Pareciera que, cada vez que hubiera que referirse a algún tema, el hablador o escritor debiera mirar hacia atrás, hacia la inmarcesible Grecia, para desde allá intentar arrojar alguna luz acerca de lo tratado. Es el caso de esa sombra roja y triste que ha recorrido los últimos siglos, con especial encono desde la Edad Media, y que suele llamarse nacionalismo.

La historiadora inglesa Frances Yates, en su sugerente obra El arte de la memoria (2005) recuerda que, como solía ser habitual en la antigua Grecia, durante un banquete que se ofrecía a un noble tesalio, el poeta Simónides de Ceos (556 – 468 a. C) compuso un poema en el cual, además de las bondades y liberalidad de su anfitrión, incluía una alabanza a los dioses gemelos Cástor y Pólux. Contrariado, el noble anfitrión, de nombre Scopas, pagó sólo la mitad de la suma acordada al poeta, encargándole que solicitara el resto del estipendio a los Dioscuros. Más tarde, todavía durante el banquete, Simónides recibió un mensaje avisándole de dos jóvenes que lo requerían afuera de la mansión. El poeta salió y no encontró a nadie. Pero, durante su ausencia, el techo de la sala de banquetes del noble Scopas se desplomó y mató al dueño, a los criados y a los invitados. Como quedaran irreconocibles, los familiares de los muertos no sabían quién era quién. Su identificación fue posible merced a que Simónides recordaba los lugares de la mesa en donde habían estado sentados. Esta ominosa coincidencia reveló al poeta que una cuidadosa disposición resultaba indispensable para una buena memoria. Dicho descubrimiento lo habría de catapultar al sitial de padre del “arte de la memoria”. (Yates, 2005). Asimismo, Simónides sería el autor de la distinción mnemotécnica entre “lugares de memoria” e “imágenes”. Los primeros serían los espacios en donde pueden organizarse, por asociación, los objetos de la memoria; las segundas, los trazos, los símbolos que facilitan el recuerdo de estos. (Le Goff, 1982: 149).

Las fuentes textuales con las que se cuenta acerca del arte de la memoria provienen de Roma: De oratoria, de Marco Tulio Cicerón, Retórica ad Herennium, de autor desconocido y Las instituciones oratorias, de Marco Fabio Quintiliano. La memoria, entonces, formaba parte de las facultades de la Retórica clásica y como tal se enseñaba, junto a la invención, disposición, elocución y acción. Como un elemento más de la retórica y como conjunto de reglas y preceptos para su perfeccionamiento, la memoria atravesó la tradición occidental.

Por otro lado, y como parte de la retórica y de procesos relacionados con la escritura, resulta lógico que la memoria haya sido, a través de las épocas, objeto de disputa entre las clases dominantes. En la Roma de los emperadores, por ejemplo, el delirio epigráfico de los mismos, reflejado en la erección de monumentos públicos y en sus respectivas inscripciones, encuentra su contraparte en el senado, muchas veces objeto de humillación, persecución y muerte por parte de aquellos tiranos, y que, como respuesta, creó la llamada damnatio memoriae, que borraba el nombre del emperador del archivo y de las inscripciones monumentales, en un intento de condenarlos al olvido (Le Goff, 1982: 149)

Más adelante, el dominio del cristianismo creó, por fuerza, un monopolio ideológico y espiritual durante la Edad Media, y ese dominio se tradujo en una apropiación casi exclusiva de la retórica y de la memoria.

Con la llegada de las ciencias sociales acordaríamos que, en cualquiera de los casos, la reconstrucción del pasado posee mucho de labor social. Coexisten, en efecto, dos maneras posibles para el recuerdo. Una en que los grupos sociales proveen los recursos, los instrumentos, los materiales, artefactos y discursos con los cuales delinear la memoria y otra en donde lo significativo de la vida también se inscribe en la sociedad. A esta última operación suele llamársela marcos sociales. De esa manera construimos la memoria y los recuerdos. El lenguaje, por otro lado, se ocupa de su mantenimiento y comunicación a través de discursos y narrativas.

Los recuerdos dan sentido al pasado y ese sentido lo confiere el grupo o la comunicad a la que pertenecemos. De forma tal que esa evocación colectiva, esa conmemoración de hechos que pueden ser anteriores a la experiencia de individuos particulares se conoce como recuerdo social, y es colectivo. No recordamos solos, sino auxiliados de los recuerdos de los demás. Suele suceder, incluso, que recuerdos que uno cree propios, hayan sido tomados de otros. Paul Ricoeur afirmaba que: “nuestros recuerdos se encuentran inscritos en relatos colectivos que, a su vez, son reforzados mediante conmemoraciones y celebraciones públicas de acontecimientos destacados” (Ricoeur, 1999a, p. 17).

Para que esas experiencias se comuniquen y no desaparezcan, además de poder localizarlas, resulta necesario que se contengan en algún recipiente. Los marcos sociales son ese recipiente, y sin ellos se dificulta el acceso a los recuerdos y se entorpece la reconstrucción de la memoria colectiva.

