Con la venia de la mesa de honor, especialmente del señor director, me permito traer a la memoria de los presentes una vieja anécdota que se atribuye a Pitágoras, pero que también se ha adjudicado a Diógenes Laercio. Trata del momento en que Aristóteles hace pública “La política”. Alejandro Magno, su discípulo de 19 años, se encontraba en ese momento en la India, en sus esfuerzos de conquista.
Sin embargo, el maestro le hizo llegar un ejemplar de “La política”, y el discípulo se lo devolvió con un mensaje en el que le decía que lamentaba mucho que el maestro se hubiera dado la libertad de publicarla, porque, según su juicio, desde entonces los bárbaros, como ellos llamaban —y el propio Aristóteles lo dice así en “La política”—, iban a conocer los secretos del imperio. Pero Aristóteles, a su vez, le contestó diciendo: «Tendrán las palabras, pero les faltará la empiría.»
La “empiría”, que en este caso se traduce como «experiencia», no es propiamente la experiencia como la entendemos desde el siglo XV y XVI en adelante, sino que para los griegos la “empiría” es eso que se aprende mediante el ver y mediante el contacto directo con las cosas. Es decir, si usted es escultor o pintor, como el maestro Silverio y el maestro Muñoz, pueden decirme perfectamente cómo se dibuja una Diana o cómo se esboza una Atenea, pero no basta con que me lo digan y me den las medidas y el tipo de equipamiento necesario; necesito verlos a ellos pintar, necesito verlos extraer de un lienzo plano profundidades y matices de colores.
¿Qué quiero sugerir con esta anécdota? Que, de alguna manera, la lengua materna no es lo mismo que la lengua escrita, la lengua que estudiamos en los libros, en la escuela o en la universidad. La lengua materna, a la vez que nos comunica sonidos y significados, nos transmite esa “empiría”, esa experiencia de la lengua materna que, no por casualidad, se llama así.
Las primeras palabras las aprendemos de nuestra madre, y eso deja una huella profunda en nuestro modo de ser y en nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás, con los cercanos y con los no tan cercanos.
¿Qué quiero sugerir con esto? Algo que es de conocimiento común: como decía el maestro Eulogio Silverio, las palabras no llegan a nosotros envueltas en un halo de neutralidad o de asepsia. Las palabras llegan a nosotros cargadas de valor. Como ha dicho el maestro Silverio, las palabras esconden historias y matices; no son solo monedas que se desplazan de un lado a otro, de la voz al oído, sino que con ellas, especialmente cuando se articulan en forma de lengua, heredamos una interpretación de la realidad.
Esa es la hipótesis que vamos a manejar en los próximos minutos: la lengua no es ingenua, la lengua nos moldea interiormente, nos comunica valores. Por ejemplo, ninguno de nosotros nació sabiendo qué es lo bueno o lo malo, qué es hermoso o feo, pero esas palabras, ese sistema que es la lengua, se orquesta, se estructura en nosotros y nos hace habitantes de un cierto modo de mirar la vida, de mirar a los otros y de mirarnos a nosotros mismos.
¿Qué quiere decir eso? Que la lengua nos determina en buena medida, sí, porque la lengua, de alguna manera, nos hace partícipes de unas estructuras. En ese sentido, la lengua se parece mucho al poder. Nosotros, los dominicanos, cuando hablamos de poder, por lo general pensamos en el poder ejecutivo, pero el poder es algo mucho más complejo.
Por ejemplo, es común la queja de que cuando llega una organización con un programa al Estado, por lo general una cosa es lo que dicen desde fuera y otra lo que hacen cuando llegan.
El señor Hipólito Mejía, de triste recordación, lo dijo en una ocasión cuando se le inquirió acerca de por qué no cumplía con determinados planteamientos programáticos que había hecho, y él lo expresó con una expresión popular dominicana: «Una cosa es con guitarra y otra cosa es con violín.»
Es decir, la lengua, como sistema, es una estructura, al igual que el poder, y nuestro entendimiento lo que hace es insertarse en esa estructura; a eso llamamos educación.
