Prof. William Mejía Chalas
Nos sentimos muy agradecidos y orgullosos de que el compañero José Ernesto Flete Morillo esté aquí con nosotros. Cuando revisaba los comentarios de los estudiantes sobre Flete, muchos decían: “Es muy dinámico, pero también muy profundo”. Decían también: “Es muy cercano, muy sencillo, sí… pero cumple con los criterios; no te puedes pasar de la raya”. Es decir, que realmente, como profesor, ha sido un referente para los estudiantes.
De manera que, Dr. Flete Morillo, este escenario es todo suyo.
Dr. José Flete Morillo
Profesor Eulogio Silverio, señor director de la Escuela de Filosofía; maestro William Mejía Chalas, coordinador de la Cátedra de Filosofía General; maestro Alejandro Arvelo, Dr. Arvelo, mi mentor, a quien tengo una gran gratitud, porque, si hoy en día —igual que al maestro Minaya, que acaba de entrar—, puedo ver lejos, como dijo alguien, es porque estoy sobre los hombros de gigantes.
Maestro Julián Álvarez, quien confió en mí en cierta ocasión para que fuera su profesor ayudante —y decía: “No, mándame a Flete, mándame a Flete”—. Y también la señora Marianela, esposa del maestro Nova. Fue el maestro Nova quien me rescató, quien me recogió cuando yo estudiaba pedagogía y me dedicaba su atención, hablaba conmigo sobre distintos temas. Esa atención que él me brindaba me resultaba importante. Siempre tenemos en la memoria gratos recuerdos del maestro Nova, de nuestro “Sócrates” en la Escuela de Filosofía.
Público en general, con lo dicho por el maestro William, voy a emular lo que dijo el profesor Edwin en una clase: “Bueno, espero no decepcionarlos a todos ustedes”.
En el día de hoy vamos a hablar sobre El Menéxeno. También quiero hacer una mención especial a nuestra querida y amada Lusitania Martínez. Le decía hace unos días que, lo más seguro, su oído no la dejaba tranquila, porque la mencionábamos mucho en una clase de doctorado.
Compañeros de la Escuela de Filosofía, profesores, público en general: ya se ha hablado mucho de Platón, uno de los grandes referentes de la filosofía occidental. Con relación a su pensamiento y sus obras, que han sido objeto de innumerables discusiones, hoy nos enfocaremos en uno de sus diálogos: el Menéxeno. Aún existe la duda de si realmente corresponde a Platón, por la dinámica del tema y su estilo. Uno de los grandes debates que teníamos —como conversábamos con el profesor Silverio antes de entrar a clase— es si el Menéxeno es un texto irónico, una sátira social, o si por el contrario es un texto de marcada profundidad y seriedad.
Autores como Karl Popper sostienen que se trata de un texto irónico sobre ciertos problemas sociales. Emmanuel Kant, filósofo del siglo XVIII, plantea que no, que hay una seriedad notable en el tratamiento de estos temas. Yo, después de estudiarlo y releerlo, me inclino por pensar que no es del todo irónico, por la profundidad con la que se abordan ciertos temas. Un ejemplo es el tratamiento del discurso panegírico con relación a la muerte.
En el inicio del diálogo, Sócrates declara, en tono irónico, que lo que se suele hacer en los panegíricos es alagar al pueblo. Critica a los sofistas: “Ustedes lo que hacen es alagar al pueblo para que se sienta bien con esas adulaciones”. Con esto, Sócrates pone en tela de juicio la honestidad de quienes pronuncian discursos fúnebres, señalando la exageración con la que se describen a los muertos.
Sobre esto hablaba recientemente con el Dr. Leonardo Díaz, trayendo a colación el tema de Trujillo. Cuando Trujillo muere, Balaguer pronuncia un panegírico en el que describe a una persona totalmente distinta de aquella que el pueblo realmente conocía. Ese discurso, recogido por René Fortunato en el documental El poder del jefe III, concluye con Balaguer diciendo: “Adiós, tus hijos espirituales te recordarán siempre”. Lo describe como un campeón de grandes batallas, entre otras cosas. A eso es lo que se refiere Sócrates cuando dice que esos discursos son una farsa: no corresponden a la verdad del difunto.
Mario Puzo, en El Padrino, llama a esto “pompas fúnebres”: la exaltación de la figura del difunto para agradar a la familia o al público. Sócrates se distancia de esta práctica: dice que ahí no hay un verdadero elogio. Entonces, ¿a dónde va Sócrates? Eso es lo que vamos a ver en este momento.
El diálogo inicia con dos personajes: Menéxeno y Sócrates. Discutiendo el tema del discurso fúnebre, Sócrates plantea que es el Estado quien debe elegir al orador. Y aquí debemos detenernos: ¿por qué el Estado debe incidir en esa elección? No se trata sólo de que Sócrates refute a Menéxeno, sino de que luego aparece una figura clave: Aspasia.
Esto me llevó a consultar otra obra, Historia de las mujeres filósofas, de Gilles Ménage, que menciona a Aspasia como una figura relevante. Sócrates dice: “Yo fui y escuché el discurso de Aspasia. Tú deberías escucharlo también”. Luego, le reproduce el discurso a Menéxeno paso por paso, lo cual evidencia una gran memoria por parte del filósofo.
