Muy señor mío, aunque en la disputa que en la tarde del primero del corriente mes tuvimos sobre la utilidad o inutilidad de la filosofía de Aristóteles, en la que se mezcló la doctrina del angélico Doctor y usted me provocó expresamente a que extendiese por escrito mi opinión, no es esto lo que me mueve a tomar la pluma. Sé muy bien los perniciosos efectos de iguales situaciones. Rara vez deja de padecer en ellas la moderación y suele suplirse la falta de razones con expresiones menos conformes a la caridad del Evangelio. Así aconseja el Apóstol que las evitemos y huyamos de ellas. El fin que me propongo en ésta, más que tratar de la filosofía de Aristóteles, es desengañar a usted de la torcida inteligencia con que ha tomado o le han vendido mi opinión sobre el angélico maestro Santo Tomás. No obstante, nuestra controversia originalmente giró sobre el peripatetismo, del que yo altamente me burlaba, y usted le elevaba hasta hacerlo indispensable para la teología, comenzaré por este artículo, que servirá de preliminar para el segundo.

ARTÍCULO I

Que la filosofía de Aristóteles, ni para el conocimiento de la naturaleza, ni para tratar la Sagrada Teología es útil, sino Perniciosa.

En la filosofía de Aristóteles podemos con junto de sus obras filosóficas. Quiero decir que, o podemos examinar lo que alcanzó y enseñó este filósofo sobre las cosas naturales, o las reglas que dio para discutir y pensar bien. En cuanto a lo primero, fue tan poco o nada lo que adelantó Aristóteles en el reino de la naturaleza, que si no hubiera alcanzado más con su política sobre Macedonia, no hubiera tenido casa en que vivir. Toda la pasión de usted por este hombre no pudo negarme esta verdad. Apenas dio paso alguno que la razón y la experiencia no han mostrado ya que fue torcido.

Su fuego elemental, es hoy la burla de los niños bien instruidos: sus cometas vagabundos formadas de las exhalaciones de la Tierra y abrazadas en la región superior, han logrado, contra sus principios, la per petuidad y regularidad de su curso, por empeños del célebre inglés Newton, ya se pronosticano. Por diligencias del mismo agente, han conseguido poder pasearse más arriba de la Luna, bajo de la cual les había colocado el difunto príncipe Aristóteles, con prohibición expresa de no subir. Sus conjeturas sobre el flujo se han reconocido como muy escasas. El aire, al cual, en virtud de su suprema autoridad, le había concedido una ligereza exenta de toda gravitación o peso, se ha hallado, por medio de los tubos posteriormente inven tados y perfeccionados después por Mr. Denis, ser tan pesado, proporcionalmen te, como cualquier otro cuerpo. Este mis mo descubrimiento ha hecho falsas (nota ble atrevimiento contra las cenizas y me moria del señor Aristóteles) visiblemente innumerables proposiciones suyas, como el ascenso del agua en las bombas y en las fuentes que él atribuía al horror del vacío y viene de la pesantez del aire. De los colo res supo tanto nuestro sabio estagirita como si nunca hubiera visto, incluso menos que el famoso matemático inglés Nicolás Saunderson, quien nacido en 1682 per dió la vista a causa de las viruelas. Este memorable ciego explicó en la Universi dad de Cambridge, no sólo los principios matemáticos de la filosofía natural de Newton y su aritmética universal, sino tam Bién las inmortales obras de este filósofo sobre la luz y los colores. Hecho que pa recía increíble a quien no sepa que la ópti ca y toda la teoría de la luz se explica en teramente por medio de línea y está sujeta a las reglas de la geometría. A favor de sus cualidades ocultas se desembaraza fácil mente el caballero Aristóteles de estos y otros fenómenos; con cuyo asilo juzgan sus miserables sectarios saberlo todo, sin en Nada tierno.

Sería interminable si quisiera seguir este de talle, pero no puedo menos que preguntar a usted lo que Horacio a los Pisones sobre los malos poemas: Spectatum admisi, risum teneatis amici?² ¿No se muere uno de risa cuando ve a Aristóteles definir el movimiento y la materia prima? El conocimiento de estas dos cosas, se puede decir que componen los dos ejes sobre los cuales gira la hermosa máquina de la naturaleza. Siendo pues tan infelices como son las ideas que de ellas dio y tuvo este filósofo, no es de admirar que ni él ni los suyos hayan podido hacer progreso en la física. Todos los siglos que veneraron ciegamente su autoridad, negándose al raciocinio y a la experiencia, estuvieron cubiertos de espesa ignorancia. Tantos millares de entendimientos como en diferentes países le han seguido, no han adelantado cosa alguna. Antes, si la experiencia alguna vez, a su pesar, les ha hecho presente alguna verdad, la han resistido al encontrar que se oponía algún principio de los de su cuño. Ningún monarca consiguió una obediencia más ciega, tanto que los primeros que comenzaron a sacudir su irracional y tirano yugo eran perseguidos y considerados como herejes. Contradecir una de sus proposiciones era hacerse sospechoso en la religión. Pero confesado a usted que en cuanto al conocimiento de las causas y efectos naturales, nada aprovecha su Física, pasaremos a la necesidad de su Dialéctica y demás libros filosóficos para entender y tratar la Teología. No dejo de tener algún escrupulillo sobre este honor tan grande que hace usted a Aristóteles, porque en cierto modo es preferible a los Santos Padres, entre los cuales, de ninguno en particular se puede decir que sus obras son absolutamente necesarias para entender la Teología; de otra suerte no la sabríamos, siendo más las que se han perdido, que las que han llegado a nuestros tiempos.

