Están presentes el doctor Arvelo, el doctor Minaya, el doctor Morla hijo, así como el maestro y director de la Escuela de Filosofía, Eulogio Silverio. Solicitamos, por favor, su presencia para dar inicio a la siguiente mesa de trabajo. Maestro, adelante, por favor.

Esta mesa de trabajo es un espacio testimonial en homenaje al maestro Tomás Novas, un maestro de generaciones, un maestro de maestros. Como bien señaló el profesor Eulogio Silverio en una comunicación, Novas fue el Sócrates de la Escuela de Filosofía. Uno de los aspectos más impactantes de este encuentro—y perdonen la hipérbole—es precisamente esta mesa testimonial, pues vamos a hablar de un profesor que, en el sentido más llano, marcó vidas con su trabajo.

Conocí al maestro Tomás Novas en 1993, cuando estudiaba mi primera carrera: Educación, mención Filosofía y Letras, en la asignatura Teoría del Conocimiento. Dado que esta es una mesa testimonial, permítanme ser un tanto subjetivo. Algo que me marcó profundamente fue el trato del maestro Novas. En la adolescencia, uno atraviesa momentos de inseguridad, la autoestima suele ser frágil, pero el maestro Novas tenía la capacidad de enfocar su atención en el estudiante, de tal manera que le hacía preguntas en lugar de dar respuestas directas. No era un profesor que simplemente transmitiera conocimientos, sino que guiaba el pensamiento del estudiante a través del cuestionamiento.

Me asombraba su método: nunca me dijo que mis respuestas estaban equivocadas, sino que cada pregunta conducía a la siguiente, y esta, a su vez, a otra más. De este modo, la clase se convertía en un proceso de descubrimiento continuo. Al finalizar la sesión, que concluía a las 10 de la mañana, nos sentábamos en la explanada, en un banco cercano, donde el maestro Novas continuaba la conversación. Me preguntaba sobre poesía—mi gran interés en ese momento—y, de manera sutil, me fue induciendo a la reflexión filosófica. Jamás me dijo que debía estudiar Filosofía, pero sus preguntas me llevaron a interesarme por ella.

Los que formamos parte de la generación de los años 90 y cursamos asignaturas en esa época recordamos que la selección de materias era un proceso especial. Inicialmente, las listas de preselección se colocaban en las paredes del comedor y no incluían los nombres de los profesores. Sin embargo, cuando llegaba la hoja definitiva y veíamos que nuestro curso sería con Tomás Novas, la alegría era inmediata. No porque fuera un profesor que «facilitaba» las cosas, sino porque su método de enseñanza consistía en obligarnos a pensar sin darnos respuestas prefabricadas. Nos desafiaba constantemente a formular nuestras propias conclusiones, lo que nos llevaba a sumergirnos en los libros. Cuando finalmente encontrábamos la respuesta que él esperaba, sonreía y nos decía: exactamente eso.

Quiero leer un texto del profesor Eulogio Silverio sobre Tomás Novas, en el que refleja una idea que siempre sostuve. En su libro El problema de la elección moral, el profesor Silverio cristalizó la vida y el legado del maestro Novas. Tanto es así que, en el liceo donde impartía clases, mis estudiantes ya conocían a Tomás Novas gracias a ese libro. Recuerdo un evento en la Zona Colonial, en el Alcázar de Colón, donde los estudiantes que habían leído el texto del profesor Silverio se sintieron emocionados al conocer más sobre la figura de Novas.

En ese sentido, el profesor Silverio expresa:

«Tomás Novas ha sido siempre para mí el modelo de maestro. Aprendí de él que la labor docente consiste en provocar el choque de ideas en torno a la solución de un problema, equilibrando el debate para que ninguno de los participantes imponga su visión particular en el proceso de discusión, aun si se trata del propio profesor. Por ello, en mi libro El problema de la elección moral, el profesor Novas es mi homenaje a todo lo que recibí de él».

Este planteamiento del profesor Silverio no solo refleja su experiencia personal, sino también la de todos los que fuimos alumnos del maestro Novas.

Creo que el maestro Novas, al igual que el profesor Cruz, tenía una misión especial: descubrir talentos. Eran verdaderos cazadores de talento—y perdonen lo ríspido de la expresión—, pues identificaban a aquellos estudiantes con una inclinación natural hacia el pensamiento filosófico. Se tomaban el tiempo de conversar con ellos, dedicándoles largas horas, guiándolos sin imponer, mostrándoles el camino sin forzarlos a recorrerlo.

Continúa el profesor Silverio:

«Como estudiante de Filosofía, vi en Novas la verdadera vocación que debe tener un profesor de una disciplina tan compleja. Un maestro que, en lugar de imponer dogmas, abría espacios para la discusión y la revalorización de diversas corrientes del pensamiento».

Hace tiempo vi un episodio de la serie Los años maravillosos, que estoy seguro muchos de ustedes recuerdan. En uno de los capítulos, un maestro logra conectar con un estudiante difícil, quien finalmente empieza a acoplarse a su metodología. Sin embargo, en ese momento de cambio, el maestro fallece. Para el alumno, la pérdida es devastadora, pues justo cuando había encontrado a alguien que se preocupaba por él y lo guiaba, su presencia desaparece.