Este texto, aunque breve, tiene una profundidad inmensa. El tema del discurso fúnebre se presenta como una cuestión de interés del Estado. ¿Por qué? Porque el orador elegido no es un ciudadano cualquiera, sino una figura con autoridad, cuya palabra representa la voz del Estado. Y eso tiene un peso diferente.
Podemos comparar esto con la Biblia: cuando mueren Saúl y Jonatán, quien habla no es cualquier persona del pueblo, sino el rey David. Y exclama: “¡Cómo han caído los valientes!”. Esa expresión, dicha por una figura del Estado, adquiere una solemnidad distinta.
Sócrates quiere resaltar que hay una distorsión cuando el elogio viene de alguien no cualificado o alejado del interés común. Porque muchas veces elogiamos a quienes no lo merecen. En cambio, dice él —y parafraseo—, el verdadero elogio debe dirigirse a quien ha muerto por la patria, porque es alguien que ha pensado en el bien común.
Sócrates no apunta al bienestar individual, sino al bienestar colectivo. Y quien muere por la sociedad representa ese bien mayor. Algunos, incluso, han querido ver en el Menéxeno una tendencia racista, por el rechazo a los inmigrantes, pero no creo que sea así. Sócrates no está hablando de rechazar al otro, sino de que el elogio debe corresponder al valor cívico y al sacrificio por la colectividad.
Dice Sócrates —y luego será repetido en el siglo XIX—: “Dulce y decoroso es morir por la patria”. Ese es el mejor argumento para levantar un discurso fúnebre que se corresponda con la verdad.
Me voy a referir nuevamente al cine, ya que el maestro William me provocó con ese tema, y lo haré específicamente desde el cine documental. Hay una escena que muchos de los profesores aquí presentes conocen muy bien: cuando muere Amaury en la Gruta, junto al grupo de los Palmeros. En ese momento, se pronuncia un discurso de Doña Manuela, la madre de Amaury. Fue una toma muy poderosa, que Fortunato supo captar con gran sensibilidad.
En esa escena, la madre aparece —a semejanza de Cristo— con los brazos abiertos, pronunciando un discurso que exalta la figura de su hijo. Pero no se trata simplemente de la muerte de un ser querido, sino de la muerte de un hijo que dio su vida por la patria. Ella dice, con una voz cargada de dolor y dignidad: “Por ustedes, la población que pasa hambre en este pueblo”. Es decir, está describiendo a un mártir.
El hijo aparece vendado, en los brazos de Doña Manuela. La cámara lo presenta como un Cristo contemporáneo, sacrificado por los demás. La multitud que los rodea, la imagen de la madre joven y el hijo golpeado, remiten directamente a la iconografía del martirio. Es la misma imagen que podemos encontrar en el Cristo de Velázquez.
Esa imagen, ese momento, ese discurso de Doña Manuela, no está hablando de alguien ajeno a la sociedad, sino de una figura profundamente vinculada a ella, que ha ofrendado su vida. En contraposición al discurso vacío de los sofistas, Sócrates diría: ese es el verdadero discurso. ¿Por qué? Porque es el discurso que honra al hombre que murió por la patria, al que entregó su vida por el bien común.
En el discurso que reproduce Sócrates —atribuyéndoselo a Aspasia— se insiste de manera constante en el tema de la patria, en el tema de la nación. Se martilla una y otra vez esa idea, dando a entender —como veremos más adelante— que solo quien conoce perfectamente la historia de los héroes está capacitado para pronunciar un discurso verdadero, uno que se corresponda con la realidad. Nadie que desconozca esa historia puede hablar con propiedad sobre aquellos a quienes se pretende honrar.
Ese largo discurso de Aspasia ocupa la mayor parte del diálogo, y su centro es precisamente la exaltación de los héroes. Obsérvese que ahí se produce una inversión respecto a lo que solemos hacer nosotros en los panegíricos. De ahí provienen las llamadas “pompas fúnebres”: lo que buscamos, muchas veces, es hacer quedar bien a los familiares. Porque en eso consiste, tristemente, la funeraria. Me disculparán lo que voy a decir, pero la funeraria es un espectáculo montado en favor de los vivos, no del muerto.
En la película Más allá de la muerte, protagonizada por Liam Neeson y Christina Ricci, hay una escena significativa. Un familiar entra a la funeraria donde están preparando el cadáver. El embalsamador —interpretado por Neeson— le pregunta al hermano del fallecido: “¿Así lo quiere?”. El hermano responde: “No, él era un poquito más risueño”. Entonces, Neeson toma los labios del muerto con sus dedos, los empuja hacia arriba y dice: “Así está perfecto. Así es como lo queremos”.
Esto ilustra claramente cómo la funeraria es un montaje para los vivos, no para el difunto. Se trata de que el acto sea solemne, que tenga un aparato estético y emocional que satisfaga a quienes quedan. El discurso, si se pronuncia, no es tanto por el fallecido, sino para preservar la imagen que los vivos quieren conservar.
Pero Sócrates —en el diálogo que comentamos— invierte esa costumbre. Dice: no debemos preocuparnos por los vivos, sino por lo que representa el muerto. ¿Y qué representa el fallecido? Sócrates afirma que el muerto representa al Estado.