Es innegable que la dialéctica en general, esto es, aquella ciencia que enseña a discutir sobre las reglas y principios, a definir las cosas distinguiendo unas de las otras; separando en unas mismas lo que es esencial o constitutivo de lo que no es; a investigar la naturaleza de las causas en ellas o en sus efectos; a indagar los primeros principios de las criaturas y, en fin, la que nos abre y nos enseña a leer en este gran libro del Universo las grandezas del Señor, no sólo es utilísima para adornar el entendimiento de un hombre, sino necesaria para la perfecta posesión de la ciencia de la Religión, que se llama Teología. Pero que estas propiedades se encuentren en la de Aristóteles y con preferencia a las demás, es lo que ni entiendo, ni creo que lo entiendan los mismos que lo dicen; y contra ella milita la autoridad y la razón. Una y otra manifiestan que las sofisterías de su lógica y los malos principios de su filosofía, son la más servil sentina de los errores. No se escandalice usted, Señor Conde, que si me atrevo a hablar así contra el señor Aristóteles, maestro en Artes de Alejandro El Grande y catedrático de Teología, es porque puedo mostrar que el mismo concepto lo han tenido muchos y destacados Padres (de la Iglesia). Así, san Basilio, escribiendo contra Eunomio sobre la voz de ingénito, que éste negara poderse atribuir a Dios secundum privationem³ porque decía (va el aforismo del señor catedrático de Estagira) que privatio est posterior habitu (átame usted esos cabos) dice el santo hec illum ex mundi sapientia gannine a que impreceps abreplus, hane sermones novitatem ingresus est, non est difficile monstrare, Aristotelis enin sunt ut quid legerunt testani possunt sermones illi de habitu, et privationes de Libri ejes, qui inscribitur Cathegoriarum & c. (…)¹. San Gregorio Nacianceno trata de la irrupción de la filosofía aristotélica en materia teológica, quejándose de este mal tan altamente que lo compara con las plagas de Egipto. Así se explica: in Ecclesiam irrupsise captiones sophisticas, ac prarum artificium stotelice artis et humus generis alia relut Egipcíacas quasdam plagas, levantando más el grito contra esta peste en las oraciones 23 y 24, que escribió contra los discípulos de Eunomio. San Cirilo Alejandrino irritándose de los teólogos aristotélicos dice: qui nihil aliud quam Aristotelem ructant et istis potius disciplinis quam Scripturarum scientia esse venditam.»

Duélase usted, caro señor Conde, que nuestros pretendidos teólogos se juzguen tales, cumpliéndose en ellos tan a la letra esta sentencia, pues sin hacer caso de las Escrituras arguyen y defienden libros con sólo los principios y métodos de su filosofía aristotélica, a quienes se les podía decir lo que Tertuliano: infferunt Aristotelem, qui illis dialecticam instienti artificem struendi et destruendi versipelem, in sentientiis exactum, in confecturis duram, in argumentis, operariam contentionum, molestiam etiam sibi ipsi, omnia retractatem nequid omnino tractaberit.’ Se conoce cuanto había penetrado Tertuliano esta infeliz ciencia de palabras. San Ambrosio, aquel insigne obispo de Milán tan recomendable por su virtud como por su doctrina y elocuencia; hablando de los arrianos, atribuye a esa dialéctica el veneno de sus errores: omnem, dice, vim venenorum suorum in dialectice disputatione constituunt que . philosophorum sentencia definitur (allá va el más vivo golpe que representa la filosofía de Aristóteles) non adstruendi vim habere, sed studium destruendi. Sed non in dialectica complacuit Deo salvum facere populum suum. Regnum enim dei in simplicitate fidei est, non in contentione sermonis. Y para que no quede duda de que este gran Padre hablaba de nuestro buen teólogo Aristóteles en el lugar citado, oiga usted como se explica en otra parte: Elaborandum est, ut in hoc saeculo stultisimi simus … ne quis asertionem nostram per philosophiam depredetur. Sic enim arrianos in perfidiam ruissse cognorimus dum Christi generationem putant usu hujus saeculi coligendam. Reliquenunt Apostolorum, sequuntur Aristotelem; relenquereunt sapientiam, que apud Deum est, elegerunt disputationis tendiculas, et aucupia verborum secundum dialectice disciplinam.º