La pregunta que me hago es: ¿ocurrió algo similar con la enseñanza de Tomás Novas? ¿Hubo una ruptura con su legado? Creo que no. La evidencia está en nosotros, los aquí presentes. El hecho de que hoy estemos rindiéndole homenaje demuestra que su trabajo sigue vivo. Los que participamos del quehacer filosófico y sentimos el impacto de su enseñanza lo hacemos gracias a él y a los demás maestros de la Escuela de Filosofía. En nuestro caso, aquellos que venimos de otros ámbitos, sentimos que Tomás Novas dejó una huella imborrable.

Para concluir, quiero compartir una última reflexión. Anoche escuchaba una canción de Pablo Milanés titulada Salvador Allende en su lucha por la vida. En la canción, Milanés habla de cómo algunas personas trascienden en el tiempo y el espacio, incluso después de la muerte. En un momento, describe cómo, a pesar del estruendo de las balas, Allende surgía perfecto de allí.

Cuando falleció el maestro Novas y fuimos al sepelio, no quise acercarme para ver su cuerpo. Y creo que fue lo mejor para mí, porque mi memoria no quedó marcada por la imagen del cuerpo sin vida, sino por la imagen perpetua de su enseñanza.

Como dice Milanés, «surge perfecto». En el momento en que se destapó el féretro, no pudimos verlo, pues no permitieron que nos acercáramos. Pero en ese instante ocurrió una transformación: el ser mortal se perpetuó en la imagen de sus discípulos. Muchas gracias.

En ese sentido, vamos a dar inicio a las intervenciones. En primer lugar, escucharemos al maestro Julio, seguido por el doctor Morla hijo. Luego participarán el maestro Minaya, el doctor Minaya y el doctor Arvelo. Cada uno tendrá diez minutos para exponer su ponencia.

Llamamos al doctor Morla—le decimos así porque lo vimos crecer. ¿Verdad que sí? Cuando era niño, al igual que Penélope y Vladimir, acompañaban a su padre cuando este era director de la Escuela. Por eso, con cariño, lo llamábamos Morlita. Sin embargo, hoy es el doctor Rafael S. Morla, un académico distinguido, con una obra propia, diferente a la de su padre. No obstante, debido a que su padre es una figura reconocida, siempre debemos incluir la «S.» en los catálogos para distinguirlos.

Se han dicho cosas que yo no recordaba haber expresado exactamente así, pero que, sin duda, son ciertas. Lo primero que quiero decir es que nos encontramos en este salón por una razón muy especial: esta sala, por resolución de la Facultad de Humanidades, lleva el nombre del maestro Tomás Novas.

Esta es un aula de la Escuela de Filosofía. Aquí vamos a reorganizar varias de nuestras clases, las que sea posible, y también mejoraremos sus condiciones. Agradecemos infinitamente al decano y al consejo de la facultad por habernos concedido este espacio.

Lo primero que quiero compartir, a modo de anécdota, es que el profesor Novas era un profesor realmente singular. No sé si Dustin ya llegó, pero quienes fueron sus estudiantes recordarán que él comenzaba la clase hablando de cualquier tema: política, historia, sucesos del momento. Y nosotros nos preguntábamos: ¿qué tiene que ver esto con la clase de hoy?

Sin embargo, con el transcurrir de la sesión, su discurso iba cobrando sentido, hasta que finalmente revelaba el hilo conductor de su explicación. Solo entonces entendíamos que todo lo que había dicho previamente era necesario para contextualizar el tema del día. Él mismo lo definía como abonar el terreno, y lo hacía magistralmente antes de presentar las categorías filosóficas que quería desarrollar.

Como muchos saben, escribí un libro titulado El problema de la elección moral, al que hizo referencia el profesor Flete. Es un libro de diálogos, y supongo que por eso la profesora Lusitania mencionó lo que mencionó sobre mí y sobre Sartre. Sin embargo, la voz en ese libro no es la del profesor Novas, sino la mía.

Para escribirlo, creé un personaje llamado Carlos, el existencialista, con el propósito de dialogar con diferentes corrientes filosóficas. Quise no solo hacer un homenaje a Novas, sino también llevar la filosofía al análisis de problemas concretos. En lugar de limitarme a exponer lo que dijeron Aristóteles, Kant o los marxistas, los puse a dialogar, permitiendo que sus ideas se confrontaran.

En mi libro, el profesor Novas cumple el mismo papel que en la vida real: abonar el terreno. Lo hacía, en muchos casos, a través de historias ficticias, y en otros, con relatos reales a los que les daba un matiz narrativo. A partir de esas historias, introducía el debate sobre temas como el aborto, la eutanasia y otros dilemas éticos.

Su método era simple pero efectivo: planteaba un caso a resolver y dejaba que los estudiantes asumieran posturas diversas. En un aula donde había marxistas, existencialistas, kantianos y cristianos, todos tenían algo que decir. Para mí, era claro que la voz del cristiano debía estar presente en la discusión filosófica. Aunque la mayoría de los estudiantes en ese momento eran marxistas, sabía que en las aulas había más cristianos que marxistas, y un diálogo sin esa perspectiva habría sido incompleto.