En este sentido, recuerdo una observación del profesor Leonardo Díaz, conocida también por el doctor Minaya. Él decía que Pedro Francisco Bonó insistía en preservar la imagen de los santos, porque si los movemos demasiado, nos quedamos sin referentes. Sócrates coincide: hay que preservar la imagen, la memoria de los héroes que murieron en la guerra, aquellos que ofrendaron su vida por lo que hoy disfrutamos. Por tanto, no podemos olvidarlos.
De ahí proviene el marcado interés del Estado en buscar un orador. Pero no puede ser cualquier orador: debe ser alguien que conozca a fondo la historia de la patria, porque solo así podrá hablar con verdad, construir un discurso que sirva de enseñanza para las futuras generaciones.
Mercedes Sosa, en una canción titulada Las estatuas, dice que esas figuras de piedra nos miran en silencio, tratando de contarnos la historia de la patria. Cada vez que pasamos frente a un monumento como el Altar de la Patria o el Panteón Nacional, o frente a la figura de alguno de los Padres de la Patria, lo que estamos recibiendo es una enseñanza. Es un mensaje dirigido al porvenir.
Recuerdo que en una Feria del Libro, hace algunos años —antes de que usted estuviera, profesor—, escuché a una mujer del Instituto Duartiano explicarle a otra persona por qué se cambió la figura de Duarte. Ya no era el Duarte envejecido, enfermo y débil, sino un Duarte joven, robusto y lleno de vida. Ella decía: “Tuvimos que cambiarlo, porque ese Duarte que había era enfermizo, y el mensaje que estábamos mandando a las generaciones futuras era equivocado. No nos convenía, era dañino, pernicioso. Este Duarte es el que nuestros jóvenes deben conocer”.
Esa idea me quedó grabada. ¿Por qué? Porque en los grandes cambios que ha vivido el país, en medio de la pérdida de referentes, la figura del Duarte joven es algo a lo que todavía podemos aferrarnos. Para que los jóvenes vean que no están huérfanos de modelos. El Padre de la Patria tenía apenas 25 años, como muchos de ellos. Sin embargo, hay quienes quieren distorsionar todo eso, precisamente para destruir la patria.
Eso mismo es lo que dice Sócrates: debemos cuidar quién pronuncia el panegírico, quién toma la palabra en nombre de todos. Y ese orador —sostiene Sócrates— tiene que conocer la historia de la patria.
Hace poco, en un curso de doctorado, hay una persona que quería hablar de historia dominicana. Pero ¿desde qué perspectiva? Desde la visión de ciertos grupos llamados “progresistas”, los del abecedario, como se suele decir. Esa persona no conoce nada de historia. Repite un guión que ha sido construido para atacar constantemente a la República Dominicana.
¿Cómo puede alguien que no conoce la historia hablar con autoridad? ¿Cómo puede referirse, por ejemplo, a casos como el del joven dominicano torturado por los norteamericanos, Cayo Baez, en 1916 —caso que Andrés Avelino recoge en un poema—? ¿Cómo va a hablar de Pedro Mesón, torturado durante la dictadura de Trujillo? ¿Cómo puede alguien que ignora estos hechos elaborar un discurso que realmente rinda honor a la patria y contribuya a resarcir su memoria?
Eso es precisamente lo que Sócrates está diciendo, y lo hace a través del discurso que reproduce de Aspasia. Algunos sostienen que ese discurso es irónico. Yo disiento de esa postura. Si se le presta atención —y habría que consultar también a quienes manejan el griego y las traducciones—, se percibe claramente que el discurso de Aspasia tiene una intensidad y una carga emocional muy elevada. Es un discurso solemne, cargado de energía y de emoción cuando habla de la patria y de los que murieron por ella. Aspasia va citando personajes y resaltando el valor de sus sacrificios.
No creo que se trate de una ironía. Algunos se enfocan en la vida personal de Aspasia, y ahí cito un texto —recomendado por un amigo a quien estimo mucho, que por discreción no mencionaré, aunque es el director de la escuela— donde se cuestiona la vida de Aspasia, incluso llegando a sindicarla como prostituta. Pero ese juicio no se sostiene históricamente. Dice Gilles Ménage que “Aspasia era una mujer intelectual, con dominio de la oratoria, que fue hecha prisionera de guerra. El gran Pericles se casó con ella, y además de ser su esposa, Aspasia fue también su maestra, así como lo fue de Sócrates”.
A la luz de esto, y atendiendo a lo que Sócrates dice en el diálogo, Aspasia es presentada como una figura respetable. En todo el texto, no aparece una ironía marcada. Al menos, yo no la percibo. La revisé con detenimiento cuando discutía el tema con el maestro Silverio. Mientras él iba a la cocina, yo me senté y tomé el libro de nuevo, buscando cuidadosamente alguna evidencia de burla o doble sentido, y no la encontré. Incluso revisé el epílogo, donde Sócrates termina con una leve sorna, pero la única ironía está en que le dice a Menéxeno: “No le digas a nadie lo que te he dicho”.
Eso se entiende porque, en el contexto, se supone que una mujer no podía hablar públicamente. Sin embargo, Sócrates justifica y dignifica la figura de la mujer al presentar a Aspasia como modelo de sabiduría. Menéxeno, en resumen, cuestiona: “¿Tú crees que ella pueda decir algo así?”. Y Sócrates responde: “Ah, pero tú no querías escucharlo porque se trata de una mujer. Ve a verla para que te convenzas. Tú hablas, pero no vas, no te acercas”. Y Menéxeno termina diciendo: “No, no quiero ir. Me basta con lo que tú me dices”. Sócrates le responde: “Si ella dice algo más, yo te lo contaré”.