Sócrates y Sozomeno; de sus silogismos nació Aecio, como testifica San Epifanio. El mismo origen tuvo Eunomio, su escribiente, siendo los dos, Aecio, digo, y Eunomio, la cabeza de los detestables Anomeos. Dignos hijos del tal padre, ¡no podía un patriarca tan venerable esperar más santa posteridad!. Pero pasando ahora de la autoridad a la razón, no sabemos qué conexión tenga la fe de nuestros misterios revelados, o la pureza de la moral que nos enseñó Jesucristo, con los dogmas de Aristóteles. Para aquéllos no se nos señalan más pruebas que las Sagradas Escrituras, los Concilios Generales, la tradición constante y uniforme de los Santos Padres, los decretos de los Sumos Pontífices y de ninguna suerte la autoridad de Aristóteles, ni de otro alguno de los filósofos paganos. Si para las costumbres hubiéramos de consultar su opinión, nos inspiraría bien el orgullo, la vanidad, la venganza, el desprecio de la eternidad y otras buenas cualidades semejantes, muy opuestas al espíritu de nuestra Religión. ¿Se pretende ser complaciente para pulir esta misma ciencia y defenderla de los herejes? Tenemos innumerables otros filósofos cristianos que han florecido desde la restauración de las letras en Europa, y nos han dejado ilustres escritos en esta materia, sin los errores de Aristóteles y con mucha ventaja de conocimientos descubiertos, método y claridad. Este tan celebrado maestro y esta columna imaginaria del cristianismo, tiene por principio de su sistema del mundo, que éste es eterno e increado. ¡Bella doctrina para comenzar a formar el espíritu de mi teólogo! De aquí se sigue que todos los racionales, lo mismo que las plantas, procedan por la concurrencia de sus causas puramente naturales, sin más dependencia en cuanto a su eterna formación de cuerpo y alma. Otras muchas consecuencias igualmente fatales podría sacar de la misma fuente, si no fuesen tan notorias. También es axioma de este filósofo, la identidad de dos cosas entre sí cuando la tienen con alguna tercera; que es aquello de que sunt eadem uni tertio, sunt inter se.» Y verdaderamente que de propósito parece que fabricó el dichoso axioma, para asegurar a nuestros teólogos en el misterio inefable de la Trinidad en que se nos manda creer todo lo contrario. Y si lo examinamos en lo creado, ni es aplicable a cosa alguna; ni ha habido quien imagine llamar tres cosas, a la que en sí no es más que una; sino es con distinción de nombres y de aquellas formalidades que parió su mismo fecundo ingenio.

Si después de aquellas abominaciones que hicieron de esta filosofía los Santos Padres en los primeros siglos y de las primeras sectas que entonces nacieron de ella y quedan referidas, gusta Usted que pasemos a lo que de esta misma se dijo, después que la desenterraron los árabes del olvido en que la habían sepultado los cristianos por enemiga de la religión, hallaremos más comprobada, por lo menos públicamente autorizada por la cabeza visible de la Iglesia, la oposición de la doctrina de este filósofo, con la de Jesucristo. En el siglo XIII convienen los historiadores que pasaron de Constantinopla a París los libros de Aristóteles, y que traducidos al latín, dieron margen a nuevos errores y a que abandonando en el camino la Teología según la doctrina pura de los Padres (de la Iglesia) se beben las falsedades en las sucias y cenagosas fuentes de Aristóteles. Libri Aristotelis (dice Graveson) occasionem probuerunt quibusdam subtilioribus Theologis in Gallia nova producendi commenta, et relicta vera ac puriori veterum Patrum doctrina, ex turbidis Arabum Lacunis foeculentos profferendi errores. 12

De estas torpísimas heces tomó Almarico, natural de Berna, como afirma el mismo autor por testimonio de Rigordio. Parisiis dum studeret et angustiis Aristotelicae dialecticae plus equo deditus esset, heresim promulgavit.¹3 Los discípulos de Almarico, cuyo corifeo era Willelmo Platero, sembraron otras impiedades bebidas en las mismas cisternas de Aristóteles, turbando el cristianismo y aun la paz interior de los reinos Católicos. Otros del propio origen, menos atrevidos, pero menos adictos al famoso filósofo, pospusieron el estudio de la Escritura y de los Santos Padres ad frivolas (dice el mismo dominico Graveson) Aristotelicae philosophiae regulas, nostram erga Deum fidem exigere voluerunt, et in rebus divinis nihil praeterquam philosophantes vanissima, supra quam inedibile sit, opinionum commenta proculerunt, affingentes, detrahentes, circumscribentes, disi dentes, promiscue, et indiscriminatim inbertens audactem temere arbitratu suo.14 No es esto puntualmente lo que usted defiende con tanto ardor? Lo que se ve en la disputa de los teólogos aristotélicos en él reduplicative, ut sic, materialiter, formaliter, adequater, in adequate, ex parte actus primi, ex parte actus secundi, subjetive, objective, substantialiter, quidditative quid¹5; en las aseidades, individualidades, pretreidades, policarpeidades y otras menos el difunto Aristóteles, que han ensuciado hasta ahora mucho papel y pretende Usted que se reciban en la cuna de la Iglesia y que ésta los adopte no como monaguillos, sino como maestros indispensablemente necesarios para sostener su doctrina. ¿No es esta misma vanidad y estupidez la que han llorado tantos doctos y piadosos varones siendo reducida la incomparable ciencia de la Teología a un pueril juego de palabras, sin yugo, fondo, ni instrucción?. ¿No es este modo de tratar las materias teológicas el que ha hecho abandonar el cuidado de las Sagradas Escrituras; el estudio de los Santos Padres, el examen de los Concilios; la noticia de la historia de la Iglesia; la explicación de la antigüedad y otras fuentes de la sólida y verdadera Teología en que sin el auxilio de Aristóteles aprovecharon tanto nuestros sumos Santos Padres?. Los Hilarios, los Ciprianos, los Cirilos, los Atanacios, los Crisóstomos, los Jerónimos, los Agustinos, los Prósperos y otros, aunque no tan santos, muy doctos, como Ter tuliano, Faustino, Jonás y otros.