Ahora comprendo muchas cosas que en su momento no percibí con claridad, pero que fueron esenciales en la enseñanza del profesor Novas. Hay que diferenciar entre el profesor de filosofía y el filósofo.

Un profesor de filosofía, en términos generales, tiene la tarea de enseñar lo que han dicho los grandes pensadores a lo largo de la historia. Su labor consiste en transmitir el conocimiento de la tradición filosófica y explicarlo con claridad a sus estudiantes.

Pero Novas no se limitaba a eso. Iba más allá. No solo enseñaba la tradición y contextualizaba los textos, sino que también compartía su propia voz, su propio pensamiento. Y, como bien señaló Flete, nunca intentaba influenciarnos ni dirigirnos hacia una postura específica.

Recuerdo que cuando nos impartía un monográfico sobre Kant, un compañero llamado Teófilo—quien luego desapareció de la universidad—se me acercó durante un receso con una gran preocupación. Me dijo: Eulogio, si seguimos teniendo profesores como este, vamos a dejar de ser marxistas.

Le respondí: Presta atención en lugar de preocuparte.

El profesor Novas tenía una capacidad extraordinaria para explicar cualquier filosofía como si la estuviera defendiendo. Cuando hablaba de Kant, parecía un kantiano; cuando explicaba a Marx, parecía un marxista; cuando abordaba a Santo Tomás, parecía un tomista. De esta manera, lograba que cada pensador hablara por sí mismo, sin distorsiones.

Finalmente, quiero compartir una anécdota personal.

Fui monitor del profesor Novas. No sé por qué se le ocurrió asignarme esa responsabilidad, aunque ahora lo sospecho. En aquel entonces, el profesor Minaya era coordinador de cátedra, y un día me dijo:

«A ti te corresponde ayudar al profesor Novas con una asignatura de metodología en el Liceo Experimental».

Fui con cierta inquietud. Imaginen ustedes: ayudar al maestro Novas.

Cuando comenzó la clase, yo me quedé en la parte de atrás, pensando que mi labor consistiría en corregir cuadernos y tomar notas. Pero en un momento dado, un estudiante hizo una pregunta y, de repente, el profesor me señaló y dijo:

«Respóndala usted».

Me paré con nerviosismo, pero respondí. Pareció agradarle mi respuesta, porque se sentó y me dejó continuar la clase.

Con el paso del tiempo, la dinámica se convirtió en algo natural: él llegaba, firmaba, escuchaba un rato y luego se marchaba. Al final del semestre, cuando salíamos por la parte trasera de la escuela—donde hoy está el comedor, pero que en aquel entonces era puro monte y culebras—, el profesor Novas me extendió la mano y se despidió con estas palabras:

«Pase buenas, maestro».

Y desde ese día, esas palabras resonaron en mí.

No, no, no. Me ofendí, me ofendí tanto como aquella vez en que el profesor Arvelo me puso un 99, mientras que a otros compañeros les puso 98 y 97. Le dije que se estaba burlando de mí. Bueno, el profesor suele hacer ironías sin darse cuenta, y en ese momento pensé que era una ofensa. Después lo entendí.

Le pregunté una vez al profesor Novas por qué me llamaba maestro, si yo no tenía la estatura intelectual del profesor Arvelo, ni del profesor Morla, ni del profesor Luis Cruz, y mucho menos de la profesora Lusitania Martínez. Ni siquiera me consideraba cercano a él en ese sentido. Entonces, él me respondió algo que, con el tiempo, comprendí mejor:

«Lo que pasa es que nuestra generación tiene su esperanza en ustedes».

Espero no haber defraudado al maestro. Muchas gracias.

José Flete, presentación del siguiente ponente:

A continuación, escucharemos al doctor Stalin Morla, quien ofrecerá un testimonio sobre su experiencia con el maestro Tomás Novas. Stalin fue uno de los que tuvo el privilegio de disfrutar de su enseñanza y de su legado filosófico.

Recuerdo un día, cuando reingresé a la universidad tras haber cursado otra carrera. Me inscribí en Historia de la Filosofía III, con el profesor Novas. Pensé que iba a ser igual que en mis años anteriores, cuando él comenzaba sus clases de Educación con largas disertaciones antes de abordar el tema central.

Pero ese día, en la Escuela de Filosofía, su actitud fue diferente. Se sentó en su pupitre, cruzó la pierna—como era su costumbre—, apoyó el dedo en la sien, se quitó los lentes, cerró los ojos y simplemente dijo:

«Hablen ustedes».

Nos dejó en completo silencio. Duramos casi una hora sin que el maestro pronunciara palabra. Llegó un punto en que tuvimos que pedirle, casi con súplica: «Profesor, por favor, déjenos pasar».

(25:54) Por eso creo que la ponencia del maestro Stalin será más enriquecedora que la mía.

Ponencia del doctor Stalin Morla:

Muy buenos días (o buenas tardes, no sé bien qué hora es). Para mí es un privilegio estar aquí, en este precongreso de Filosofía, y especialmente en esta mesa testimonial. No estoy aquí para hablar en abstracciones o conceptualizaciones, sino para compartir mi experiencia personal con el maestro Novas.

Los investigadores en el ámbito cualitativo comprenden bien la importancia del testimonio para la creación de conocimiento. Y en ese sentido, compartir cómo fue mi relación con el maestro Novas es, para mí, un acto significativo.

