Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de origen judío, popularizó la expresión “banalización del mal”, para referirse a la situación que se produce cuando las personas minimizan o normalizan acciones que deberían ser consideradas inaceptables o inhumanas. Ella elaboró esta idea cuando asistía a los juicios en contra de los criminales nazis, especialmente el de Adolf Eichmann, un oficial nazi responsable del exterminio masivo de judíos durante el Holocausto. Le resultaba chocante que este personaje fuera tratado por la prensa como una celebridad, no como el monstruo sádico en que se convirtió.
El caso de Eichmann me hizo pensar el episodio de hace unos años cuando Sobeida Félix, la ex de Figueroa Agosto, llegó extraditada desde Puerto Rico. La prensa de entonces reseñó su arribo, poniendo énfasis en la forma en que vestía, la marca de su cartera y lo bien que lucía. Pocos repararon en la gravedad de los cargos que pesaban sobre ella, ni en los crímenes, incluyendo asesinatos, cometidos por el narco boricua y sus asociados.
Es importante que la lucha en contra de la corrupción no se banalice, convirtiendo los casos en espectáculos mediáticos que rara vez producen condenas en firme. El discurso moralizante pierde credibilidad cuando la gente lo percibe como arma para descalificar oponentes (lawfare). Estas acciones, si bien lastiman la imagen de uno que otro “político corrupto”, socavan la credibilidad de estos esfuerzos y favorecen la impunidad.
Aunque parezca un cliché, la realidad es que cada peso o dólar que extrae la corrupción se le resta a educación, salud, obras públicas y servicios sociales. La calidad del gasto público también se ve afectada, como ocurre al entregar obras, servicios o productos inferiores a los cotizados. Por igual sucede con el cobro de comisiones indebidas, las licitaciones amañadas, el tráfico de influencias y otras artimañas utilizadas por funcionarios venales.
Que no se banalice la lucha por erradicar la corrupción, ese pesado lastre que ralentiza el progreso de los pueblos.