Nosotros nos insertamos en una estructura que nos es ajena, porque ninguno de nosotros ha inventado ninguna forma sintáctica, ni ningún fonema, ninguno de nosotros ha aportado al idioma ninguna palabra.
¿Qué quiere decir eso? ¿Que se puede decir con propiedad que nosotros hablamos español o que más bien es el español el que habla a través de nosotros? Entonces, ¿puede reducirse el pensamiento a la lengua, como plantea, por ejemplo, Wittgenstein en uno de los aforismos del “Tractatus Logico-Philosophicus”, que dice que el límite de nuestro mundo es el límite de nuestro lenguaje.
No necesariamente. Esa misma tesis la repite Benveniste en sus “Problemas de lingüística”, y, bueno, hemos escuchado en el último banquete que también el maestro, excelente pensador y lingüista Bartolo García Molina, se hace eco de ese mismo planteamiento. Parecería que pensamos desde el lenguaje y que el lenguaje también supone (el frontis) la frontera de nuestro pensamiento.
Pero, ¿qué pasa? Que, por suerte, esa no es la única posición. Por ejemplo, Nietzsche plantea en “El viajero y su sombra” que no se puede corregir el estilo porque corregir el estilo es corregir el pensamiento, y el pensamiento no se corrige, se supone. El propio Nietzsche plantea en uno de sus aforismos publicados póstumamente que la gramática es quizás la gran creación, el gran invento de Dios. Pero esa no es, por suerte, la única posibilidad. Chomsky dice al final de su “Lingüística cartesiana”, y me gustaría leerlo si se me permite, profesor, siempre que no me salga del tiempo pautado:
«Quien habla una lengua sabe mucho más de lo que ha aprendido y posiblemente no se pueda explicar su conducta lingüística normal en términos de control de estímulo, condicionamiento, generalización y analogía, esquemas combinatorios y estructuras habituales, o disposiciones para la respuesta en cualquier uso razonablemente claro de estos términos, de los que tanto se ha abusado.»
Es evidente que se está refiriendo a la posición de Skinner en su texto “Conducta verbal”, con quien polemizó. La lengua, por supuesto, es parte de nuestro patrimonio, y no tenemos porqué renunciar a ella; sin embargo, la lengua debe ser un motivo, un punto de partida, una materia prima sobre la cual, una vez que nos hemos esforzado en dominarla, podamos hacer obra propia. Es decir, la lengua es también un excelente motivo para pensar, como creo que es la intención del maestro Silverio al plantear “Pensar en español: apuesta por la identidad dominicana”.
La lengua no es una finalidad en sí misma, sino una pauta, una invitación a pensar, a reflexionar, y me gustaría invitar a otros de esos antiguos amigos nuestros que aún nos ayudan a pensar y repensar los problemas que nos planteamos en el presente.
En este caso, voy a leer dos fragmentos breves del “Cratilo” de Platón. El primero se encuentra en 386d y el segundo está al final, en 440c. En el “Cratilo”, Platón expone que las cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni dependencia de nosotros, ni se dejan arrastrar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí mismas, conforme a su propia naturaleza. Entonces, no es cualquier palabra, ni es la etimología la que responde a la realidad, como se defiende en el diálogo “Cratilo”, sino que la lengua es la que responde a esa esencia propia y consistente que tienen las cosas.
Al final del mismo texto, cuando Sócrates habla con Crátilo, dice: “Pero puede que tampoco sea propio de un hombre sensato encomendarse a los nombres engatusando a su propia alma y, con fe ciega en ellos y en quienes los pusieron, sostener con firmeza -como quien sabe algo- y juzgar contra sí mismo y contra los seres que sano no hay nada de nada, sino que todo rezuma como las vasijas de barro.”
No podemos darnos el lujo de entregarnos a los nombres. Los nombres, para ser nombres, deben estar referidos a las cosas; de lo contrario, serán como meros ruidos, como cuando se golpea una barra de latón con un madero. El idioma, entonces, no es un lugar seguro ni para el pensamiento ni para la verdad. Es una invitación constante, silente a pensar y repensar la realidad.