Conocí al maestro desde que tengo uso de razón. Era amigo de mi familia y visitaba nuestra casa con frecuencia. Recuerdo que su esposa y sus hijas también estuvieron en casa en varias ocasiones. Desde pequeño, me llamaba la atención su voz: calmada, pausada, con una cadencia particular. Era muy diferente a los demás.

Mi padre, aunque es tranquilo, también es intenso. Alejandro Arvelo, por su parte, siempre ha sido muy elocuente. Julio Minaya, Fran Acosta… todos tenían una presencia fuerte. Pero Novas era distinto: su voz era suave, acolchonada, pero sus reflexiones eran impetuosas y directas.

Ese es el recuerdo más vívido que tengo de él en mi niñez. Lo veía cuando mi padre me llevaba al Departamento de Filosofía. Me quedaba en una esquina haciendo tareas, mientras observaba cómo Novas cruzaba de un lado a otro, filosofando con otros maestros. También lo veía en nuestra casa, en conversaciones profundas con mi padre y otros intelectuales.

Sin embargo, lo que realmente me marcó fue tenerlo como profesor en la carrera de Filosofía.

Recuerdo cuando tomé Historia de la Filosofía, aunque no sé si fue la III, la IV o la V. Solo sé que fue cuando las clases aún se impartían en el antiguo Departamento de Filosofía, en un salón con una mesa larga de conferencias.

Como éramos muy pocos los estudiantes de Filosofía—apenas cuatro o cinco—las clases se impartían en ese pequeño espacio. No sé si alguno de ustedes estaba en esa asignatura, pero trabajamos el pensamiento contemporáneo.

Lo primero que hizo Novas fue desmitificar la enseñanza de la Historia de la Filosofía. Nos enseñó que no debíamos estudiarla como una simple repetición de fechas, nombres y conceptos vacíos. No se trataba de memorizar citas de grandes pensadores sin comprenderlas.

Pero el mayor legado que dejó en mí fue cuando estudiamos a Friedrich Nietzsche.

Como crecí rodeado de libros de filosofía—mi padre es filósofo—, comencé a leer a Nietzsche en mi adolescencia, como si fuera una novela. Sin darme cuenta, desarrollé una visión reduccionista de su pensamiento: Nietzsche, el del martillo; el irracionalista; el antimoral; el que desafía la tradición.

Muchos adolescentes que no se interesan en la filosofía sí se sienten atraídos por Nietzsche, pero generalmente por su faceta más contestataria: el autor de El Anticristo y Más allá del bien y del mal.

Cuando llegamos a Nietzsche en clase, Novas empezó a diseccionar su pensamiento con una profundidad que me sorprendió. Me preguntó qué pensaba de Nietzsche, y yo—sintiéndome experto en el tema—me lancé en una larga exposición sobre su filosofía.

Él me escuchó con atención, hizo silencio y luego sonrió. Yo me ofendí en ese momento. ¿Se estaba burlando de mí?

Entonces, empezó a preguntar:

«¿Y si vemos a Nietzsche más allá del filósofo del martillo?»
 «¿Y si dejamos de verlo solo como un irracionalista?»
 «¿Y si analizamos al superhombre no como una figura absolutista, sino como una negación del sujeto creado por la tradición occidental?»

En ese momento, mi concepción de Nietzsche cambió completamente.

Nos explicó la importancia de la metáfora en su obra, no como un simple recurso estilístico, sino como una herramienta para criticar la cultura. Para mí, Nietzsche escribía bien porque era brillante, pero Novas nos enseñó que su estilo tenía una intención filosófica más profunda.

Recuerdo que le pregunté directamente:

«Profesor, ¿le gusta Nietzsche?»

Él sonrió y respondió con otra pregunta:

«¿Por qué me lo preguntas?»

Le expliqué que me parecía que estaba defendiendo una visión completamente nueva y fascinante de Nietzsche.

Nuevamente, sonrió y no me respondió.

Esa era su manera de enseñarnos: no imponía respuestas, sino que nos invitaba a descubrirlas por nosotros mismos.

Lo que más me marcó del profesor Novas fue que hablaba de los filósofos como si fueran sus colegas. Nos hacía sentir que eran personas con las que él conversaba diariamente. Sartre, Kant, Hegel, Marx… todos parecían estar en el patio de su casa, tomando café con él.

Ese es su mayor legado para mí: la enseñanza de que los filósofos deben ser leídos desde diferentes perspectivas, no desde un único prisma historiográfico. Esa semilla que él sembró en mi pensamiento me ha permitido enfrentarme a la filosofía con una mirada más crítica y profunda.

Me siento privilegiado y agradecido de haber conocido a Novas desde pequeño. Para mí, no era solo un maestro, sino un tío, como lo fueron Arvelo, Minaya y Frank Acosta. Nada más que agregar. Gracias.

José Flete, presentación del siguiente ponente:

Ahora pasaremos a una perspectiva diferente. Hasta ahora, hemos hablado del profesor de Filosofía, del maestro en las aulas. Pero como bien dijo el profesor Eulogio, hay una diferencia entre el profesor de Filosofía y el filósofo.