Ese intercambio deja ver que el Menéxeno no es una burla contra Aspasia, como algunos han querido interpretar —a diferencia de lo que ocurre en otros diálogos donde sí hay un uso más evidente de la ironía—. Por otro lado, Sócrates plantea con claridad que la finalidad del Estado al buscar un orador es perpetuar la memoria de los héroes. Y ahí debemos tener cuidado, porque trato de recoger ideas dispersas.
En la película 300, hay una escena en la que Leónidas, herido, conversa con uno de sus hombres. Este, con los ojos vendados, le dice: “Nos van a matar, son demasiados”. Leónidas responde: “Mejor aún, porque si morimos por la patria, ten la seguridad de que nuestra muerte será un elemento nuclear para la unidad de toda Grecia”.
Más adelante, el historiador ruso Manfred —en su obra Historia Universal, tomo I— plantea que la muerte de Leónidas fue esencial para unificar a toda Grecia. Sócrates dice que quien va a pronunciar un discurso sobre un héroe debe procurar que la imagen del héroe quede impoluta. Por eso, en educación también debemos tener cuidado con esa supuesta sinceridad absoluta, con ese deseo de “decir toda la verdad”, porque no todo se dice. La educación —sobre todo la educación patriótica— es también un acto ideológico.
Un autor dominicano, Jacobo Moquete, en su Historia de la pedagogía, sostenía —lo leí en 1992— que educar es la acción del Estado para preparar sujetos que respondan a sus intereses. Si confundimos esto con una pretendida neutralidad, corremos un grave riesgo. Y más en un momento como el que vive hoy la nación dominicana. No podemos caer en el error de promover una neutralidad que destruye los fundamentos de la patria.
Cito aquí una frase que muchos atribuyen a Jesús y que algunos consideran una falacia del tipo “falso dilema”: “El que no está conmigo, está contra mí”. En temas de patria ocurre algo parecido: si no educamos a nuestros ciudadanos en función de los intereses nacionales, estamos educando contra la nación.
Sócrates insiste: no podemos equivocarnos. Incluso, va más lejos en el discurso que reproduce de Aspasia. Dice —por boca de ella— que el Estado debe ser respetuoso y estar comprometido con honrar la memoria de sus héroes. ¿Cómo lo hará? Pues honrando a sus hijos. Dice que el Estado debe ser padre para los hijos del héroe, esposo para la viuda, hijo para la madre.
Esto implica una responsabilidad real del Estado: no se trata solo de construir monumentos, de escribir apologías o pronunciar discursos. Se trata de proteger y responder con acciones concretas a la memoria de quienes murieron por la patria, y que dejaron a sus familias desamparadas. El Estado debe hacerse cargo de eso.
En el epitafio de los héroes de guerra, Sócrates afirma que la exageración no tiene cabida. Lo que se describe en ese contexto debe corresponderse con los hechos reales. Es el mismo caso que cité anteriormente: la comparación entre el panegírico de Balaguer y el discurso de Trujillo. Quien lo escucha con atención se da cuenta de que lo que ahí se describe no es la verdad. Esa es justamente la crítica que hace Sócrates.
En cambio, en la oratoria de Doña Manuela —con toda la simbología del Cristo crucificado, del que muere por la patria—, cuando se levanta y se dirige al pueblo, dice: “Ustedes saben bien que ese que murió, mi hijo, murió por ustedes, el pueblo que pasa hambre”. Y ahí apela directamente a la memoria.
Como dije anteriormente, Sócrates invierte la lógica tradicional del panegírico. A él no le importan los vivos; le importan los muertos. Especialmente los muertos de guerra, porque son ellos quienes representan la patria. El discurso fúnebre, el panegírico, el epitafio —como quiera llamársele, según el uso que se le dé— tiene como función construir una figura impoluta del héroe. Y es ahí donde reside su trascendencia: el héroe trasciende en el momento mismo de su muerte por la patria.
Pienso en la muerte de Salvador Allende. Pablo Milanés, en una de sus canciones, narra cómo, en el momento de la soledad, estallan los disparos, las piedras saltan, y él emerge perfecto, transfigurado por la muerte. Es ahí donde se produce la transición entre la vida y la eternidad del héroe: su nombre queda perpetuado en la memoria de los pueblos.
Por eso los regímenes de facto se encargan de ensuciar, desfigurar o desaparecer la memoria de los héroes. ¿Con qué propósito? Para que no quede rastro, ni imagen, ni símbolo. En El Padrino, de Mario Puzo —tanto en la película como en el libro, que prefiero—, hay una escena elocuente. Don Corleone lleva el cuerpo de su hijo Sonny al señor Bonasera y le dice: “Míralo cómo ha quedado, su madre no puede reconocerlo. Así no es mi hijo”. Y entonces le encarga que haga bien su trabajo. Dice el narrador que el hombre hizo un trabajo perfecto, restaurando el rostro de su hijo.