Esa lengua que hemos recibido, si bien es portadora de reminiscencias, historias y valores, también juega a traición. Por ejemplo, ¿quién nos dijo que existía el concepto de «pelo malo»? ¿Qué hace que un pelo sea considerado «malo»? Aplicamos una categoría moral a una característica física, y esto está en la lengua, pasando de generación en generación como una moneda gastada de tanto uso.
Si decimos «Dios», a nadie se le ocurre imaginar a un Dios con «pelo malo». ¿Y por qué no? Si decimos «demonio», ¿qué imágenes evoca en nosotros? Debemos tener cuidado con la lengua, y creo que este es el propósito de este VI Congreso Dominicano de Filosofía, Santo Domingo 2025: pensar y repensar nuestra lengua, nuestros nombres, nuestra identidad.
La lengua definitivamente juega un papel performativo en la conciencia individual, pero ese papel performativo puede inducirnos al error o no. Por ello, es una pauta para pensar, una invitación a la reflexión. La labor del filósofo es distinta; me disculpará la colega Ibeth, pero la actitud del filósofo frente a la lengua no es una actitud hierática. No se hinca y la santifica, no se trata de descubrir sus formas y estructuras ocultas, sino que la ve como algo engañoso, como una invitación a pensar críticamente. Sin embargo, la lengua también es una cifra de identidad. Esto significa que el modo en que me relaciono con mi lengua y la forma en que mi lengua me ha enseñado a percibirme, impacta de una manera y otra mi ser, no sólo en términos individuales, sino también en términos colectivos.
En el caso de la República Dominicana, la lengua ha sido una compañera en la trayectoria de nuestra nación. Todos conocemos la cuarteta del padre Juan Vázquez: «Ayer español nací, en la tarde fui francés, en la noche etíope fui, hoy dicen que soy inglés, no sé qué será de mí». Esta cuarteta circuló en la parte este de la isla de Santo Domingo, en el último quinquenio del siglo XVIII.
El padre Juan Vázquez tuvo una muerte horrenda. Fue llevado al cementerio, apaleado, y luego quemado con los maderos de la cruz y del baptisterio de la iglesia, mientras aún estaba moribundo. Esta cuarteta expresa el estado de indefinición de una época en que esta parte de la isla pasaba de mano en mano, primero a España, luego a Francia, y finalmente a Inglaterra.
¿Por qué hablar del padre Juan Vázquez? Porque en 1796 se publica el primer impreso en la imprenta de los hermanos Bloquerst, que se conserva en la República Dominicana, un novenario a la Virgen de las Mercedes, donde se menciona por primera vez la palabra «dominicanos». Sin embargo, tendrán que pasar 18 años más para que vuelva a utilizarse la palabra «dominicano», y será en el subtítulo de un libro que, por cierto, es el primer libro de filosofía que se publica en la parte este de Santo Domingo: ““Lógica. Elementos de filosofía para uso de la juventud dominicana” (1814). En ese entonces, Juan Pablo Duarte tenía solo un año de edad, y 23 años después, en 1836, concibió la idea de la independencia.
Durante el periodo llamado «España Boba» (1808-1821), no se podía hablar con propiedad de «juventud dominicana», pues la República Dominicana aún no existía. La independencia proclamada por Núñez de Cáceres en 1820 no llamó a esta parte de la isla «República Dominicana», sino «Santo Domingo Español». A pesar de ello, el libro de López de Medrano se titula “Lógica. Elementos de filosofía para uso de la juventud dominicana”, lo que sugiere que ya había un conjunto de personas que comenzaban a sentirse distintos de los franceses, ingleses y haitianos; se sentían dominicanos, se sentían criollos. O bien, la idea de la dominicanidad era algo que existía en la mente de algunos, y que se estaba poniendo en circulación para generar una realidad que solo existía en la conciencia.