Los doctores Minaya y Arvelo hablarán ahora del filósofo, del compañero, del amigo. Nos ofrecerán una visión distinta, pues no solo fueron sus colegas, sino sus amigos y compadres. Nos compartirán la faceta de Novas más allá de las aulas.

Maestro Julio Minaya:

Buenos días. Saludo este congreso y me congratulo enormemente porque la Escuela de Filosofía está en muy buenas manos. Está en las manos de quienes fueron discípulos de Tomás Novas. Aquí veo nietos intelectuales de Tomás, generaciones que han bebido de su enseñanza y que ahora continúan su legado.

Al escuchar a mis colegas, pensaba en cuántas cosas quisiera decir también. José Mendoza, eso viene, eso vendrá a su debido tiempo, porque hay muchísimas cosas que usted puede compartir. Lo mismo ocurre con Ingrid Luciano, quien tuvo la oportunidad de abrevar en ese manantial de sabiduría que fue Tomás Novas.

Me alegra también estar aquí frente a Marianela Rivas, su compañera inseparable, y a Rosa Celia Novas. Si ustedes la llegan a conocer, verán en ella el temperamento de su padre. Algunas de esas características que hemos señalado hoy están vivas en ella.

Es importante ver a Tomás desde distintas perspectivas: la del discípulo, la del condiscípulo y la del maestro. Sería valioso también escuchar la visión de la profesora Lusitania Martínez, quien ha hablado de Tomás desde su experiencia en las aulas, describiéndolo como alguien tranquilo, reflexivo.

Ahora quiero referirme a Tomás Novas desde mi propia experiencia.

Tuve el enorme privilegio de ser su amigo. Recuerdo su manera de hablar, pausada, sin sobresaltos en su discurso. Tomás tenía el don de cautivar, de apoderarse de la atención de quienes lo escuchaban.

No olvido la vez que la junta directiva de ADIL lo escogió, junto con el colega Rafael Morla, como profesor en un curso-taller para docentes de secundaria en Santiago. Como coordinador de la actividad, ingresé una mañana al salón donde Tomás exponía. Había más de cincuenta maestros y maestras, todos embelesados por sus palabras.

Volví más tarde, esta vez sin que me notara, para observar cómo transcurría la clase. Reinaba un silencio sepulcral. Era impresionante. Al finalizar el taller, la despedida fue emotiva: cada uno de los participantes quería tomarse una foto con él. No fueron pocos los regalos que recibió ese día.

Esa fue su última actividad pública.

Fue en Santiago donde comprendí realmente el impacto de Tomás Novas. Si aquellos docentes, en apenas 32 horas de taller, mostraban tal admiración y respeto por su enseñanza, ¿cómo no habrían de sentirlo quienes cursaron con él cinco, seis u ocho asignaturas en la Escuela de Filosofía?

Durante ese período, tuve la oportunidad de viajar con Tomás, solo los dos, cinco sábados consecutivos, a Santiago. En esas conversaciones durante el trayecto, terminé de convencerme del filósofo profundo que residía en mi amigo.

Uno de los rasgos personales más llamativos en Tomás era su celo por conservar la autonomía de su conciencia moral y espiritual. Nunca quiso comprometer su libre albedrío. Esto lo vinculaba directamente con la filosofía kantiana, la de Spinoza y, más cerca de nosotros, con el pensamiento de Eugenio María de Hostos.

Por ello, Tomás rechazaba afiliarse a partidos políticos o movimientos académicos corporativos. Es cierto que, en su juventud, militó en movimientos eclesiales y de izquierda, pero con el tiempo, su única militancia fue la académica y la de la familia.

Coherente con su pensamiento, también rechazaba recibir favores de cualquier índole, aunque siempre estuvo dispuesto a ofrecerlos sin esperar recompensa.

Entre sus muchas virtudes, había una que no puedo dejar de mencionar: su discreción. Esta es una cualidad propia de quien posee una profunda vida ética y moral.

Solemos decir que cada quien tiene al menos una persona de confianza, un confidente. En el caso de Tomás, esto no aplicaba. Guardaba celosamente los secretos que le confiaban. Era extremadamente respetuoso en sus relaciones interpersonales. Prefería—y en esto estoy seguro—perjudicarse a sí mismo antes que ofender o irrespetar a otro.

Por tal motivo, nunca utilizó sus amistades para obtener ventajas personales o familiares.

Un ejemplo concreto: un día, en mi clase de Introducción a la Filosofía, noté la presencia de su hija, Rosa Celia Novas Rivas. Sin embargo, Tomás jamás me mencionó que su hija cursaba mi asignatura, ni antes, ni durante, ni después del curso. Lo mismo ocurrió con su otra hija, Juana Marel.

Otro ejemplo: los hijos e hijas de los profesores de la UASD tenían ciertos privilegios en la selección de horarios y otras ventajas administrativas. Tomás, en todo momento, se negó a intervenir en esos procesos. Su esposa, en ocasiones, tenía que recurrir a amigos de Tomás para resolver dificultades burocráticas.

Debo confesar que Tomás no era el tipo de amigo que solemos imaginar. Del mismo modo que protegía su intimidad, respetaba la de los demás.

Para él, dejar ser era una premisa fundamental: dejar ser a la pareja, al hijo, a la hija, al amigo, al discípulo. En toda su dimensión. En toda su plenitud.