«No por esto piense usted que me opongo a la Teología Escolástica, contra la cual gritan y claman los herejes. Hablo sí, contra aquella que veo frecuentísimamente, en la que ni el maestro ni el estudiante saben otra cosa que probar ratione confirmatur, objices, distinguo y otros, llenando tres o cuatro planas con lo que no puede ocupar una artilla y donde apenas hay más sustancia que un breve señalamiento del angélico doctor, puesto sólo de cumplimiento, sin más extensión, explicación ni combinación. Hablo contra aquella que dejándonos en ayunas de lo que es la parte sólida de la religión, sólo se ocupan en aquellas cuestiones sutiles nacidas de la dialéctica de Aristóteles, tratadas a la manera de sus universales, de donde viene el alborozo y la vocinglería de los estudiantes; mézclese uno con otro, haya solidez y amenidad y estamos conformes, y de esta es de la que nada vemos. Que bello modelo de este modo de tratar la Teología, nos dio en el siglo XVI aquel ilustrísimo teólogo del Concilio de Trento, gloria de España y honra de la Orden de Predicadores, el Ilustrísimo Melchor Cano, en su libro que tituló de Locis Theologicis y dignamente ha merecido los elogios de cuantos sabios le han seguido, cuya obra llamó el Cardenal Palavicini de Oro con estas palabras: «qui aureo plane volumine hanc ipsam de Locis Theologicis trastationem, ante omnes, et supra omnes est executtus.» Vio este sabio y celoso prelado la corrupción y deformación de la Teología. Se lamentaba de la barbaridad de aquellas voces que apunté arriba en esta sagrada ciencia; y empeñó su pluma, no sólo en limpiarla de la barbarie del lenguaje, sino también en dar la norma de tratarla. El General actual de la Orden de los Predicadores, para cortar el propio inconveniente, ha mandado a que en las Escuelas de Teología de su religión se haya de estudiar y poner cátedra en esta preciosa obra de Melchor Cano. Pero ¿qué testimonio más concluyente voy a proponer?»

«Cualquiera que no sea muy peregrino en las letras, conocerá aquellos dos grandes teólogos: Dionisio Petau y Luis Tomasín, y tendrán noticia de que sus dos tratados de teología son los más completos y excelentes que hasta ahora han salido. Trata la materia de la religión con majestad, solidez, profundidad y erudición; los admiran cuantos los leen, los veneran no sólo los doctos católicos, sino aun los mismos herejes. Sin que ni en sus obras haya vestigios de la filosofía aristotélica (si no es que usted quiera llamar tal todo lo que es dialéctica, o arte de pensar), ni que estos varones la hubiesen estudiado, porque en su tiempo ya estaba desterrada de las Escuelas de Francia.

Finalmente, vistos por la Facultad de Teología de París (que nadie ignora cuán célebre ha sido desde la antigüedad) los estragos que causaba la dichosa filosofía de Aristóteles, mezclada en la Teología, se proscribió su uso por un Concilio de París celebrado por los años 1209, en el cual testifica Rigordio que, sub pena excomunionis cautum, ne equis de coetero eos scribera, legere presumeret, vel quoquo modo habere. No paró aquí la condena de los libros de Aristóteles, sino que el Sumo Pontífice Gregorio IX confirmó la excomunión del citado Concilio por Bula expedida en el año de 1233, dirigida a los maestros y estudiantes de París, que se encuentra en el Pastoral magno de aquella Iglesia y refiere Juan Launoi. Y para tocar el último desengaño de que la filosofía de Aristóteles no es necesaria para formar grandes teólogos como lo fueron sin ella todos los Padres que tuvo el catolicismo hasta el último de ellos que fue San Bernardo, que floreció en el siglo XII habiendo realizado un trabajo precioso sobre asuntos teológicos.»

