Hay un texto que he mencionado aquí sobre la teología en los filósofos griegos. En ese libro, él afirma que la idea de la inmortalidad del alma es como una «gota de agua extraña» en el pensamiento griego. Me puse a cavilar y me pregunté: ¿pero entonces, de dónde vino? ¿Cómo llegó a los griegos? Lo cierto es que la asumieron hasta el punto de que, de alguna manera, ha servido para justificar una epistemología. No necesariamente una ontología, pero sí una epistemología: por ejemplo, la noción del conocimiento como recuerdo está fundamentada ahí.
También aparece en el pitagorismo. El mismo Platón se recoge dentro del marco religioso a través de la idea del daimon, y él entendía que su alma se había reencarnado 105 veces antes del momento en que vivía. Es decir, que la idea de la transmigración del alma y su inmortalidad estaba muy presente en el pensamiento griego.
Pero también quiero señalar algo muy importante: recuerden que la sociedad griega era una sociedad de amos y esclavos, donde existía una clara separación entre el mundo intelectual —que podemos vincular al alma— y el mundo material o físico. Esa sociedad estaba estructuralmente dividida, y me parece que la separación entre los dos mundos que hace Platón está directamente relacionada con esa división social. La dicotomía entre alma y cuerpo es parte del mismo proceso. Debemos profundizar en esa dinámica para comprenderla en toda su dimensión. Creo que aún hoy seguimos arrastrando esas separaciones. En la época actual seguimos reproduciendo esa escisión.
Por ejemplo, he estado reflexionando sobre una idea que tal vez deba madurarse más, pero que me ha traído mucha tranquilidad espiritual: para mí —y lo digo en un plano muy personal— en la naturaleza no existe la muerte. Según lo que he reflexionado, leído e investigado, la muerte no existe como tal en la naturaleza.
Me parece que la muerte es una construcción cultural, una construcción social. Y los invito a reflexionar sobre ello —como también hizo Zapata, por cierto—. Considero que la muerte ha sido interpretada de distintas maneras según los distintos momentos históricos y según la actitud de cada pueblo. Cada comunidad histórica tiene su propia visión de la muerte. Si analizamos las culturas ancestrales, veremos cómo la actitud hacia la muerte difiere radicalmente de la actitud moderna, y cómo los eventos fuertes de la vida influyen en nuestra percepción de la muerte. Eso es importante.
Por ejemplo, una señora de unos 90 años comentaba cómo, en Comatillo, los jóvenes se suben a motores y comienzan a hacer piruetas, y que allá, prácticamente cada semana, muere alguien. Es como si esos jóvenes desafiaran la vida misma. Se sacrifican. Entonces, ¿qué está ocurriendo con los jóvenes de hoy que arriesgan tanto su vida?
Es posible que, en un contexto como el actual, donde —por ejemplo— Europa vive bajo la amenaza de armas nucleares, y donde la vida puede desaparecer de un momento a otro, muchas personas hayan adoptado una filosofía del “vivir el momento”. Y esa actitud influye, sin duda, en su relación con la vida y con la muerte.
Debemos pensar la muerte también en su relación con la naturaleza, pero sobre todo con la cultura. Las sociedades no siempre han tenido la misma actitud frente a ella. Esta ha ido variando, al igual que han variado las formas de morir que ha producido la propia modernidad. Antes de que existieran los aviones, no se podía morir cayendo de uno. Antes de que existieran los barcos, no se podía morir ahogado en un naufragio. Es decir, que las formas de morir cambian con las condiciones materiales y tecnológicas, y la visión de la muerte también evoluciona según cómo la vamos construyendo culturalmente.
La muerte es, en cierto sentido, una especie de despedida, pero esa idea está montada sobre una relación con la naturaleza y una conciencia de lo social que hemos ido elaborando históricamente.
Así que muchas gracias.