Por eso afirmo que Tomás Novas fue un promotor de humanidad, un defensor de la dignidad del ser humano. Un humanista cabal. Se concebía a sí mismo como alguien con la misión de ayudar a cada persona a descubrir su propio valor.

En este sentido, su enseñanza se vincula con la tradición socrática del conócete a ti mismo. No es casualidad que uno de sus discípulos, Manuel Almar, lo haya bautizado como el Sócrates dominicano.

Lo decía porque Novas no solo enseñaba, sino que modelaba la personalidad de sus estudiantes a través del diálogo. Los jóvenes llegaban a él verdecitos, como solemos decir, y con el tiempo, tras su orientación y paciencia, terminaban convertidos en verdaderos pensadores.

Compartí con Tomás muchas reflexiones sobre el mundo, la sociedad contemporánea, la educación y el papel de la universidad.

He mencionado varios rasgos de su carácter, pero he reservado el más esencial de todos: la admirable coincidencia entre su decir y su vivir, entre su pensamiento y su acción.

En Tomás, el pensamiento y la vida cabalgaban juntos.

Pienso que no hay virtud que impacte más a los jóvenes que la autenticidad. Sería justo escribir un ensayo titulado Elogio de la autenticidad, en homenaje a Tomás.

Fue esta coherencia lo que lo convirtió en una especie de oráculo, no solo para sus estudiantes, sino también para nuestra generación de los 80.

No por casualidad, su frase recurrente era:

«Hay que decir las cosas como son».

Para Tomás, existía un fondo de verdades, una tabla de valores en torno a la cual hacía girar toda su existencia.

A diferencia de muchos, Tomás nunca tuvo vocación burocrática. El cargo más alto que ocupó en la universidad fue el de coordinador de cátedra. Sin embargo, en mi opinión, ostentó la posición más relevante y trascendente de todas: fue el maestro fundador de la única escuela de pensadores que ha conocido la República Dominicana.

Si en la Grecia antigua, de los diálogos de Sócrates surgieron seis escuelas de filosofía, de la enseñanza de Tomás Novas han salido muchas más.

Tomás no dejó libros escritos. No tuvo esa preocupación. Su legado no está en páginas impresas, sino en el alma de sus discípulos.

Cursó una maestría, pero nunca se preocupó por obtener el título. Hizo estudios doctorales, pero no le interesó presentar su tesis ni graduarse. Como Eugenio María de Hostos, estudiaba para saber, no para acreditarse.

Recuerdo una conversación en la sala de su casa. Le pregunté qué lectura hacía de un cuadro de Jesucristo pintado por su discípulo Dustin Muñoz, un obsequio que este le había hecho.

Y con su característica sonrisa, comenzó a filosofar sobre la imagen, como siempre lo hacía: preguntando.

Una vez, Tomás me dijo:

«Ese Jesucristo no simboliza solo a sí mismo, sino a todos nosotros. Los maestros vivimos para inmolarnos, extenuados por las largas e intensas jornadas de docencia. Los profesores de la UASD apenas sobrevivimos. Uno sale de las aulas completamente agotado».

Recuerdo que me lo dijo en más de una ocasión. Cuando se jubiló, lo vi diferente, renovado, lleno de vitalidad. Incluso su semblante cambió. Un día le comenté:

«Tomás, era cierto que en la universidad te estaban chupando».

Él comenzó a reírse con su peculiar estilo, combinando expresiones faciales con movimientos ascendentes y descendentes del pecho. Así era cuando reía de corazón.

En esta nueva etapa de su vida, Tomás centró toda su atención en su entorno familiar. Su esposa e hijos comenzaron a disfrutar de su presencia de una manera distinta, pues el maestro que la universidad había absorbido durante años ahora les pertenecía plenamente.

Con justa alegría, he escuchado a sus tres hijos decir que en Tomás Novas no solo tuvieron a un padre solícito y amoroso, sino también al maestro fundamental de sus vidas. Fue un maestro en toda la extensión de la palabra.

El pasado 17 de junio se cumplieron cuatro años de su ausencia física. Dentro de menos de un año, llegaremos al lustro. Esta es una ocasión propicia para que la Escuela de Filosofía edite una obra con los escritos dispersos de nuestro filósofo.

Estoy en total disposición de prestar mi colaboración entusiasta para este proyecto.

Muchas gracias.

Reconocimiento a la ponencia y presentación del maestro Alejandro Arvelo

Brillante la disertación del maestro Julio Minaya, un verdadero maestro de generaciones.

Queremos aprovechar para saludar la presencia del doctor Gerardo Roa, decano de la Facultad de Humanidades, quien ha colaborado en la realización de este evento. También nos acompaña el doctor Marcos Zavala, director de Planificación.

Ahora, para ir concluyendo, dejamos la palabra al maestro Alejandro Arvelo, quien seguramente nos ofrecerá una lectura distinta, pero igualmente enriquecedora, sobre el profesor Novas.

Novas no era una persona que pasaba desapercibida. Todo lo contrario. Y ahora, maestro Arvelo, le corresponde compartir su visión.