Traigo esto a colación porque, cuando un héroe muere, su cuerpo debe ser tratado con dignidad. Lo vemos también en La Ilíada, cuando Héctor muere a manos de Aquiles. Este arrastra su cuerpo durante toda una noche. Pero una diosa —Atenea— interviene y cubre el cuerpo para que no se desfigure la imagen del héroe. Ahí aparece nuevamente el papel de la mujer en la antigüedad: como guardiana de la honra del que muere por su pueblo.
Los regímenes de facto, repito, se encargan de destruir físicamente la imagen del héroe para borrar su memoria. En un documental sobre la muerte del Che Guevara, se muestra cómo la policía expone su cuerpo sin camisa, sin zapatos, todo baleado, como si fuera un bandido. Incluso hacen pasar a la prensa y a los campesinos para ver su osamenta. Se repite el gesto de Aquiles: mostrar el cadáver, degradar el cuerpo, impedir que haya un referente.
Lo mismo ocurrió con Amaury Germán Aristy. Uno de mis estudiantes, en una investigación, entrevistó a Doña Manuela, su madre, y ella afirmó: “Todos esos muchachos quedaron cercenados. El que menos mal quedó fue Amaury, pero a todos les arrancaron la cabeza, los despedazaron”.
También está el caso de Francisco Alberto Caamaño. Hasta el día de hoy no sabemos dónde está el cuerpo de Caamaño. ¿Por qué se hizo todo eso? Para que no quede referente alguno en la sociedad.
Y es ahí donde entra Sócrates. Por eso, insisto, no creo que el discurso del Menéxeno sea una ironía. Cuando Aspasia habla, se dirige también a los vivos y les dice: “No hacemos nada con llorar. Tenemos que hacerle frente a los males”. El papel de los vivos, en resumen, es perpetuar la memoria de sus grandes héroes y llevar una vida digna, a la altura de ellos.
Esa reflexión me toca personalmente, porque mi tema de tesis de grado fue justamente sobre la muerte. El ciudadano es un producto de la sociedad, y su muerte no puede desvincularse del sentido colectivo que lo constituye.
Y aquí, entonces, dice Aspasia —voy a replicar brevemente, ya para ir culminando—: el Estado ha suscitado para sus hijos el nacimiento del aceite, auxilio contra las fatigas. Y, después de haberlos criado —hablando de la responsabilidad del Estado—, de haberlos hecho crecer hasta la juventud, los ha introducido en la vida cívica, designando como sus gobernantes, educadores y guías a los dioses, cuyos nombres —que ya conocemos— conviene omitir en una ocasión como esta. Ellos han organizado nuestra vida de cara a la existencia cotidiana, al habernos educado primero en las artes y habernos enseñado la adquisición y el manejo de las armas para defender nuestro país.
¿Qué hacemos nosotros cuando educamos en historia a nuestros hijos? Les damos armas simbólicas para defender su país. Pero, ¿cuáles son los referentes? ¿Dónde están? Por eso vemos hoy figuras públicas sin pudor, sin sentido moral, porque no hay un referente ético en su formación. No es que esté mal que hagan lo que hacen, sino que lo hacen sin conciencia de pertenencia.
Tenemos que volver a nuestros héroes y entender la importancia de elevar —como dice Sócrates— un discurso verdadero, que se corresponda con la figura del héroe.
Recuerdo que, en el Instituto Duartiano, en una ocasión, un grupo comenzó a burlarse de la figura de Duarte. Comenzaron a distorsionar su imagen, incluso saliendo en cómics. ¡No! No podemos jugar con eso. Si lo permitimos, estamos sentando un precedente nefasto para las generaciones que vienen.
Y con esto concluyo. Ramón Leonardo, en su canción sobre Caamaño, dice: “Creyeron que estabas muerto, y estás demasiado vivo”. Y Manuel del Cabral, en su poema El muchacho de la farmacia, escribe: “El idioma llegó hablando en inglés, mataron al muchacho”. Y al final añade: “Hay muertos cuya memoria sube más mientras su ataúd desciende”.
Eso quiere decir que, mientras más pasa el tiempo, más fuerte es nuestra responsabilidad de validar el carácter heroico de quienes dieron su vida por nosotros. Eso es lo que está en juego en el discurso de Sócrates. Y al final, en el epílogo del diálogo, cuando se despide, resarce la figura de la mujer, y le dice a Menéxeno: “¿Ah, porque es una mujer tú no quieres ir a verla? ¿No te diste cuenta de todo lo que dijo?”.
Esa es mi base para afirmar, coincidiendo con Emmanuel Kant, que el Menéxeno no es una parodia, sino un discurso profundamente serio, especialmente por el tema de la patria. Es cuanto.
Respuestas
Dr. José Flete
En primer lugar, con relación al señor director de la Escuela de Filosofía, maestro Eulogio Silverio, fue simplemente una nota introductoria. Pero, eh… el tema que se está discutiendo aquí, donde él hizo la aclaración, fue con relación a la seriedad del texto, que fue la parte que él señalaba, ¿no? Y aclaro esto, ¿verdad?, porque parece que no fue que él condenó a la mujer. Quizás, por el tema de la conversación, se interpretó así, pero no: fue con relación a la seriedad del texto.
