filosofía de los modos de expresión del espíritu, no podía sino ser filosofía de base fenomenológica, descriptiva de los valores objetivos de la cultura» (Universidad Tal filosofía de Santo Domingo, Volumen 50, pág. 101).

Sin embargo, cuando Avelino analiza la filosofía de la cultura del gran humanista de Hispanoamérica dice: «En Henríquez Ureña aparece de cuando en cuando salpicada de dialéctica, cosa impropia de los modos fenomenológicos, su fenomenología de nuestra expresión. Excelencia debida, sin duda, a la honda influencia del divino Platón que en él había» (Universidad de Santo Domingo, Volumen 50, p. 101). La influencia del gran Platón en nuestro Henríquez Ureña es tan cierta que él mismo cuenta una anécdota que le ocurrió en México junto a Alfonso Reyes, Antonio Caso, Jesús Acevedo, Rubén Valenti, Alfonso Cravioto y Ricardo Gómez Robelo, cuando se dedicaron a estudiar los aportes de los grandes filósofos de la antigua Grecia a la humanidad: «Una vez nos citamos para releer en común el Banquete de Platón. Éramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convidado diferente; y cada quien la seguía ansioso, no con el deseo de apresurar la llegada de Alcibíades, como los estudiantes de que habla Aulo Gelio, sino con la esperanza de que le tocaran en suerte las milagrosas palabras de Diótima de Mantinea… La lectura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del mundo de la calle, por más que esto ocurría en un taller de arquitecto, inmediato a la más populosa avenida de la ciudad» (Henríquez Ureña, 1998, pp. 21-22). Avelino destaca que «Henríquez Ureña ha contribuido como el que más, aunque de modo espontáneo como los otros, a esa metafísica de la expresión, a esa filosofía de lo expresivo, que aunque desdeñada en Ortega y Gasset y en Keisserling con el mote impropio de filosofía de lo intrascendente, es, por el contrario, filosofía de superlativa trascendencia. En Ortega y Gasset, es ciertamente una admirable fenomenología de la expresión, sin unidad sistemática; en cambio en Henríquez Ureña el tema unitario y central le imprime categoría de filosofía sistemática de la expresión» (Universidad de Santo Domingo, Volumen 50, p. 101).

Avelino nos muestra con claridad que la preocupación fundamental de Henríquez Ureña estaba orientada a la creación de una metafísica de la expresión del espíritu hispanoamericano, que nos identifique como conjunto de pueblos que conformamos una unidad cultural y política en el Nuevo Mundo.

INDEPENDENCIA ESPIRITUAL

En su obra, Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión (2003, tomo V, pp. 403-404), Henríquez Ureña nos revela que antes de completarse la independencia política, hacia el año 1823, Andrés Bello proclamaba la independencia espiritual a través de sus Silvas Americanas, donde instaba a los poetas y a la poesía a dejar como fuente de inspiración a Europa y a tomar las tierras vírgenes bañadas por el Océano Atlántico como su musa inspiradora, lo cual, a su entender, constituyó en ese momento una intención revolucionaria, a pesar de estar expresada en un estilo clásico.

Asimismo, destaca el aporte que hicieron Juan María Gutiérrez y José María Heredia a una poética tocada por el espíritu profético y de rebeldía. En el ámbito de las novelas, así como en las campañas humanitarias y democráticas, destaca la ingente labor de José Joaquín Fernández de Lizardi, Bartolomé Hidalgo, Esteban Echavarría, Domingo Faustino Sarmiento, Rubén Darío, José Martí y José Enrique Rodó, entre otros, de quienes dice bebieron «ávidamente agua de todos los ríos nativos» con el propósito de contribuir a la búsqueda de una verdadera expresión del espíritu americano.

Henríquez Ureña (2003, tomo V, pp. 250-251) considera que si bien es una necesidad avanzar hacia la independencia espiritual, no menos importante es no perder de vista que todo intento de aislamiento es ilusorio, ya que hasta nuestros grandes orientadores primigenios estuvieron aguijoneados por un afán europeizante y sería absurdo no aprovechar todos los beneficios que nos ofrece la cultura occidental. En ese orden, sostiene que en el ámbito literario Europa estará presente, cuando menos, en el arrastre histórico del idioma. No obstante, es del parecer que el idioma compartido no nos obliga a perdernos en un coro de voces uniformes, cuya dirección no esté bajo nuestro control, sino que, por el contrario, nos obliga a acentuar nuestra nota expresiva, a buscar el acento original e inconfundible.

El acento original al idioma español lo han puesto nuestros grandes poetas, novelistas, cuentistas y ensayistas durante todo el siglo XX y lo que va del siglo XXI, el cual se expresa de forma avasalladora en la prolífica y trascendente producción de figuras hispanoamericanas como Pedro Henríquez Ureña, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, César Vallejo, Manuel del Cabral, Pedro Mir, Domingo Moreno Jiménez, Andrés Avelino, Nicolás Guillén, Franklin Mieses Burgos, Rómulo Gallegos, Horacio Quiroga, Juan Bosch, Mariano Azuela, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias, Carlos Fuentes, Juan Isidro Jimenes Grullón, Roberto Fernández Retamar, José Lezama Lima, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Arturo Uslar Pietri, Virgilio Díaz Grullón, Marcio Veloz Maggiolo, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Augusto Roa Bastos y Ernesto Sábato, entre otros, pasando a constituirse, muchos de ellos, en el referente más importante de la Lengua Castellana, incluso por encima de una parte considerable de la intelectualidad española del mismo período.