Ponencia del maestro Alejandro Arvelo

Bueno, ahora me siento como dijo Noel hace un tiempo. Recuerdo que, después de escuchar una ponencia magistral del profesor Silverio, Noel de la Rosa, sentado a mi lado, me dijo:

«Ya, aunque me llamen, no voy a hablar. No hay más nada que decir».

Yo me sentí igual. Me levanté como envuelto en papel de celofán, porque sabía que debía hablar, pero al mismo tiempo, sentía que ya se había dicho todo lo que debía decirse.

Sin embargo, como decía Sócrates en la Apología, no tengo otra opción. Tengo que hacerlo.

Existe una imagen estereotipada del filósofo como una persona preocupada, nostálgica, incluso melancólica. Aristóteles, en su Problema 30, planteó la cuestión:

«¿Por qué será que las personas geniales son siempre un poco tristes?»

Hay quienes creen en esa idea del filósofo como un ser atormentado. Pero yo no estoy del todo de acuerdo.

Karl Popper, en una entrevista casi al final de su vida, dijo algo que me pareció revelador:

«Yo soy un filósofo feliz».

Me parece que esta idea de la tristeza filosófica es estereotipada. Pensemos, por ejemplo, en El Pensador de Rodin: ¿cómo puede alguien reflexionar cómodamente en una postura tan incómoda?

Sócrates, por ejemplo, no era un hombre triste. Alcibíades, en El Banquete, lo describe como alguien con una enorme vitalidad.

Y luego tenemos el caso de Kant, un pensador severo en sus críticas, pero que, según los relatos, comía y bebía con entusiasmo y tenía una vida social activa.

Tomás Novas, a pesar de su rigurosidad intelectual y su cultura filosófica bien asimilada, era un hombre feliz.

Yo recuerdo perfectamente su sonrisa. Como mencionó el maestro Minaya, Tomás se reía de todo, pero jamás con ironía.

Existen dos modelos clásicos de filósofos: el de Heráclito, el filósofo que llora, y el de Demócrito, el filósofo que ríe.

Demócrito, según se cuenta, se hizo sacar los ojos porque el mundo le parecía tan ridículo que vivía riéndose de todo.

En cierto modo, creo que Tomás tenía algo de Demócrito. El mundo le resultaba gracioso. Pero su risa no era una risa de burla, sino de asombro, de entendimiento profundo.

Hoy se ha llamado a Tomás Novas el Sócrates dominicano.

No es la primera vez que alguien en nuestra historia recibe este título. Antes de Novas, el primer dominicano en ser llamado así fue Pedro Henríquez Ureña.

Fue Alfonso Reyes quien lo llamó el Sócrates dominicano por primera vez. Luego, su hermano Max Henríquez Ureña reafirmó esta idea en su libro Hermano y maestro, título que, pienso, sería muy apropiado para un futuro libro sobre Novas.

No tengo tiempo para extenderme con anécdotas, pero espero que en otra ocasión podamos replicar este encuentro y hablar con más profundidad sobre el maestro Novas.

Me gustaría destacar un hecho poco mencionado: Tomás Novas fue el secretario del Primer Congreso Dominicano de Filosofía.

Y asumió ese rol con una seriedad y un rigor impresionantes.

Cuando vi el acta congresual que redactó, supe que él habría podido desempeñarse con igual éxito como secretario de un congreso mundial de filosofía.

Tomás ponía su alma en cada tarea que asumía.

Ya fuera en la elaboración de un programa de asignatura o en la coordinación de una comisión académica, se entregaba por completo.

Su frase característica era:

«Hay que llamar las cosas por su verdadero nombre».

Esto, para nosotros, era un desafío constante.

Novas fue un lector apasionado de los diálogos aporéticos de Sócrates.

Diferente a Morla, quien ha sido desde siempre un lector de Platón, especialmente de sus diálogos políticos como La República.

Quiero aprovechar para hacer un anuncio en nombre del profesor William Mejía Chalas, quien es secretario adjunto de la Escuela de Filosofía.

El último miércoles de cada mes, a las 6 de la tarde, se celebra un banquete filosófico donde se lee una obra de Platón.

Este mes, tendremos el privilegio de contar con Rafael Morla, quien leerá La República.

Novas fue un lector riguroso de Platón y, como bien dijo Morla joven, también un gran lector de Nietzsche.

En los años 80, cuando inauguramos el mural de filosofía en la escuela, Novas fue el primero en introducir la obra de Nietzsche con una antología de La voluntad de poderío.

También fue un estudioso del marxismo.

Nos formamos con él en múltiples corrientes del pensamiento.

Y su legado sigue vivo en cada uno de nosotros.

Nosotros nos formamos en un contexto diferente al de ustedes. A diferencia de ustedes tres, la escuela en la que nos formamos era una escuela marxista, pero marxista dura.

¿Qué significa marxista dura? Que no es el marxismo que profesa Lusitania, sino un marxismo muy ideologizado y estrechamente ligado al marxismo soviético. No el tuyo, Lusitania, porque el tuyo es otra línea. Está salpicado de fenomenología y de existencialismo, y eso ya es otra cosa.

Por eso, me di cuenta de que, aunque firmaste unos folletos publicados en 1984, no participaste en su redacción. Esos folletos reflejaban un cambio radical en el marxismo dominicano.