Cualquiera que no sea muy peregrino en las letras, conocerá a aquellos dos grandes teólogos: Dionisio Petau y Luis Tomasín, y tendrán noticia de que sus dos tratados de teología son los más completos y ex- celentes que hasta ahora han salido. Tratan la materia de la religión con majestad, so- lidez, profundidad y erudición; los admi- 17 Que realizó un trabajo precioso sobre asuntos ran cuantos lo leen, los veneran no sólo los doctos católicos, sino también los mismos herejes. Sin que en sus obras haya ves- tigios de la filosofía aristotélica (si no es que usted quiera llamar tal todo lo que es dialéctica, o arte de pensar) ni que estos varones la hubiesen estudiado, porque en su tiempo ya estaba desterrada de las Es- cuelas de Francia. . Finalmente, vistos por la Facultad de Teo- logía de París (que nadie ignora cuán céle- bre ha sido desde la antigüedad) los estra- gos que causaba la dichosa filosofía de Aristóteles, mezclada en la Teología, se proscribió su uso por un Concilio de París celebrado por los años 1209, en el cual testifica Rigordio que sub pena excomunionis cautum, ne equis de coetero eos scribera, legere presumeret, vel quoquo modo habere.18 No paró aquí la condena de los libros de Aristóteles, sino que el Sumo Pontífice Gregorio IX confirmó la excomunión del citado Concilio por Bula expedida en el año de 1233, dirigida a los maestros y estudiantes de París, que se encuentra en el Pastoral magno de aque- lla Iglesia y refiere Juan Launoi. Y para to- car el último desengaño de que la filosofía de Aristóteles no es necesaria para formar grandes teólogos como lo fueron sin ella todos los Padres que tuvo el catolicismo hasta el último de ellos que fue San Ber- nardo, que floreció en el siglo XII habiendo nacido en el pueblo de Fontana, en Borgoña, el año de 1091. Pasemos a examinar los más famosos del siglo XII y XIII, que fueron Pedro Lombardo, natural de la Navarra, en Lombarda, llamado el as de las sentencias; Alejandro de Alez, in- glés franciscano que tuvo el renombre de Doctor irrefragable; Alberto el grande, de Lauvigen, en Alemania, Provincial de los Dominicos y obispo de Ratisbona, y San- to Tomás de Aquino, a quien llamaron el Ángel de las Escuelas. Todos enseñaron en París. Estos hombres grandes de aque- llos tiempos, y de los cuales el Angélico lo es al presente y lo será siempre, no aprendieron la filosofía de Aristóteles que en sus tiempos estaba retirada de la Iglesia y re- fugiada entre los Moros, como apunté arri- ba. Cuando Santo Tomás estudió, había excomunión contra los que tuviesen, leye- sen o escribiesen los libros de aquel filó- sofo. Es verdad que el santo Doctor los comentó y expurgó, pero fue después de haber estudiado y hecho grande por las luces del Espíritu Santo, para convertir de algún modo en remedio lo que entonces era tóxico y venenoso, de suerte que para que los libros de Aristóteles no causen aho- ra los perniciosos efectos que los hicieron desterrar de la Iglesia hasta el siglo XIII, fue menester que los purificase un Ángel y que pasasen por el crisol de un hombre que por su pureza, su celo y conjunto de virtudes mereció ser ilustrado de Dios, cuando apenas había quien conociese su ley y su doctrina.

ARTÍCULO II

Que Santo Tomás floreció en los siglos de la ignorancia

Casi sin pensarlo he concluido el artículo precedente sobre la inutilidad (si no digo perjuicio) de la filosofía de Aristóteles para tratar la sagrada y venerable ciencia de la Religión con la misma proposición que usted me censuró de escandalosa. Acabo de decir que el maestro de las Escuelas fue la luz más brillante que en el siglo XIII se sirvió de poner en el candelero de su Iglesia aquella mano invisible y adorable que la sostiene y mantendrá según su eterna promesa hasta el fin de los tiempos. Con expresar el siglo XIII está dicho para los que no han descuidado el utilísimo estudio de la historia y se han aplicado en ella a indagar el estado de las ciencias y de la literatura en cada época; que ni en aquel tiempo, ni aun en el siguiente siglo se ha- bían restablecido las Artes ni las Letras. No me alargaré (porque no lo juzgo nece- sario) en hacer una prolija demarcación cronológica, de la decadencia que fueron padeciendo aquellas, desde que comenzaron las desgracias del poderoso Imperio de los Romanos, que habiéndose ex- tendido en el reinado de Augusto por todas las partes descubiertas de la Tierra, para hacer más gloriosa la Era en que nació el Emperador de los Emperadores, el Rey de los Reyes y el Pontífice inmaculado Jesucristo; dilatados así, digo, sus lími- tes para que no hubiese hombre, que, soberbio con tanta dominación como la del Universo, se creyese adorable cual otro Nabucodonosor, permitió Dios que fuese desmoronándose aquella inmensa máquina y que, dividiéndose por partes el señorío del Globo de la Tierra, ya en rebeliones de provincias, ya con resistencias de reinos y ya con irrupciones de pueblos hasta entonces oscuros y despreciables. Desde aquella grandeza (discurran como quieran los políticos) no sólo comenzó a cercenar el Imperio Universal de las Ar- mas, sino que las Letras que entonces es- taban puestas en tal punto que para ellas, el siglo de Augusto se llamó de Oro, fue- ron muy poco a poco decayendo. Con- servaron con todo esto bastante esplendor hasta el Siglo VII del nacimiento de Nuestro Redentor, como se ve por los escritos de aquellos tiempos, tanto profanos como eclesiásticos. Entre estos (hablo de los eclesiásticos) fue el último San Gregorio, llamado el Grande, que nació en Roma por los años de 540, quien subió al pontificado en 590 y murió en 640, se- gún apunta el doctísimo Tricalet. Después de este ilustrísimo Pontífice, no tenemos otra memoria de aquellos Santos Padres a cuyas manos se había confiado el depósito de la tradición de nuestra in- violable Fe y Sagrada Doctrina, que la de San Juan Damasceno, originario de Da- mas en la Siria, que vino en el siglo VIII, aunque se ignora el año de nacimiento, pero que, según el autor de su vida, tenía antes del año 730 la administración de los negocios públicos del Príncipe de los Sarracenos. A este siguieron San Anselmo en el siglo XI, natural de Aosta en la Galia Cisalpina, y San Bernardo, de quien hemos hablado. Cotejense los escritos de estos últimos Padres con los antecedentes y se verá, según la distancia de los tiempos, la notable diferencia de solidez, instrucción en el sentido propio de las Sagradas Lecturas, noticias de los primeros Padres, conocimiento de la antigüedad, estilo y pureza de la lengua, gusto y método para tratar las materias. Desde que comenzaron las naciones del norte a derramarse por Europa, gente inculta y enemiga del estudio, fue la barbarie tomando posesión a proporción que iban dominando los Godos, Vándalos y demás de su carácter. La división del Imperio en Oriental y Occidental no fue un pequeño golpe para la literatura; pero el más fatal y decisivo fue la introducción de los Sarracenos, que llegaron a apoderarse casi de toda Europa. Los Príncipes se veían a un tiempo con muchos y poderosos enemigos sobre los brazos. Los Vasallos no atendían a otra cosa, unos a defender su religión y su libertad; los otros a extender su dominación y los errores de Mahoma. Abandonadas las Letras, corrían casi todos a las Armas. De este modo se iban perdiendo las ciencias, en conformidad con que el siglo IX dio muy pocos escritores y ninguno de ellos tan sobresaliente que pudiese compararse con los que habían florecido hasta el siglo VI.