Con relación a la maestra Lusitania Martínez, hay un tema que yo… con relación a la mujer y a la época, me remito a la parte histórica. O sea, si nosotros nos salimos del contexto histórico, no podremos ver la dimensión del problema. Me explico, y esto lo digo a propósito de lo que mencionaba el maestro Martín Astacio: recomiendo un canal español que se llama Academia Play, donde hay un documental titulado Horrores de la Antigüedad. En la antigüedad, por ejemplo, el esclavo era considerado una “cosa parlante”, y si el amo quería matarlo, lo hacía sin consecuencia alguna. No había ningún problema.
Entonces, cuando analizamos ese contexto y nos vamos, por ejemplo, a la visión del apóstol Pablo, cuando él dice que “en Cristo no hay esclavo ni libre”, eso representa un tema revolucionario si vemos ese discurso en función del contexto. Es decir, se está presentando evidencia de un humanismo emergente que ya se empezaba a manifestar. Por esa razón, incluso a Sócrates se le considera uno de los precursores del humanismo, porque comenzó a hablar de la capacidad del esclavo de pensar, como también lo hicieron los sofistas.
Ahora bien, cuando nos enfocamos en la historia, en la antigüedad, y observamos cuál era el papel de la mujer en ese tiempo, nos topamos con textos donde la mujer desempeña un rol detallado y relevante, como en el caso de la Ilíada o la Odisea. ¿Cuál era el papel que desempeñaba la mujer en la antigüedad? ¿Quiénes eran las que lideraban las batallas? O en el caso, por ejemplo, de la misma Biblia, donde se menciona a cinco hermanas que cambiaron toda una ley. Su padre no dejó heredero varón, y ellas fueron donde Moisés y le dijeron: “No estamos de acuerdo con eso”, y la ley fue cambiada por ellas.
O sea, si lo vemos fuera de ese contexto, no parecería gran cosa. Pero si lo vemos dentro del contexto de la antigüedad, entendemos el valor de ese papel que la mujer desempeñaba. Entonces, comprendemos mejor cuando Sócrates presenta a Aspasia como referente, y la pone como alguien que eleva un discurso. Un discurso que él no contradice. Porque si leemos el diálogo del Menéxeno, Sócrates no refuta ese discurso ni se burla de él, sino que simplemente confronta a Menéxeno. No contradice el discurso de Aspasia.
Con relación a este tema, quiero replicar respetuosamente a la maestra Lusitania: creo que tenemos que ver el papel de la mujer dentro del contexto de la antigüedad. Si nos salimos de ese contexto, vamos a caer en lo que se conoce como una falacia atemporal. ¿Por qué? Porque estamos juzgando un tema del pasado en función de parámetros del presente. Y, permítanme decirlo, este es el único tema —el de género— en el que se nos exige no salirnos de la época. En los demás temas —antropología, filosofía— solemos salirnos sin problema.
Bueno, pero el tema aquí, maestra, es que estamos hablando de historia. Ahora bien, ¿que haya quienes se salgan de esa línea? Bueno, puede ser. Pero lo que yo estoy argumentando es el valor del contexto histórico.
En cuanto al maestro Martin Astacio Frías, miren: aunque estamos tratando el tema ético-moral, debemos atender también a la esencia del discurso. O sea, no podemos salirnos —repito— del contexto que se está tratando. El discurso no se debe analizar en función de lo que pudo ser, sino de lo que Sócrates está reflejando en ese momento.
Quiero citar dos frases, con relación al discurso, porque se ha dicho que no trata el tema de los muertos, pero no se trata de lo que yo deseo, sino de qué plantea Sócrates en el Menéxeno. Y es precisamente el tema de los héroes, el tema de los muertos. Sócrates invierte el valor que se le da a los vivos, en función del Estado, de la patria, o de la mayoría. Precisamente, cuando se menciona —como bien señala el maestro Astasio— el tema de Esparta y otros pueblos, lo que Sócrates está haciendo es señalar la relevancia del pueblo, en comparación con otros. Y es ahí donde quiero hacer un inciso, sin salirme del tema.
Sin salirme del tema, lo que quiero resaltar es que, cuando se trata de validar un derecho —como en el caso de la migración—, alguien puede decir: “es un derecho de la persona mejorar”. Y sí, eso es verdad. Pero yo no puedo aceptar a una persona en perjuicio de los que están en casa. Eso no es justo.
Yo vi, por cierto, la entrevista tanto del maestro Arvelo como del maestro Eulogio. Y aunque no quiero caer en una falacia ad verecundiam, lo cierto es que hay algo que se debe resaltar: no se puede, en nombre del buenismo, perjudicar a los de la casa. Eso es precisamente lo que Sócrates está planteando: que no se puede traicionar a los nuestros en nombre de una bondad mal entendida.
Lo que Sócrates pone en relieve en el Menéxeno es la importancia de la construcción de la reputación del héroe que muere por la patria. Incluso, señala la importancia de aquel que muere por la patria aún en contra de la patria.
Me fui inmediatamente a la lectura de un poema de Peña Gómez, titulado Lloran las viejas campanas de los templos coloniales, donde él dice: “Y aquellos que también murieron, que recibieron orden de recibir y dar muerte.” Son personas que, de alguna manera, contribuyen a la patria, aunque hoy algunos quieran sacarlos de la historia dominicana. Sí, tal vez en algún momento abogaron por algo polémico, pero también cumplieron un papel histórico. No podemos borrar eso. Esa persona tiene una cota imposible de olvidar.