Novas, al igual que nosotros, recibió enseñanzas directas de profesores como Solano, Van Naïni, Tellerías, Andrés Paniagua y Luis Gómez Pérez. Era marxismo puro.

Pero Tomás Novas, podríamos decir con las palabras de entonces, era un revisionista. Nunca adoptó ese marxismo esclerotizado, cerrado, dogmático. No era el marxismo de Gómez, Tellerías o Van Naïni.

Su marxismo tenía más afinidad con autores como Mitrofan N. Afanasiev, Lenin y Goransky. Nosotros también leímos a Roger Garaudy—en su etapa marxista—, pero Novas se inclinaba más hacia Gramsci, a quien conocimos gracias a Van Naïni y Paniagua.

Con Gramsci entró también Lucho Coletti y José Carlos Mariátegui, con sus Siete ensayos sobre la realidad peruana. Ahí ya estábamos en otro tipo de marxismo.

Pero Novas, incluso antes de entrar en contacto con esos pensadores, ya tenía un pensamiento propio. Un pensamiento que revisaba y cuestionaba constantemente las apuestas ideológicas predominantes.

Finalmente, algo que casi nunca se menciona: Novas tenía un fuerte acercamiento con la fenomenología y el existencialismo.

No sé si la presencia de la fenomenología como interés intelectual en Edison Minaya o del existencialismo en Eulogio Silverio tuvo algo que ver con los patrones de enfoque que el maestro Novas ponía en marcha en sus clases de filosofía. Es cuanto.

Pero no he dicho ni la mitad de lo que debía decir. Así que, por favor, borren y olviden lo que acabo de expresar, porque queda mucho por decir sobre ese hermano que la vida me regaló.

Cierre de la mesa y palabras de la esposa de Tomás Novas

Con la ponencia del maestro y doctor Alejandro Arvelo, junto con las intervenciones del doctor Stalin Morla y del profesor Eulogio Silverio, damos cierre a esta mesa.

Sin embargo, antes de concluir, la esposa del maestro Tomás Novas, la maestra Marianela Rivas, desea tomar la palabra.

Palabras de Marianela Rivas

Saludos a todos y todas.

En primer lugar, quiero dar las gracias por estos hermosos reconocimientos a mi esposo.

Honestamente, esos valores que ustedes han resaltado sobre él… yo no los veía de esa manera. Yo sabía que era un hombre bueno, porque siempre lo decía en casa.

«Hay que decir las cosas como son, Marel», solía repetir.

Siempre decía la verdad, sin adornos ni rodeos.

Por eso, agradezco profundamente estas palabras y este homenaje a Tomás. Yo sé que Tomás fue todo lo que han dicho y más.

Solo que Dios nos lo quitó antes de tiempo.

No sé si ustedes han escuchado la historia de cómo ocurrió todo. Pero así pasó.

Gracias a Dios, yo sigo aquí, llevando adelante su legado junto a mis hijos.

Estoy graduando a tres profesionales, como él quería que fueran.

Oigo todo lo que dicen y me llena de orgullo.

Pero creo que mi hija también tiene algo que decirles.

Palabras de Rosa Celia Novas

Buenas tardes.

Mi nombre es Rosa Celia Novas.

Quiero agradecer al Departamento de Filosofía y a los compañeros de mi padre.

La vida no solo me dio un padre, sino también una familia en ustedes.

Gracias por las hermosas palabras.

Mi padre fue un gran hombre.

Desde que era pequeña, siempre lo admiré.

Y es increíble cómo siempre hice las cosas bien, sin que él me obligara.

No fue por miedo, sino por respeto.

Yo quería ser una buena persona porque quería representarlo a él.

Gracias.

Cierre y entrega de reconocimiento póstumo

Con estas palabras de la familia Novas, culminamos esta mesa.

Ahora pasamos al señor director.

La medalla al mérito filosófico 2024

Dicen por ahí que los filósofos no tienen sentido de la practicidad.

Sin embargo, en este caso, creo que debemos romper con ese estereotipo.

Mañana estaba programada la entrega de un reconocimiento, pero para evitar inconvenientes con los tapones y la logística, aprovecharemos este momento para hacerlo ahora.

Se trata de una promesa que habíamos hecho y que hoy cumplimos: la entrega de la Medalla al Mérito Filosófico 2024.

Esta es la primera edición de lo que será una tradición.

La medalla lleva una inscripción en latín: Dignitas, Sapientia, Virtus.

William nos ayudará con la traducción, pues él estudió latín.

Pero no lo revele todavía.

Hoy, queremos entregar dos medallas y reconocer a dos grandes maestros.

Desde hace tiempo, sentíamos la necesidad de expresar nuestro cariño y reconocimiento a quienes han sido pilares de nuestra comunidad filosófica.

Muchas veces, dejamos que las personas se vayan sin decirles cuánto las queremos y cuánto las valoramos.

Por eso, siempre hemos dicho:

«Hay que dar en vida al que en vida se le puede dar».

Hoy, sentimos la emoción agridulce de entregar un reconocimiento a alguien que ya no está con nosotros.

Por eso, la Medalla al Mérito Filosófico 2024, con la serie 001, se otorga póstumamente a Tomás Novas.

Se entrega esta medalla en honor a su legado, su enseñanza y su vida dedicada a la filosofía.