Llegó por fin el siglo X en que se puede decir que «facte sunt tenebrae super Universam terram». El celebérrimo Car denal Baronio, Padre de los anales Eclesiásticos, lo llamó férreo, por la esterilidad de virtudes; de plomo, por la deformidad de los vicios; y oscuro, por la escasez de escritores. El Cardenal Belarmino dice que no hubo ninguno más inculto e infeliz. Aun así, con todo eso, conservaba Dios por medio de algunos Obispos y Varones más instruidos que los otros el depósito de su doctrina. De esta barbarie y tinieblas no pudo salir tan presto. Fue más claro el siglo XI, adelantóse algo en los dos siguientes, pero todavía no se podían llamar tiempos ilustrados. No era menester más prueba que el cotejo de las obras que salieron entonces, con las de estos últimos siglos y la de los seis primeros. Pero esta no la huele cualquiera porque, como dice el adagio latino, non omnibus datum est habere nasum.20 Véase la historia eclesiástica del doctísimo Fleury, y se encontrarán las pruebas de esta verdad tan conocida, que habiendo propuesto el Padre Juan Harduino, jesuita, la paradoja de que la mayor parte de los libros que se vendían por antiguos, como la Eneida de Virgilio, las Odas de Horacio y otros, habían sido fabricados por los religiosos del siglo XIII. Dice Mr. L’Abbe Ladvocat, doctor y profesor de la Sorbona, «comment d’Horacio «Et auroient-ils pu être composés par les moines… autres Escrivaines du 13me. siècle qui étaient tous sans goût, littérature et sans Stile comme il paraît tous les écrits de ce siècle». Sobre todo, léase la historia Rei literarie de aquel famoso crítico Grevio. Y no quedará la más ligera duda.

La última desgracia de Grecia, ocupada enteramente por los Sarracenos en los principios del siglo XV, fue el primer feliz anuncio del renacimiento de las Letras, como testifica el sabio Padre Petau en su racionario, con la venida de los doctísimos griegos que se pasaron a occidente huyendo de los bárbaros, con cuya emulación comenzaron a aplicarse los latinos. Esparciéronse entre estos, el Cardenal Besarion, Teodocio Gaza de Tesalónica, George Trapezuncio de Creta, Argiropilo de Bizancio y Demetrio Charcondylas. En esta dichosa época, añade el mismo autor, que para mayor comodidad de las Letras, que comenzaban a levantar la cabeza desterrada la barbarie, descubrió en el año 1440 Juan Gutemberg, caballero maguntino, el arte de la Imprenta. Estas son sus palabras: «Cummodum autem accidit, ut cum deterja barbarie littere caput efferrent tot magnorum ingeniorum commendantis etati thipographica prodiret anno 1440 repertore Joanne Gutembergio, Equite maguntino.»

Si todavía desea Usted más testimonios de la oscuridad de los siglos que corrieron desde el IX hasta el XIV, podré, no obstante la escasez de buenos libros que hay en esta Provincia, dar a Usted otros muchos que he omitido, porque las propuestas me parecen suficientes para que un sujeto de tanta capacidad literaria y profunda erudición como Usted se haga cargo de que siendo verdadera la proposición de que el angélico Doctor vivió y floreció en siglos menos ilustrados y cultos, no puede ser escandalosa, porque la verdad nunca lo es. Mi modo de pensar es tan contrario que en la misma proposición hago juicio de que se glorifica a Dios y se honra al angélico Doctor. Aquello porque así se manifiesta el cuidado del Señor de conservar en su Iglesia varones cuya santidad y literatura continúen, a pesar de la infelicidad de los tiempos, la fe y la doctrina. Esto, porque el mayor timbre y excelencia de Santo Tomás de Aquino es, que desmintiendo sus obras la poca literatura de su siglo, se conozca que la bebió del cielo en la oración y no la aprendió de los infames libros de Aristóteles con el estudio.