Esto nos lleva a la idea de que el lenguaje no necesariamente limita nuestro mundo, sino que también puede crear realidades, sugerir e inducir realidades. En 1820, un profesor de esta universidad, José Núñez de Cáceres, junto con otros académicos, decidió proclamar la independencia nacional de España. Aunque esta independencia no pudo cristalizar debido a la invasión haitiana en 1822, dejó un testimonio de la identidad y el sentido de pertenencia que comenzaba a surgir en esta parte de la isla.
Cuando Núñez de Cáceres entregó las llaves de la ciudad en el Palacio Consistorial, lo hizo con un discurso en español, aunque hablaba francés fluido, los haitianos se quejaron de que Boyer, quien no hablaba español, no entendió lo que Núñez de Cáceres dijo. Este discurso fue traducido y publicado en “Le Courrier Constitutionnel”, un periódico haitiano en francés. Les leeré un solo fragmento del discurso de respuesta de José Núñez de Cáceres:
«Toda política que busca trabajar en la constitución de los estados y en la transmutación de diferentes pueblos en uno solo ha tenido siempre en cuenta la diversidad de lenguajes, la práctica de una antigua legislación, el poder de los hábitos que hunden su raíz en la infancia, y la desemejanza de costumbres, hasta en el alimento y el vestido. A razón de que la palabra es el instrumento natural de comunicación entre los hombres, y si no nos entendemos por medio de la voz, no hay comunicación, y de ahí surge un muro de separación tan natural como insuperable, igual quizá a la interposición material de los Alpes y los Pirineos.»
Núñez de Cáceres tenía conciencia de la importancia de la lengua como elemento unificador de una nación. Aunque en el acta no se menciona que la lengua española o castellana sería la lengua oficial del Estado, tendrán que pasar casi 100 años para que eso se establezca. Fue una ley de 1912 la que finalmente declaró el español como lengua oficial de la República Dominicana.
Esto nos lleva a reflexionar sobre la importancia de la lengua en nuestra identidad. El Dr. Pedro Laín Entralgo dijo que «la lengua es la patria del alma.» Aunque en términos físicos y geográficos somos un país pequeño, en términos de alma y de interlocutores válidos, nuestra voz llega muy lejos. Formamos parte de un mundo mucho más amplio, y nuestra voz resuena entre los 476 millones de hablantes de español, ya que esta lengua es oficial en la mayoría de los organismos internacionales y en casi todos los países de América Latina, excepto en la Guayana Francesa, Guayana Inglesa, Brasil y Belice, donde el inglés es la lengua oficial.
El desafío que nos ha planteado el profesor en este precongreso es no solo pensar en español, sino pensar específicamente en nuestro aquí y ahora, en nuestras posibilidades, retos y caídas como país. Rafael González Tirado cuenta en su texto “Lenguaje y nacionalismo” que, en una ocasión, estando en Mayagüez, al oeste de Puerto Rico, unos chilenos, en un congreso sobre la lengua, preguntaron en español a unos obreros por la ubicación de un lugar. Para su sorpresa, los obreros respondieron que no podían explicarles porque no sabían inglés, a pesar de que la pregunta se hizo en español. Esto revela lo que González Tirado denomina «complejo de inferioridad lingüística», donde muchos creen que cualquier otra lengua es mejor que la propia.
El maestro Eulogio Silverio ha mencionado que Leibniz dice que “la lengua por excelencia para pensar el ser es el alemán”, pero eso mismo lo dice Heidegger en “Ser y Tiempo”. Sin embargo, yo invito a reflexionar sobre el español. Nuestra lengua tiene matices únicos que nos permiten una comprensión más rica del ser.
Por ejemplo, en español tenemos dos verbos para expresar el estado y la esencia: «ser» y «estar». Podemos ser algo y no estar en ello, o estar en algo que no somos.
Estos matices enriquecen nuestra capacidad de expresión y comprensión, algo que no se encuentra en lenguas como el francés, donde se utiliza el mismo verbo para ambos conceptos.