Entonces, lo que se está manejando en el Menéxeno no es simplemente una discusión ética, sino una exaltación del héroe, de su reputación y del deber de la patria hacia quien la defendió. Y quiero citar aquí, en respuesta al maestro Astacio, cuando Sócrates dice en el discurso de Aspasia:
«Una prueba importante de mi argumento de que esta tierra engendró a nuestros antepasados y a estos hombres, es que todo ser vivo procreador tiene el alimento apropiado para su cría.»
¿Qué quiere decir eso? Que si hoy estamos aquí sentados, discutiendo estos temas, es gracias a ellos. No voy a refutar eso, porque eso no se devuelve. Me tiró una que no se devuelve. Me estudió ahí, no puedo hablar. Pero quiero traer a colación un ejemplo histórico: cuando la primera universidad de América fue cerrada por el invasor. ¿Dónde estaríamos si esos héroes no hubiesen ofrendado su vida? No estaríamos aquí. Incluso, tenemos casos recientes de personas de otras nacionalidades —no diré nombres— que se han atrevido a exigir que se dé clase en creole haitiano, no en español. Eso también forma parte de esta discusión.
Entonces, insisto: no estamos hablando solo de ética, sino de la responsabilidad del Estado con el héroe que murió. ¿Qué busca rescatar Sócrates? El valor del héroe. ¿Qué vamos a hacer con nuestros héroes hoy en día?
Tenemos buena vida, tenemos carros, vivimos bien. Pero —apelando a un argumento ad indignationem—, ¿y los profesores que nos dieron clase? Muchos andaban a pie, pagando pasajes. Hoy vivimos bien gracias a ellos. Y Sócrates lo dice: el Estado tiene una deuda con esas personas, los precursores de nuestro bienestar.
Y lo vemos en el texto: cuando se habla de los muertos, se distingue claramente quién es realmente madre de quien no lo es. Dice Sócrates que la madre verdadera lleva consigo las fuentes de alimento para su cría. ¿Quién es esa cría hoy? El ciudadano actual.
Por eso se llama a la universidad alma mater, madre nutricia. ¿Quiénes crearon ese perfil? Los padres. Y eso es lo que Sócrates está hablando: de la herencia, de la transmisión de valores y de sacrificio.
Y vuelvo al ejemplo de la batalla contra los persas. ¿Qué busca Sócrates con ese discurso? Elevar la moral de los ciudadanos. Me voy otra vez a la historia. No puedo evitarlo. Cuando Caamaño sale junto con Montes Arache de la oficina de William T. Bennett, que los estaba recibiendo, él les dice: “Este no es momento de rendirse, ni de negociar.” Caamaño se devuelve y dice: “Esta batalla va a seguir, suceda lo que suceda.”
Cuando llegaron al puente Duarte, los combatientes estaban retrocediendo. Pero al llegar esos hombres, la moral del pueblo se levantó. Creo, maestra Lusitania —perdón, la profesora Lusitania—, que usted participó en ese documental. Ahí se ve cómo la presencia de esos hombres elevó la moral de los combatientes, a tal punto que hizo retroceder a las tropas del CEFA.
Entonces, quiero señalar algo: eso no fue por fuerza militar. Fue por un tema moral, emotivo. Sócrates está apelando a la emoción del ciudadano, al amor por la patria. Eso es lo importante. No fue todo el pueblo el que luchó. Fue un pequeño grupo de hombres entrenados que logró hacer retroceder a un ejército. En el documental de René Fortunato, se replica el discurso de Caamaño:
«No pudimos vencer, pero tampoco fuimos vencidos. Al pueblo devolvemos lo que el pueblo me entregó.»
¿Qué significa eso? Que un grupito de hombres, una cuadrilla, logró hacer poner en retirada a uno de los ejércitos —para no exagerar— más grandes del mundo en ese momento. Combatieron contra más de 42,000 marines, sin contar con las tropas del CEFA ni con los soldados de la OEA.
¿Y qué quiere decir eso? Que estamos hablando de dignidad, que es lo que Sócrates está reflejando en el texto. Por eso habla de la batalla de los 300, cuando un grupo de hombres enfrentó al ejército más poderoso del mundo en ese momento: el ejército persa.
Sócrates, con ese discurso, no solo busca elevar la moral del ciudadano, sino que deja claro que, en momentos de guerra, no podemos caer en sentimentalismos ni en falsa sinceridad. Por eso, los “hombres ranas” tenían la estrategia de aparecer en distintos puntos. No todos eran hombres ranas, pero hicieron creer que lo eran. Levantaron la moral del pueblo, crearon una leyenda.
Al punto tal que, cuando los hombres rana se aparecían en una manifestación, la moral de la ciudadanía se levantaba. Porque en ese momento era necesario mantener en alto la moral del pueblo. No podíamos jugar con eso. Y es precisamente lo que Sócrates está diciendo aquí: el discurso ético es una responsabilidad del Estado, que debe perpetuar —para bien— la memoria de sus ciudadanos.