La idea de esos marcos la debemos al psicólogo y sociólogo francés Maurice Halbwachs. Halbwachs, en su libro Los marcos sociales de la memoria, desarrolla la idea de que la memoria es un fenómeno social. Sostiene que los recuerdos individuales están mediados por los grupos sociales a los que pertenecemos, como la familia, la religión, la clase social y la comunidad en general. Para recordar, las personas necesitan referencias compartidas con su entorno. Los «marcos sociales de la memoria» son estructuras colectivas que organizan y condicionan la forma en que recordamos los eventos. Aunque el individuo experimenta recuerdos personales, estos están influenciados y reconstruidos dentro de un marco social. La memoria colectiva, en cambio, es aquella que se mantiene en el grupo a lo largo del tiempo y da sentido a la identidad colectiva. Los recuerdos cambian a medida que la sociedad evoluciona. No permanecen fijos, sino que se reconfiguran en función de nuevas circunstancias y perspectivas. También diferencia Halbwachs entre memoria e historia. La memoria colectiva es vivida y dinámica, mientras que la historia es una reconstrucción del pasado basada en documentos y registros.

En la relación entre memoria e historia hunde sus raíces la identidad nacional. Federico García Godoy se abocó, durante toda su vida, a bosquejar, a través de ellas la idea de la dominicanidad. Así, desde los diversos periódicos en los que trabajó, hasta los libros que dio a la imprenta, García Godoy trabajó bajo el albur de las mismas ideas: luchar contra los caudillismos e intervencionismos de varia índole que padeció la naciente nación dominicana, además de la propaganda y educación del pueblo en los ideales democráticos de los trinitarios, base sobre la cual se asentaría la identidad dominicana. Periódicos y revistas, tanto del país como del extranjero, publicaron su labor pedagógica que abarcó más de cuatro décadas de trabajo incansable. El intelectual vegano escribió artículos, dio conferencias, publicó novelas y buscó que el dominicano entendiera que el camino por el que iba la República de entonces la llevaría a la pérdida irremediable de su soberanía. Impulsado por el positivismo y el arielismo, García Godoy profesa un furibundo antiimperialismo y, al mismo tiempo, una conciencia de que la República Dominicana debía inspirarse en el pensamiento de Juan Pablo Duarte, si quería afianzar las ideas liberales y democráticas. (Fornerín, 18-19).

Del lado de la ficción, importa recordar que antes de la publicación de Rufinito (1908), la literatura dominicana conocía una sola obra de tema histórico: Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, publicada en 1879-1882, como una «leyenda indígena». La propia novela anunciaba su discordancia con la historia tal como la definían los historiadores de la época, de dogma positivista, quienes defendían como imprescindibles las pruebas documentales. Si seguimos de cerca este planteamiento, Federico García Godoy sería el fundador de la novela histórica dominicana. Inspirado, sin duda, en los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós, García Godoy concibe no una novela, sino toda una trilogía, compuesta por la citada Rufinito, Alma dominicana (1911) y Guanuma (1914). En ellas, como en las novelas de Pérez Galdós, el escenario histórico es real. En el caso de García Godoy la información historiográfica, según el reputado crítico Miguel Ángel Fornerín, proviene, principalmente, de los historiadores José Gabriel García (Compendio de la historia de Santo Domingo) y José de la Gándara (Anexión y guerra de Santo Domingo). Empero, y siguiendo la estela del novelista español, sus protagonistas son personajes ficticios: Rufinito, protagonista de la novela que lleva su nombre, Perico Antúnez, en Alma dominicana y Fonso López, en Guanuma, aunque, más que personajes, sean vehículos para promocionar las ideas nacionales. Además, dichos personajes simbolizan de alguna manera la gesta colectiva, la entrega y heroicidad del pueblo dominicano que hace suya la idea nacional.

En el primer texto, Rufinito, el autor relata los acontecimientos que colocan a Juan Pablo Duarte en el Cibao, la campaña de Ramón Matías Mella por la candidatura del líder trinitario a la presidencia de la República contra el poder de los hateros. Aparece la lucha entre hateros, representados por Pedro Santana, y la pequeña burguesía, base de sustentación de los trinitarios. La ciudad de La Vega se configura como espacio narrativo. Allí los trinitarios suman mayoría, puesto que el Cibao es tierra de pequeños comerciantes y apoya el nacionalismo y liberalismo opuestos a la dominación haitiana.

En Alma dominicana el espacio narrativo es, otra vez, el Cibao, y Gregorio Luperón, el personaje histórico. Se representa la lucha entre liberales, simbolizados por Luperón, y conservadores, encabezados por Buenaventura Báez. Santiago resalta como el epicentro de estas disputas. En el caso de Guanuma, finalmente, el personaje histórico es Pedro Santana y Santo Domingo, la ciudad que aparece como espacio narrativo. (Fornerín, 19).

Parece haber acuerdo en reconocer a Guanuma como la más lograda de las novelas de la trilogía. El retrato del marqués de las Carreras: héroe de la Independencia, caudillo, presidente, tirano, anexionista, es de alabanza obligada entre los críticos y estudiosos de su obra. Como pocos en nuestro patio, García Godoy ha tenido la suerte de ser uno de nuestros escritores más estudiados y publicados, aunque esto no diga mucho en favor de su lectura.

Melancólico destino el de Federico García Godoy. Su legado, su trabajo tesonero en favor de los mejores intereses nacionales, se yergue monumental y silenciado contra la desmemoria, contra las triunfantes ideas hateras y conservadoras que aún hoy forman la base del poder dominante en la República Dominicana.