Si de sus escritos encontrásemos semejanza en sus coetáneos, no habría razón para darle el glorioso título de Angélico. Conocemos en ellos el dedo de Dios, porque en los de sus contemporáneos se ve la mano del mundo. Hablaba el Santo con grandeza, profundidad e instrucción, cuando el común modo de explicarse carecía

de semejantes propiedades. No es su latinidad muy exacta, porque en esto que no le es esencial a la religión se caracteriza su época, y ni ahora ni en los tiempos venideros puede dudarse que son suyas las obras que veneramos. Es su doctrina en orden a la religión la más pura y sólida, para que se entienda que era su pluma un conducto por donde se explicaba el Espíritu Santo. Él decide las materias teológicas que tiene respecto al dogma, con la escritura y los Padres. Él trata los puntos con gravedad y precisión; él se hace cargo de las dificultades, sin disimular la fuerza; él las desata con claridad y energía. Ojalá se leyesen y estudiasen más. Pero la compasión es que apenas hay quien lo haga y quizás no pasará de una Suma la que haya en esta ciudad.

Me parece muy suficiente lo que he expuesto, así para desvanecer la necesidad de la filosofía de Aristóteles en cuanto a la Teología, como para que se vea la temeridad con que se ha señalado de escandalosa mi proposición en orden al siglo del angélico maestro. Una nota tan denigrante a cualquiera persona, como censurarle una proposición de escandalosa, necesita muchísima reflexión para verterse. Y para ser buen católico, tengo sobre las obligaciones de mi nacimiento la de mi estado, y creo que el empleo con que su majestad se ha servido honrarse, merecería que se considerara, porque no acostumbraba darlos a personas de doctrina escandalosa. Estos mismos principios contribuyen para que yo venere a Santo Tomás, sobre los cuales tengo el vínculo de un juramento que hice en su Universidad. Haber consumado aquella proposición, viene de una de dos cosas, o de desconocer el carácter del siglo XIII o de refundir la poca cultura de aquel tiempo sobre la doctrina del Santo. Si es lo primero, no es culpa mía que se hayan escaseado las noticias literarias. Si es lo segundo, tampoco está de mi parte la tergiversación; y será un escándalo como el que causaron las palabras de Jesucristo, cuando dijo que el que no comiese la carne del hijo del hombre, no entraría en el Reino de los Cielos.

Deseará saber, por si pudiera satisfacerlos, qué antecedentes han podido indisponer contra mí el ánimo de Usted, que saliendo de los límites de su conocida moderación por un motivo tan leve como burlarme de la filosofía que llaman aristotélica, estando disfrutando con mucho gusto la amena conversación de Usted, se montó en cólera, y de buenas a primeras me descarga el golpe, de que así eran de escandalosas mis proposiciones sobre Santo Tomás; sonrojo que fue demasiado sensible en aquel público, dicho por un hombre como Usted que arrastra con razón, así por su conducta, como por su literatura, la aprobación de todo este pueblo. No sé qué conexión tenía allí el impío Aristóteles con el Santo Doctor. Tal trastorno me causó la mezcla que hizo Usted en un instante de uno y de otro; que ya me espantaba cómo viendo Aristóteles con hábitos y al angélico Doctor vestido de filosofía a lo griego. Yo creo que tengo tan amplia facultad para hacer crítica buena o mala del señor Aristóteles, como la han tenido cuantos hasta ahora se les ha antojado escribir contra él; sin que ni los Papas, ni los Concilios, ni la Inquisición los hayan obligado a desdecirse. Si no me engaño, ante todos los que han seguido este camino, han conseguido inmortal gloria en la república de las Letras. Es verdad que el pobre Pedro Ramos, que fue el primero que se atrevió a oponerse a este tirano de la razón humana, fue muerto por los aristotélicos discípulos de Charpentier, en la matanza que llaman de San Bartolomé en el año 1572. Para mí, un aristotélico está tan lejos de ser filósofo, que le imagino más negado que un Scita; porque éste para serlo, sólo tiene que aprender, y aquél debe aprender y olvidar lo aprendido, que es bien difícil. Para el teólogo sólo diré que la experiencia me ha enseñado que llenando de vanidad la filosofía aristotélica a los jóvenes estudiantes que casi desde el primer día se ven en estado de argüir y responder; no piensan que hay más Teología que un Gonet, o un Marin, con que quedan tan satisfechos que el que ha manoseado bien con alguna viveza a uno de estos dos, ya se juzga capaz de lucir por todo el mundo y de asistir a un Concilio. ¡Pobres ignorantes! Como si pudiese ser teólogo el que no se ha versado mucho en la escritura, el que no ha leído a los Santos Padres, el que no tiene una larga noticia de los Concilios; el que no tiene

a lo menos una mediana tintura de los lenguajes orientales. Qué risa me causa ver muy calado de borla y muceta (esclavina) y tal vez embuido en una cátedra de Teología, a uno que si se le pregunta por qué se pone en el símbolo de la fe consubstantialem Patri, 22 no me responderá más que el sacristán de San Mauricio.23 No sabía la razón ni del Concilio en que se definió este Artículo, ni de la herejía que dio motivo a él, ni de los conciliábulos que se hicieron en Sardic y en otras partes para eludirlo, ni de las persecuciones del insigne Osio, Obispo de Córdoba, ni de las calumnias contra San Atanasio, ni de las inmortales obras de este santo sobre aquel punto.