Si nos equivocamos —dice Sócrates—, si dejamos caer la imagen del ciudadano, estamos perdidos. Por esa razón, todos esos grupos y similares están actuando con un propósito claro:
¿Qué están haciendo? Están ensuciando la imagen de los patriotas. Se han encargado de construir una narrativa que busca desmentir la impoluta figura de nuestros héroes. ¿Con qué fin? Con el fin de que no haya referentes morales. Entonces uno dice: no, no, no es momento de venir aquí a improvisar. No podemos equivocarnos: tenemos que respetar a nuestros héroes. Sócrates sabía perfectamente que si no existía un referente, si no pervivía la imagen de los héroes, lamentablemente, fracasábamos.
Insisto: pueden leerlo en el texto de Gredos, está en la página 171, párrafo 38a, y también en el Menón, en la página 169, sección 237, con relación a los muertos.
Con relación al maestro Diógenes: creo que ya respondí por qué es importante la patria, qué representan los padres de la patria, y por qué debemos reverenciarlos, por qué debemos homenajearlos. Si no tenemos esa figura, ¿qué vamos a presentar? ¿Con qué los vamos a comparar?
Ah, bueno, gracias a Dios. Sí, discúlpeme, tiene razón: se puede comparar, pero para resarcir la reputación de uno de los dos. Y depende. Y ahí entra, hermano Diógenes, la parte funcional del discurso. ¿Qué busco al compararlos? Porque si el discurso pone en riesgo el bienestar de la sociedad actual, yo no lo comparo. Me quedo con el pasado. Pero si el discurso va a servir —y aquí entra el himno de la Revolución de Abril, que escribió Aníbal de Peña—, ¿qué es lo que hace ese himno?
Presenta como ejemplo a las principales figuras. Dice: «No, no, ya fulano inició la marcha, ahora nos toca a nosotros seguir.» Entonces, creo que sí se puede, dependiendo de la función que cumpla ese discurso: ¿a quién beneficia? ¿Cuál es su finalidad?
Quiero, con relación al profesor Ramón, que mencionó el vínculo entre la muerte y las culturas dominantes, responder también al maestro Marcos. Existe un autor católico llamado Scott Hahn, autor del texto La sociedad primera, donde plantea que el primer contacto que tiene el individuo con la sociedad es a través de la familia.
En ese sentido, quiero decirle al profesor Ramón que debemos cuidar la sociedad a través de la educación. Y aquí rescato lo que dijo Jacobo Moquete en el texto Introducción a la pedagogía. ¿Por qué? Porque si nos descuidamos como sociedad y permitimos que culturas externas —que no conocen nuestra historia— vengan a educarnos, terminamos perdiendo nuestros referentes.
Esas culturas vienen a decirnos que somos atrasados, que somos racistas porque nos oponemos a sus valores. Pero esas personas ni siquiera conocen, por ejemplo, el degüello de Moca. No saben que incluso en Santiago se intentó levantar una estatua en su honor y que los niños se opusieron: «¡No, aquí no!» La gente lo vio como algo atrasado. Pero no, no lo es. Es un referente.
Una estatua que muchos ven como decorativa es, en realidad, peligrosa —peligrosa en el sentido de que representa un valor—. Por eso, la teología judeocristiana prohibía los íconos.
Profesor Martín, yo sé que usted conoce bien ese tema. ¿Por qué se prohibían los íconos? Porque funcionaban como referentes morales para una sociedad en formación, una sociedad que está emergiendo.
Y ya, para concluir, con relación al maestro Marcos —y al señor decano, a quien saludo y me disculpo por no haber mencionado antes—, el señor decano Gerardo Roa… él habló sobre el tema de la muerte, y en este caso, del suicidio. Cuando la maestra Lusitania citó ese tema, y él lo retomó con relación a Jesús, vemos cómo la sociedad vuelve a estar presente. Insisto: ¿por qué?
Porque las autoridades fariseas quisieron eliminar la figura de Jesús no tanto por razones religiosas, sino porque sabían que se estaba convirtiendo en un ícono que amenazaba su poder. Por eso dijeron: «Díganle al pueblo que sus discípulos lo secuestraron.»
Y si miramos más atrás, cuando mueren Saúl y su hijo Jonatán, ¿qué hicieron los filisteos con el cuerpo de Saúl? Dice el texto que le arrancaron la cabeza, la desprendieron y la clavaron en una lanza como escarmiento, para que todos la vieran. ¿Por qué?
Porque hay que matar al referente, hay que eliminar al referente social. Y es a eso, insisto, maestro Astacio, a lo que Sócrates se está refiriendo en este punto. Lo que Sócrates está resaltando es el papel de la patria. La patria, en este momento —y qué bueno que usted lo haya mencionado, en el contexto de la batalla de Esparta y de Pericles—, cumple una función crucial. Es un momento en que la sociedad tiene que reconfigurarse, reinventarse. Y eso es justamente lo que está pasando, por ejemplo, con nuestra universidad.
Y con eso concluyo. Quisiera recomendarles que vean la película Más allá de la muerte, protagonizada por este muchacho que, por cierto, se suicidó: Robin Williams. La película aborda el tema del suicidio y plantea qué implica el suicidio para la persona, qué representa. En la película se sugiere que puede ser un acto de valentía. Es un tema que merece un estudio aparte, porque es bastante denso.
Perdón, un momento. Con relación a la religión y la muerte, se dice que la religión viene siendo fundamental para enfrentar la muerte. La muerte es un elemento esencial para la religión. Porque tan pronto el fenómeno de la muerte desaparece, la religión pierde su sentido.