Nuestro gran humanista sostiene que el gran secreto para el logro de una auténtica expresión del espíritu hispanoamericano es trabajar honda y tesoneramente una «expresión original y genuina», «esforzarse por hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, pp. 251-253).

La convicción profunda que tenía Henríquez Ureña sobre que sólo es posible obtener una expresión original y auténtica cuando se busca con amor y denuedo en el suelo nativo, es lo que nos permite comprender por qué él hurgó tanto en las raíces históricas y culturales de su propio país, República Dominicana, que en muchos de sus escritos denomina Santo Domingo -por ser más conocido así en América y Europa-, a pesar de estar tanto tiempo distante del mismo.

Ese interés por lo que ocurría en su país se pone de manifiesto en textos como Reflorescencia (1904), José Joaquín Pérez (1905), Gastón Fernando Deligne (1908), Vida Intelectual en Santo Domingo (1910), Cultura Antigua en Santo Domingo (La Española) (1910), La República Dominicana (1917), Literatura Dominicana (1917), La Lengua en Santo Domingo (1919), Salomé Ureña de Henríquez (1920), García Godoy (1925), La Cultura y las Letras Coloniales en Santo Domingo (1936), La Emancipación y Primer Período de la Vida Independiente en la Isla de Santo Domingo (1940), La República Dominicana desde 1873 hasta Nuestros Días (1940), El Español en Santo Domingo (1940) y La Literatura en Santo Domingo (1941), entre otros

LA PATRIA DE LA JUSTICIA

La patria anhelada por Henríquez Ureña no es aquella que se funda sobre la base del deseo de uno, dos o tres iluminados, al margen del esfuerzo colectivo, sino fruto del esfuerzo mancomunado de múltiples voluntades, de manera que la justicia ocupe en ella el lugar privilegiado y se constituya en el fundamento del ideal de cultura.

Al respecto, el gran humanista hispanoamericano plantea: «El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, p. 462). En ese mismo orden, expresa: «Nuestro ideal no será la obra de uno, dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos; de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores; si la fortuna nos es propicia, sabremos descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al mar las naves» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, pp. 462-463).

No obstante, Henríquez Ureña advierte que, si bien debemos llegar a la unidad de la magna patria, esto no debe constituirse en un límite en sí mismo, sino alcanzar un ideal superior de justicia y desarrollo cultural, porque si ocurre lo contrario, ese proyecto se constituiría en uno más de acumular poder por el solo hecho de tener poder, lo que podría implicar que la nueva nación se convierta en una potencia internacional fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores en el seno de la humanidad atribulada.

Henríquez Ureña define con claridad el perfil de la nueva patria que aspira se construya en América: «Si la magna patria ha de unirse, deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de la sociedad sobre bases nuevas, que alejen del hombre la continua zozobra del hambre a que lo condena su supuesta libertad y la estéril impotencia de su nueva esclavitud, angustiosa como nunca lo fue la antigua, porque abarca a muchos más seres y a todos los envuelven la sombra del porvenir irremediable» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, p. 462).

Al mismo tiempo, deplora que nuestro continente se constituya en una réplica o una prolongación de Europa o cualquier potencia imperialista de la tierra. Por eso, al tiempo de trazar las coordenadas de su ideal utópico, advierte contra los peligros que nos acechan: «Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que esta sea la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justificación: sería preferible dejar desiertas nuestras altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar nunca, los que son hijos del amor y de la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen al débil y al hambriento» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, p. 462).

Para prevenir a los constructores de la Magna Patria, soñada por Simón Bolívar, José de San Martín, Juan Pablo Duarte, Francisco Morazán, Eugenio María de Hostos, Gregorio Luperón, Emeterio Betances, José Martí, Máximo Gómez, Federico Henríquez y Carvajal, Pedro Albizu Campo, César Augusto Sandino, Gregorio Urbano Gilbert, Farabundo Martí, Ernesto -Che- Guevara, Francisco Alberto Caamaño, José Enrique Rodó y el propio Pedro Henríquez Ureña, Este nos traza con claridad el camino a seguir:

«Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple «la emancipación del brazo y la Inteligencia»… En nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que, hallando fáciles y justos los deberes, florecerá en generosidad y en creación» (Henríquez Ureña, 2003, tomo V, p.462).

Sin embargo, el forjador del ideal político-filosófico de la magna patria nos recuerda que la utopía no es ilusión, sino el creer que los ideales se concretizan sobre la faz de la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio, razón por la cual nos insta a todos a trabajar todos los días de forma incansable, con fe y con esperanza en el porvenir para convertir en una realidad bienhechora la creación de la patria de la Justicia y de la Cultura.

«El autor es historiador, profesor de Historia Dominicana, Americana y Universal en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)

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