No pienso que esto y otras muchas cosas que pudiera decirse hayan escapado a Usted. Estoy muy lejos de tenerlo por defensor de Aristóteles en un siglo tan ilustrado como el nuestro. No creo que deje Usted de saber la historia de la decadencia y restablecimiento de las Letras; y todo esto me persuade firmemente (vuelvo a lo de arriba) que a nuestra disputa dio margen algún anterior resentimiento que Usted tenga contra mí. Bien sé que no he dado motivo, pero no estoy seguro de que alguno: Zoilos, que la envidia (lo digo sin vanidad, porque los rivales de poca nota no son capaces de dar gloria) ha levantado contra mí, y procuran abanderar partidarios (que los desprecio como a ellos) puedan haberse valido de fabricar alguna especie contra Usted como dicha por mí para ganarle. Estimaría mucho que la ingenuidad de Usted me explicase, para darle la mayor satisfacción con lo cual puede Usted mandar seguramente a quien desea servirle y que Nuestro Señor le guíe y prospere más y más.


  1. El siguiente trabajo es la reproducción de la epístola filosófica, remitida el 7 de agosto de 1770 por Antonio Sánchez Valverde al Conde San Javier, Catedrático de la Universidad de Caracas, en la que le expresa su radical desacuerdo con el pensamiento aristotélico.                                                                                           El texto, que corresponde al siglo XVIII, es adaptado por el Prof. Juan N. Peña; y la traducción latina (ad sensum) fueron hechas por el Prof. Luis F. Cruz, ambos miembros de la Escuela de Filosofía.
  2. Por admitir lo dicho, ¿se ríen. amigos?
  3. Según la privación
  4. La privación es posterior al tener. No es difícil demostrar las palabras de Aristóteles sobre el tener y las privaciones, tomadas de su libro de las Categorías y demás.
  5. Irrumpieron en la Iglesia ciertas ideas sofísticas y otros artificios aristotélicos como plagas de Egipto.
  6. Aceptan sólo a Aristóteles y sus doctrinas más que la Ciencia de la Escritura (Sagrada).
  7. Emplearon la dialéctica aristotélica como un artificio para acosar y para destruir lo que había sido construido. Se elaboraron argumentos fuertes y contenciosos, para crear inconvenientes, aun para sí mismos.
  8. Ponen toda la fuerza de su veneno en las discusiones dialécticas, que definen el pensamiento de los filósofos, y lo hacen con fuerza de no construir, sino de destruir. Pero Dios no se complació con salvar a su pueblo por la dialéctica. El reino de Dios está en la sencillez de la fe y no en la disputa de palabras.
  9.  Podemos ser necios… confundir nuestras afirmaciones con la filosofía. Así sabemos que los arrianos cayeron en error sobre Jesucristo. Dejaron a los Apóstoles y siguieron a Aristóteles. Abandonaron la sabiduría y eligieron «las disputas dialécticas».
  10. «¿Dónde están ahora los perversos sofismas que aprendieron de su maestro y obispo Aristóteles?»
  11. Dos cosas iguales a una tercera, son iguales entre sí.
  12. Los libros de Aristóteles dieron ocasión a ciertos teólogos sutiles de Francia de escribir comentarios que, dejada la pura y verdadera doctrina de los Padres: expresaron graves errores guiados por los filósofos árabes.
  13. Promulgó herejías cuando estaba en París, y se entregaba más de lo debido a la dialéctica de Aristóteles
  14. (Terminología típicamente escolástica): reduplicativamente, así como, materialmente, formalmente, adecuadamente, inadecuadamente, por una parte de los actos primeros, por otra parte los actos segundos, subjetivamente, sustancialmente…
  15. Confirmar con razones (poner) objeciones y (hacer) distinciones.
  16. Que realizó un trabajo precioso sobre asuntos teológicos muy superiores a los demás.
  17. Cae en pena de excomunión el que se atreva a escribir, leer o retener.
  18. Sobrevino una tiniebla sobre toda la tierra.
  19. No a todos les ha dado olfato.
  20. Sucedió que desterrada la barbarie, las letras levantaron la cabeza, y apareció en el año 1440 la imprenta, por obra de Gutenberg.
  21. Consustancial al Padre.
  22. Esta nota es del propio Valverde; dice: San Mauricio, Iglesia de Caracas, donde hasta los monaguillos son unos negritos retintos, vestidos de encarnado, que sin roquete parecen peonías.

De esta su casa, agosto 7 de 1770, en Caracas 

A. Valverde.