Además, en inglés, el verbo «work» se usa tanto para el trabajo físico como para el intelectual, mientras que en las lenguas romances como el español y el francés, tenemos distinciones que reflejan la complejidad del concepto de trabajo. Los matices de nuestra lengua nos permiten acercarnos de manera más rica al ser. De manera similar, en diferentes contextos culturales, como el de los esquimales, existen múltiples términos para describir el blanco de la nieve, mientras que para un observador no familiarizado, solo se percibe una masa uniforme.
Creo que, como ha sugerido el profesor Silverio, el español es, efectivamente, una lengua filosófica. No debemos tomarla como algo dado y absoluto, sino como un punto de partida para el pensamiento crítico. Este VI Congreso Dominicano de Filosofía, Santo Domingo 2025, nos invita a hacer precisamente eso.
Cerrando estas palabras, quisiera contarles una anécdota. Al finalizar mis estudios de grado, tenía la intención de estudiar a Platón, específicamente el concepto de filósofo y filosofía en su obra. Me había comprado la edición de Aguilar de sus obras completas y estaba decidido. Mi querido profesor Andrés Paniagua, quien me ha guiado hasta el día de hoy, me hizo dos preguntas cruciales: «¿Hablas griego?» Le respondí que no. «¿Puedes leer todo lo que se ha escrito sobre Platón en francés?» Nuevamente, mi respuesta fue negativa. Entonces me aconsejó que no escogiera a Platón, sino a un autor de mi lengua, con cuyos textos pudiera trabajar de manera efectiva. Seguí su consejo y terminé haciendo mi tesis de licenciatura sobre Juan Isidro Jiménez y mi tesis doctoral sobre el “Imaginario y mentalidades del dominicano a través del refranero”.
Sin embargo, ese comentario me llevó a estudiar griego y a no perderme ni un solo curso del profesor Luis Cruz. Estudié francés hasta completarlo, y también inglés. Ahora, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de la importancia de ese consejo y cómo me ha permitido explorar mi lengua y su capacidad para el pensamiento filosófico.
Intenté leer a Shakespeare y a Milton, o incluso a Camus en su idioma original. Sin embargo, ya he regalado todos esos libros porque abandoné esa idea. Descubrí que no podía leerlos en profundidad, lo mismo me ocurrió al intentar leer el Nuevo Testamento en griego, aunque aún conservo ese texto. Tampoco pude leer “Las Catilinarias” en su idioma original, a pesar de tener una edición en latín. Estos idiomas que aprendemos nos sirven para la conversación, pero no nos proporcionan la “empiría”, el concepto profundo; no nos permiten acercarnos a la estructura profunda de una obra filosófica.
Sin embargo, como ya pueden ver, aquí se está planteando la necesidad de adoptar el inglés como segunda lengua, cuando ni siquiera nuestros jóvenes dominan el español. Llegan a la universidad sin saber redactar adecuadamente. Lo que podríamos estar haciendo es crear una distorsión en la mentalidad y la concepción del mundo de nuestros estudiantes, lo que podría tener consecuencias imprevisibles.
En fin, nunca se termina de decir todo lo que se tiene que decir, pero por suerte el reloj me ayuda; estoy en el minuto final. Solo me queda cerrar estas modestas palabras con una reflexión de un filósofo español del siglo XX, Julián Marías, discípulo de Ortega y Gasset, en un libro de 1987. Marías decía lo siguiente:
«Las posibilidades de la lengua española me parecen ilimitadas, superiores a todo lo mucho que ya se ha hecho con ella en el campo de la filosofía, tan joven, está casi todo por hacer pero lo que se ha hecho nos enseña ya cómo hay que hacerlo. Los que hablamos español no tendremos excusa si no hacemos en los próximos decenios una filosofía que nos haga entendernos desde la raíz, proyectivamente, y que dé al mundo una nueva interpretación insustituible y única, que venga a integrar los milenarios esfuerzos de Occidente por alcanzar una vida de claridad y, por tanto, de libertad.»
Señoras y señores, esta es una tarea ciclópea, digna de un gran y hermoso sueño, como el que soñaron Pedro Henríquez Ureña y Eugenio María de Hostos y Juan Pablo Duarte.
Buenas tardes.